Santa Gertrudis, Altar del Sagrado Corazón de Jesús, Iglesia de La Merced, La Habana, Cuba.
Por Olivier Quenardel, ocso[1]
C - Los ornamentos de la Iglesia
Gertrudis estaba demasiado ejercitada en la discretio para fiarse temerariamente de su estrella: ¿dar tanto lugar a la confidentia, no era descuidar la devotio? ¿Apoyándose tanto en la misericordia de Dios, el hombre no correría el riesgo de consentir demasiado a su propia miseria? Zaqueo, ¿no tendría entonces, nada que aprender del centurión? Varios pasajes del Heraldo muestran que la santa vio los escollos posibles de tal pedagogía. Hay en particular, dentro del largo capítulo 18 del Libro 3, una secuencia única en su género, donde se advierte al lector sobre el dolor que se le causa a Cristo con las comuniones indignas.
“Un día, después de haber comulgado, meditaba ella sobre el cuidado con el cual conviene velar sobre la boca, que, de entre todos nuestros miembros, es el que recibe el precioso sacramento de Cristo, y fue instruida con esta comparación: el que no vigila para guardar su boca de palabras vanas, injuriosas, deshonestas, mendaces, de las murmuraciones y otras cosas semejantes, y que, sin arrepentirse se acerca a la comunión, recibe a Cristo, por su parte, como el que recibiría a un huésped, en el umbral, con un espeso alud de piedras amontonadas sobre la puerta, o golpeándole el cráneo con la dura barra del travesaño. Que el lector de estas líneas considere con un profundo sollozo de compasión, como la medida de la maldad corresponde a la de la bondad, de suerte que aquel que con tanta misericordia ha venido a salvar a los hombre es tan cruelmente perseguido por ellos. Y las mismas reflexiones valen para todos los otros pecados” (L 3,18,9).
Se habrá notado aquí es superada la distinción entre pecado mortal-pecado; se trata de “pecados” a secas, cuya gravedad se mide por la cualidad del huésped que se recibe. “Palabras vanas, injuriosas, deshonestas, mendaces”, y también “murmuraciones y otras cosas semejantes”, causan a nuestro huésped un dolor mortal, si el arrepentimiento no precede a las prácticas preparatorias a la comunión.
Por otra parte, Gertrudis misma, por sí o por medio de otras interpuestas, se pone en duda ante del Señor (L1, 14, 14,2; 11,16,1) que cada vez la confirma en sus dones:
“Es cierto que yo la he favorecido con estos insignes privilegios, para que todos obtengan con toda seguridad, todo lo que esperaban poder recibir por su intercesión, y jamás en mi misericordia tendré por indigno de comulgar a nadie que ella haya juzgado digno; antes bien, miraré con particular afecto a aquél que ella haya animado a comulgar, conforme a mi discernimiento divino (secundum meam divinam discretionem), que ella tendrá, y juzgará como más graves o mas leves las faltas de los que se dirijan a ella. … Que su confianza no vacile, entonces (non tamen diffidat), ya que le conservaré resueltamente el don inquebrantable de estos privilegios, todos los días de su vida” (L l,16,1,35-43.61-63).
Una lectura atenta del Heraldo muestra que, por grande que sea el lugar que da a la confidentia, Gertrudis no relajado la devotio. Se recuerda del Domingo en el cual el Señor se declara: “plenamente saciado” de los ejercicios de preparación a los cuales se había entregado “varios días”, que Él se complace “más a tomar su descanso con su esposa en el secreto que de permanecer con ella a la mesa” (L 3, 38,1, Anexo IV Nº 40)[2] ¿En qué consistían esas “preparaciones” que el Señor compara aquí “a los manjares más exquisitos de un abundante comida? En este caso se trata de “mortificaciones” (continentiis)[3] impuestas por Gertrudis a su palabra y a todos sus sentidos; “deseos; oraciones y propósitos” a los cuales su atención se ha aplicado. Por otra parte, son “todos los ejercicios cumplidos por mi gloria, tales como oraciones, ayunos, vigilias y otros” (orationes, ieiunia, vigilae et similia, L 3,18,15,7-8) Pero Gertrudis no se queda allí. Se ha visto que su sentido de Iglesia la incita a buscar socorro en los peregrinos de aquí abajo con los cuales tiene conciencia de hacer un solo Cuerpo. Y hay más: ella convoca todo el cielo a los arreglos nupciales preparatorios a sus comuniones. Esto no es raro, es una costumbre que ella recibe de un rito que se practica en Helfta y del cual no hemos podido encontrar aún el origen, ni verificar su existencia en otros monasterios. Tres pasajes del Heraldo nos dan indicios de esta práctica (sobre todo L 4,48,20; y también L 3,10,1;3,34,1). He aquí el que parece la más claro:
«En la Misa, mientras se recitaba tres veces (el Salmo) Laudate Domino ommes gentes[4], “Alabad al Señor todas las naciones”, la primea vez, pidió a todos los santos según su costumbre (more sibi solito) que ofrecieran por ella a Dios los méritos de sus virtudes, a fin de que, dignamente preparada, ella pudiera también presentarse para recibir el sacramento de la vida. Al segundo Laudate, dirigió esta misma oración a la bienaventurada Virgen y, en el tercero, al Señor Jesús».
El more sibi solito, que figura en el L 3,10,1,11-12, bajo la forma de morem sibi consuetum, muestra que este modo alabanza era familiar a Gertrudis, como también la intención con que ella acompaña la triple recitación del salmo. Por otra parte, cualquiera sea el origen de ese rito, es importante retener la manera con la cual Gertrudis lo vive. En su mente, es cosa impensable prepararse a la comunión en solitario. La comunión de uno solo es asunto de todos, tanto en sus efectos como en su preparación. Un fiel no puede acceder a la comunión más que en iglesia, ya que es todo el Cuerpo el que en él va a tomar cuerpo, todo el Cuerpo Místico que en él va a nutrirse del cuerpo sacramental. Debe pues, revestirse de toda la iglesia para entrar en escena. El tema de los “ornamentos” y del “cuerpo ritualizado” vuelve aquí naturalmente[5]: para salvar su rostro en la comunión sacramental, la “figura estelar” no tiene más ornamentos que los que recibe de Cristo, de María, y de los santos. Los ornamentos de sus méritos y de sus virtudes de los que ella adorna su “fachada”[6] para ser digna de tomar lugar en el banquete del Esposo. He aquí algunos ejemplos:
a) L 3,34,1:
«Un día, antes recibir el cuerpo de Cristo, y sufriendo por verse tan mal preparada, rogó entonces a la Santísima Virgen y a todos los santos que ofrecieran por ella al Señor toda la dignidad con la que cada uno de ellos había sido revestido para recibir tal o cual gracia. Suplicó también nuestro Señor Jesucristo, que se dignara ofrecer por ella aquella perfección de la que él mismo estuvo revestido el día de su Ascensión, al presentarse ante Dios Padre para su glorificación. Y como, un poco más tarde, ella se aplicaba a indagar lo que le había obtenido esta oración, el Señor le respondió: “Has obtenido efectivamente aparecer ante la corte celestial revestida como lo has pedido”. Y añadió: “¿Cómo podrás desconfiar de que yo (quare diffidere velles de me), con mi divinidad infinitamente buena y omnipotente, no pueda realizar lo que cualquier hombre es capaz de hacer incluso aquí en la tierra, a saber, disponer de una vestimenta o de un ornamento que posee, o de otra cosa semejante, a favor de su amigo y hacer así que este amigo se muestre ricamente adornado con el mismo responador que él?”».
Se notara el tema de la confianza (quare diffidere velles de me) junto con el de amistad: es ofender a su amigo la falta de confianza en el.
b) L 3,18,10-11-12:
Esta larga secuencia une varias parábolas evangélicas (el constructor de la torre: Lc.14,28-30; el rey que parte a la guerra contra otro rey: Lc. 14,31-33; el hijo pródigo: Lc 15, 11-32) en una presentación nupcial (Mt. 22,1-14) cuyo tema principal, tres veces retomado (1. ex seipsa omnino diffidens, ac spem suam in Dei pietatem ponens; 2. cum humilitate et fiducia procedam illi obviam; 3. postremo Confidentiam…) es la confianza:
«Otro día en que debía comulgar, como se consideraba insuficientemente preparada y el momento se acercaba... desconfiando absolutamente de sí misma, poniendo toda su esperanza en la bondad de Dios (pietatem Dei), se dijo: “¿De qué me serviría detenerme, puesto que, con mi solo esfuerzo, aunque me aplicase durante mil años, jamás podría prepararme como conviente, puesto que yo no puedo tener absolutamente nada en mí misma, de donde sacar algo que pueda contribuir ni siquiera un poco, a tal preparación? Entonces, con humildad y confianza avanzaré hacia él, y cuando me vea de lejos, movido por su propio amor, tendrá el poder de enviar a mi encuentro (lo necesario) para que yo esté dignamente preparada para llegarme a su presencia”».
Seguramente el Señor, viéndola acercarse, lanza sobre ella una mirada de misericordia, y envía a su encuentro los ornamentos de sus virtudes, entre ellas la confidentia “por la cual Él se digna apoyarse sobre una vil criatura de frágil naturaleza humana poniendo sus delicias para habitar con los hijos de los hombres”:
“En cuanto se hubo acercado un poco, vio que el Señor dirigía hacia ella una mirada de misericordia, más aún, de amor, y enviando a su encuentro su Inocencia, a fin de asegurar su conveniente preparación, con la que reviste (al alma) como con una blanca y delicada túnica; su Humildad, con la cual se digna unirse a sus criaturas tan indinas, y con la que la cubre como de una túnica violeta; también su Esperanza, que le hace anhelar y desear el abrazo del alma, con la cual la decora de verde; su Amor, con el cual es bendecido por las almas, y que la recubre como con un manto de oro; su Alegría, con la que se deleita en el alma, coronándola como con una diadema de piedras preciosas; y finalmente, su Confianza (Confidentiam), con la cual se digna apoyarse sobre una vil criatura de naturaleza humana frágil, poniendo sus delicias en habitar con los hijos de los hombres[7], la cual le da por calzado. Así ella sería digna de comparecer a su presencia”[8].
c) L 3, 18,23:
Un día de comunión sacramental, Gertrudis, viéndose miserablemente preparada, se turba por ello y busca retirarse:
“Acercándose hacia ella el Hijo de Dios, parecía llevarla a un sitio aparte para prepararla. Ante todo, a modo de lavado de manos para la remisión de sus pecados, le confirió el efecto purificador de su Pasión. Después, quitándose sus propios ornamentos: collar, brazalete anillos, con los que se veía adornado, y se los puso a ella, invitándola a avanzar así con dignidad (decenter) y no como una insensata (sicut fatua), cuya torpeza e inexperiencia para andar, le atraería más las risas y el menosprecio, que el honor del respeto[9]. Por estas palabras entendió que los insensatos que caminan con los ornamentos del Señor son aquellos que, habiendo tomado conciencia de su imperfección, rogaron al Hijo de Dios que los supla; pero, habiendo sido oídos, permanecen tan temerosos como antes, porque no tienen una confianza absoluta (plenam confidentiam) en el pleno poder de la suplencia del Señor”[10].
Se notará que todo el relato se focaliza sobre el tema de la confidentia. Por un juego de bastidores (lavado y vestido aparte, ad secretiora) y en escena (cum ornamentis Domini decenter procederet) toda la atención se dirige hacia esta confianza. Ella es la piedra de tropiezo sobre la cual los insensatos (fatui) tropiezan. O bien (el alma) se adorna con los ornamentos del Hijo de Dios, por medio de una confianza absoluta, y por ello se le debe honor y respeto; o bien, se disfraza, permaneciendo temerosa, y no obtiene más que menosprecio. Confianza y decencia (decenter) van unidas.
L 4, 12,6:
En la fiesta de la anunciación del Señor, durante la misa, Gertrudis “se puso a orar (a la Madre de Dios) para que se dignara prepararla a recibir el Cuerpo y la Sangre santísimos de su Hijo”. El relato sigue:
“La bienaventurada Virgen le puso entonces un collar bellísimo que tenía como siete puntas y sobre cada punta, una suerte de pedrería sumamente preciosa. Esto simbolizaba las principales virtudes por las cuales la Virgen había agradado al Señor… Así, cuando esta alma (Gertrudis) se presentó ante la mirada de Dios ornada de este collar, el Señor se sintió tan atraído (delectatus) y cautivado (allectus) por la belleza de estas virtudes, que como arrebatado de amor (amore captus) se inclinó hacia ella con todo el poder su divinidad, la atrajo -¡oh maravilla!- toda entera a él, y apretándola tiernamente sobre su corazón, le prodigó sus caricias afectuosas”.
En la segunda parte del pasaje, vale notar el vocabulario de la seducción: Dios está atraído (delectatus), cautivado (allectus), arrebatado (captus) por la belleza del alma que María adornó con sus virtudes. ¿Cómo explicar que los adornos ejerzan aquí un poder de fascinación sobre el Señor, cuando en otras circunstancias, Él prefería la desnudez de las manos y del cuello (L 2, 18,15.16)? ¿No será que al Señor le agradan más los adornos que se reciben de otro, que a los que uno se procura a sí mismo?
a) L 4,55, 4 y 5
En la fiesta de Todos los santos, Gertrudis, a punto de comulgar se entrega a la acción de gracias:
“… Mientras ella daba las gracias al Señor por tal o cual categoría de santos, rezando por el crecimiento y progreso de la Iglesia, su alma pareció brillar con el resplandor del color que simbolizaba cada una. Finalmente, mientras que con un fervor más grande rezaba con acción de gracias por todos los que aman a Dios, su alma parecía revestida de una túnica de oro. Compareció así maravillosamente bella, a la presencia del Señor, adornada como estaba de los diversos méritos de la Iglesia, y él arrobado con su belleza (decore illius delectatus), dijo a todos los Santos: ‘Miren a esta que se presenta con su vestido de oro, revestida de colores varios’. Y extendió su brazo para apretarla sobre su corazón, sosteniéndola, como si bajo la afluencia de estas delicias, no pudiera ya mantenerse en pie”.
La interacción está muy cerca de la precedente. El Señor está de nuevo “arrobado” (delectatus) por la belleza de Gertrudis, quien a aquí, representa a la Eclessia. Como en la fiesta de la Anunciación, la atrae a sí y la apoya sobre su corazón.
El recorrido que acabamos de hacer manifiesta que el Heraldo del amor divino se presenta como un directorio para una preparación eclesial a la comunión sacramental. A partir de este hecho, él pone la cuestión de la “dignidad” en términos diversos y con otros esclarecimientos que los de la gran escolástica. Ya no se trata de agobiarse con el examen de sí mismo, sino, de aprender a mirarse en Iglesia. Mientras que tiene “cuidadosamente tendido sobre sus ojos el velo de su indignidad”, es “imposible ver la ternura (pietatem) de Dios" (L 3,10,2,20-25). Es por su sentido de la Iglesia, adquirido en la celebración litúrgica, que Gertrudis se atreve a levantar el velo y predicar la confidentia. Ella evita así los riesgos de consecuencias obsesivas inherentes a los praeparatoria, y, en la libertad de su corazón, se presenta ante el Esposo “in persona ecclesiae” (L 4,16,6).
¿Sería esta una originalidad de la santa? Estamos tentados de creerlo. Nuestras búsquedas del lado escolástico no nos han llevado apenas fuera de la oscilación entre timor y amor, donde la escena eclesial se estanca a las puertas de los bastidores de cada uno, en vez de penetrar en ella. Una página del Exordium Magnum cisterciense de Conrado de Eberbach pondría más, en la línea del Heraldo: se ve a San Bernardo ordenar, en nombre de la obediencia, a uno de sus hijos que ha perdido la fe en el sacramento del altar, comulgar en virtud de su fe a él, Bernardo[11]. Pero hay todavía mucho camino que recorrer para llegar a una preparación eclesial como la concibe Gertrudis. Interrogando a las grandes figuras del movimiento eucarístico femenino del siglo XIII, se encontraría quizá, y aun indudablemente, un acercamiento al sacramento del altar más emparentado con el de Gertrudis. En nuestros días, las meditaciones sobre la eucaristía Rainiero Cantalamessa parecen en gran medida en consonancia con el mensaje del Heraldo en materia de preparación para la comunión. He aquí algunas líneas:
“Conscientes de la grandeza del misterio que recibimos y que supera con mucho nuestra capacidad de acogerlo, si lo pedimos, nuestros amigos en el cielo -María, los ángeles, los santos que amamos- están listos para venir en nuestra ayuda. Con ellos podemos hablar sencillamente, resueltos, un poco como el hombre del cual habla el Evangelio: que debe recibir un amigo de noche, y no tiene nada que ofrecerle, entonces, no duda en despertar a un vecino conocido para pedirle prestado algo de pan (Lc. 11,5). Nosotros, podemos pedir prestado, a nuestros perfectos adoradores celestiales, su pureza, su alabanza, su humildad, los sentimientos de reconocimiento infinito que tienen para con Dios, para que Jesús los encuentre en nosotros cuando nos visita en la comunión”[12].
Aquí también nos sentimos próximos al Heraldo, pero la visión de Gertrudis es más amplia todavía, porque ella no se apoya solo en la Iglesia del cielo. Ella es consciente de hacer cuerpo también con los miembros de la Iglesia de la tierra, sobre todo las hermanas de su comunidad, para acceder a la comunión sacramental.
Algunos se sorprenderán de que una exposición como esta no haga prácticamente lugar al sacramento de la confesión. Es que las raras alusiones que se hacen en el Heraldo, muestran que, para Gertrudis, la preparación a la comunión desborda muy largamente el único hecho de haber podido o no confesarse (L 3,61; L 4, 7,4; L5, 27,2.). Más que en el baño de confesión, que le era sin duda habitual en los días de comunión, es en su pertenencia a la Iglesia y en la celebración de los santos misterios, que Gertrudis tiene conciencia de revestirse de la belleza de la Esposa, para avanzar, confiada, al encuentro de su Esposo. Cubierta de adornos, o descubierta hasta la desnudez, ella es siempre decente porque sabe, en definitiva, que el Señor no le pide nada más “que venir (a Él) totalmente vacía y preparada para recibirlo” (L 4,26,9,26-27).
[1] Este artículo forma parte de la bibliografía de base de las Jornadas de estudio sobre santa Gertrudis, dictadas por Dom Olivier Quenardel, Abad de Citeaux, en Francia, en febrero de 2014 (ver: http://surco.org/content/jornadas-estudio-sobre-santa-gertrudis-abadia-cister-francia). Fue traducido de: Olivier Quenardel, “La comumunion eucharistique dans ‘Le Héraut de L’Amour Divin’ de sainte Gertrude d’Helfta”, Abbaye de Bellefontaine, Brepols, 1997, 3° parte, capítulo IV: “Une préparation digne: cu’est-ce à dire?”, pp. 119-134. Publicado también en Liturgie 129, pp. 137-158, revista de la conferencia francófona de monasterios OCSO de Francia Sur Oeste. Tradujo la hna. Ana Laura Forastieri ocso, Monasterio de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina.
[2] Cfr. el texto de L 3,77, transcripto en el artículo “Santa Gertrudis: Apóstol de la Comunión frecuente”, que está publicado en esta misma página.
[3] Se reencuentra aquí la continentia que ha estado presente desde la Primera Parte. Se recuerda que esta tiene menos poder sobre la divina pietas que la confidentia. La traducción es menos feliz que en L I,9,1. En los dos casos se trata de la “retención” que Gertrudis impone a sus sentidos.
[4] N. de T.: Salmo 116
[5] N. de T. Cfr. el artículo del mismo autor “Gertrudis, figura estelar del Heraldo del Amor divino” publicado en esta misma página.
[6] En Erving Goffman, la “fachada es “la parte de la representación que tiene por función normal establecer y fijar la definición de la situación que se propone a los espectadores. La fachada no es otra que el aparato simbólico utilizado habitualmente por el actor, con intención o no, durante la representación”. Este aparato se compone a la vez del “decorado” escénico (tal como el mobiliario y la disposición de los objetos) y la “fachada personal” que designa “los elementos que, confundidos con la persona del actor mismo, lo siguen a donde va” (signos distintivos de la función o del grado, vestimenta, sexo, edad, talle, manera de hablar, comportamientos gestuales, etc.). Cfr. MSVQ 1, pp. 29-32.
[7] Cfr. Pr 8,31
[8] Pierre Doyère señala que el Heraldo une, al código de las virtudes, un código de colores: “Estos no son elegidos como lo haría un pintor, por la armonía visual, sino por su valor de signos. El blanco significa la inocencia, la pureza, la pertenencia a Dios, la perfección; el rojo, la sangre derramada, el sufrimiento la pasión; el verde, la frescura y el impulso de la vida, las obras, la virtud, la fuerza; el azul, los pensamientos celestiales; el oro, la caridad y el amor. Y el rosa conviene a Cristo, que une en un solo resplandor la blancura de la humanidad gloriosa y el escarlata de la humanidad sufriente (Introduction, SC 139, p. 28).
[9] Traducción propia del autor.
[10] Cfr. el tema de la Suppletio, en: “Gertrudis, ‘figura estelar’ del Heraldo del amor divino”, publicado en esta misma página.
[11] Conrado de Eberbach, Exordium magnum cisterciense, Romae, 1961, Editions Cisterciennes, Libro II, Capítulo 6, p. 102.
[12] Rainiero Cantalamessa, L’Eucharistie, notre santification, Paris, Centurion, 1989, pp. 59-60.