Francisco Antonio de Vallejo, escudo pectoral de monja con el tema de la coronación de la Inmaculada Concepción por la Trinidad isomorfa, acompañada por dos querubines y por los siguientes santos agrupados en parejas: san Juan de la Cruz y santa Teresa; san Antonio de Padua y san Luis Gonzaga; san Francisco y san Ignacio de Loyola; santa Gertrudis y san José con el Niño. Convento novohispano no identificado, óleo sobre lámina de cobre, armazón de carey, 18,5 cms. de diámetro, siglo XVIII, archivo fotográfico IIE-UNAM.
por Pierre DOYÈRE, OSB †[1]
El lenguaje de los espirituales y de los místicos[2] toma prestado con mucho gusto el vocabulario propio de la actividad de los sentidos para expresar la experiencia religiosa y el encuentro con lo divino[3].
Hay allí, ante todo, un simple recurso a un procedimiento natural de alegoría, familiar a los poetas, para evocar un conocimiento y una actividad que va más allá de lo sensible.
Este procedimiento es fundamental en la Sagrada Escritura. Siempre que se trata de expresar o de describir una relación con Dios, una acción de Dios, una “experiencia de su presencia”, el autor sagrado no duda en emplear los términos que convienen a la actividad sensible: ver, oír, tocar, oler, gustar. Sin embargo, el sentido de la trascendencia divina permanece en él fundamental, y el empleo de este vocabulario no lo altera en nada. Logra incluso expresar esta trascendencia: nadie puede ver el rostro de Dios sin morir.
En realidad, en el lenguaje del escritor sagrado, hay ya más que un procedimiento literario de alegoría. Existe una diferencia profunda entre el modo de pensamiento semítico y nuestro pensamiento todo vuelto hacia la abstracción nocional. El semita, que no siente esta necesidad de abstracción, “este pueblo (Israel) que presenta una suerte de ineptitud para el pensamiento filosófico”[4], acepta de buen grado que el pensamiento mismo se deje envolver y penetrar por el ritmo sensible, inherente a la vida puramente humana de un ser hecho de alma y cuerpo. Para un tal ser, todo encuentro suscita como una triple reacción: la del corazón, sentimiento interior, la de la boca, que expresa este sentimiento y la de la actitud, efecto de un sentimiento que busca asir o repeler el objeto del encuentro. Se ve fácilmente cómo este carácter del pensamiento semítico lo lleva a traducir la relación con Dios en el lenguaje de los sentidos: ver, tocar, gustar, oír y oler, no solamente al modo de la metáfora, sino como una suerte de necesidad derivada de la unidad del compuesto humano.
Bajo la influencia del estilo de los Libros Sagrados, Orígenes[5] es el primero en haber tratado de justificar, de otro modo que por el juego de metáforas poéticas, el uso de vocabulario tomado de la actividad de los sentidos corporales, para traducir las realidades de nuestra relación con el Invisible y de haber sacado a la luz el carácter experimental del conocimiento místico, la percepción de lo divino, distinguiendo, en esta experiencia actividades bastante diversas, como para poder designarlas específicamente como una visión, una audición, un olor, un gusto, un contacto con lo divino. Bajo su forma más absoluta, el pensamiento de Orígenes es que una tal distinción corresponde a la realidad de facultades propias, como de cinco órganos espirituales, que proveen alma de los datos de su objeto espiritual, lo mismo que los sentidos corporales lo hacen para los objetos corporales. En esta perspectiva, la realidad espiritual los traslada y -tema caro a san Agustín-, más bien es en su empleo para las visibilia (realidades visibles) que este lenguaje debería tenerse por metafórico.
La doctrina de los sentidos espirituales se encuentra, más o menos neta, en los Padres tributarios del pensamiento de Orígenes y es familiar a los escritores místicos: no vamos a hacer aquí, ni la historia de su evolución, ni la de las interpretaciones teológicas que ella puede suscitar, sino simplemente señalar qué aporta a esta doctrina el testimonio de Santa Gertrudis. Este testimonio no se presenta bajo la forma de una exposición teológica sistemática. Esta resulta del hecho de que muchas de las confidencias, cuya expresión apela al vocabulario de los sentidos, sobre todo cuando son deliberadamente evocados en forma conjunta los cinco sentidos, o al menos, tres o cuatro de los sentidos mayores, no pueden comprenderse en su pureza y profundidad, sin referencia a la doctrina de los sentidos espirituales.
Se puede, por comodidad, reconducir a cuatro, los grandes componentes de esta doctrina:
1. Tiene el carácter de un conocimiento de orden místico.
2. Este conocimiento implica una ascesis de los sentidos corporales.
3. La actividad de los sentidos espirituales evoca una suerte de reciprocidad con los sentidos divinos.
4. Y parece pertenecer a la Economía de la Encarnación: se orienta hacia el Verbo encarnado y resucitado.
Al utilizar este marco para reconocer los textos gertrudianos, conviene dar lugar a una cierta flexibilidad. La clasificación no tiene nada de absoluto; un mismo texto pondría de relieve fácilmente muchos componentes, y el pensamiento, como el estilo, desliza frecuentemente de un aspecto a otro de la doctrina de los sentidos espirituales, o también, más allá de esta doctrina, a otras nociones vecinas, como las de las affectiones animae. Una tendencia a tales deslizamientos es ya un rasgo del genio gertrudiano.
1. La referencia a una experiencia propiamente mística es indudable, cuando Santa Gertrudis habla de los sentidos espirituales, por ejemplo en el Domingo Esto Mihi (L II 8), en el que le han sido conferidos los dones más magníficos y el acceso al paraíso de delicias: tres veces en este capítulo, la descripción pone en juego los cinco sentidos. Lo mismo en el Libro III Capítulo 25: “lo que (en el misterio de la unión) puede ser sentido (olido), visto, escuchado, gustado, tocado, solo lo sabe ella, y Aquel que se ha dignado admitirla a una unión de una altura y perfección tan sublime, Jesús…”. En L II, 21, en el relato de la gran unión cara a cara, se evocan los sentidos espirituales: abrazos, aromas, néctar, mirada. Y es de la bienaventuranza celestial, que se trata en el 5° de los Ejercicios Espirituales, expresando el deseo de ver, de oír, de tocar, de gustar, de conocer el abrazo de Dios.
¿Es necesario establecer una jerarquía entre los sentidos espirituales? ¿Estos se despiertan en un orden particular, a medida que se van teniendo experiencias espirituales más perfectas? A lo sumo, el rol predominante de tal o cual sentido podrá servir para discernir los diversos temperamentos místicos, pero no parece posible una clasificación uniforme. La idea de una tal clasificación no aparece en Santa Gertrudis; se podría, más bien señalar una conciencia de la convergencia de sensaciones espirituales diversificadas hacia la misma realidad de la experiencia de unión. Parece haber un testimonio de esto en la facilidad con la cuál ciertos epítetos son intercambiables de un sentido al otro. La dulzura, que tiene un lugar tan grande en la espiritualidad gertrudiana, concierne de por sí, al gusto, pero es evocada frecuentemente a propósito de la vista, y la visión de Dios lleva sin cesar la expresión: facies melliflua. Por el contrario, el resplandor, que conviene en primer lugar a la belleza visible, se dice a propósito del oído, e incluso del olfato. Gusto y olfato están en estrecha conexión. El perfume da un contacto muy íntimo con el ser mismo de quien emana y al quien delata. El gusto se evoca, más frecuentemente, por la dulzura del objeto que lo colma, y hasta lo embriaga; pero también por la sed del alma. Queda en pie, sin embargo, que el sentido primordial en toda mística nupcial es el tacto. El oído tiene también un gran lugar: ninguna melodía es más armoniosa que el susurro de palabras de amor.
Como quiera que sea, penetrándose de la doctrina de los sentidos espirituales es como mejor se tiene la inteligencia de la pura y profunda experiencia mística de santa Gertrudis.
(Continuará)
[1] Dom Pierre Doyère, osb, monje de San Pablo de Wisques, fue el impulsor de la revisión y fijación del texto latino de las obras completas de santa Gertrudis y su principal traductor al francés. Murió el 18 de marzo de 1966, durante la preparación de la edición crítica de los libros I a III del Legatus Divinae Pietatis; dos discípulos suyos continuaron la tarea y la obra fue publicada en 1968 por Sources chrétiennes (Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles II, L’Héraut [Livres I-II] SCh N° 139 y Œuvres Spirituelles III, L’Héraut [Livre III] SCh N° 143 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968). La fijación del texto de los libros IV y V del Legatus es obra de Jean-Marie Clément, monje benedictino de Steenbrugge, y la traducción al francés, de las monjas de Wisques.
[2] Continuamos con la publicación de 8 estudios particulares de Dom Pierre Doyère sobre puntos específicos de la doctrina del Heraldo del Amor Divino, consignados como Apéndices al tomo III de la edición. Cfr. Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles III, L’Héraut (Livre III,) Sources chrétiennes N° 143 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968, pp. 349-368. Tradujo la Hna. Ana Laura Forastieri, ocso, del Monasterio de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina.
[3] Cfr. Pierre Doyère, “Sainte Gertrude et les sens spirituels” en Revue d’Ascétique et de Mystique (= RAM) XXXVI (1960), pp. 429-448.
[4] Albert Gelin, “L’áme de Israel dans le Livre” (1957) p. 19.
[5] Dom O. Rousseau, “Introduction aux Homélies sur le Cantique des Cantiques” (Sources chrétiennes 37, Paris 1954); K. Rahner, “Les débuts d’une doctrine des cinq sens spirituels chez Origène” (RAM XIII [1932], pp. 113-145); M. Olphe-Galliard,“Les sens spiritueles dans l’historie de la spiritualité” (Nos sens et Dieu, Etudes Carmélitaines 1954 pp. 179-193); J. Daniélou:“Suavitas Dei” (Rencontres 13 [1943], pp. 92-99).