“… Esto es lo que me entristece: que viviendo entre hermanos, sintamos la necesidad de estar en guardia para que no se nos perjudique, y que tengamos que tomar tantas precauciones. La razón de todo esto es la frecuencia de la mentira y del engaño, la gran disminución de la caridad, las querellas sin tregua. Encontrarán muchas personas que tienen más confianza con los paganos que con los cristianos. Esto es un motivo de confusión, de lágrimas y de gemidos...
Respeten, por tanto, respeten esta mesa en la cual comulgamos todos; respeten a Cristo inmolado por nosotros; respeten el sacrificio que se ofrece... Después de haber participado de tal mesa y de haber comulgado con el mismo alimento, ¿vamos a empuñar las armas unos contra otros cuando deberíamos armarnos todos juntos contra el demonio? Esto es lo que nos hace débiles. En vez de juntar nuestros escudos en un solo frente contra él, nos unimos a él para combatir a nuestros hermanos; nos ponemos bajo sus órdenes en vez de hacerle la guerra. Repitámoslo: estamos dirigiendo nuestros tiros contra nuestros mismos hermanos. ¿Qué tiros?, me dirán. Los que lanzan las lenguas y los labios. No solamente hieren las flechas y las lanzas: algunas palabras producen profundas heridas.
¿Cómo poner fin a esta guerra? Pensando que una palabra pronunciada contra tu hermano es un veneno que vierte tu boca, y que tus calumnias afectan a un miembro de Cristo. Me dirás que te han ultrajado. Si tu prójimo te ha injuriado, pídele a Dios que tenga misericordia de él. Es tu hermano, uno de tus miembros; está llamado a la misma mesa que tú”[1].
[1] San Juan Crisóstomo, Homilía 8 sobre la epístola de los Romanos, 8; PG 60,464-466. (trad. en: Lecturas cristianas para nuestro tiempo, Madrid, Ed. Apostolado de la Prensa, 1973, W 36). Juan Crisóstomo -nació hacia 344-354-, afamado rétor y fino exegeta, primero asceta y monje; luego, diácono y presbítero en Antioquía; después obispo de Constantinopla (año 398). Aquí su seriedad de reformador y también su falta de tacto le llevaron a serios conflictos con obispos y con la corte imperial. Depuesto y desterrado, sus tribulaciones y muerte (14.09.407) en el exilio fueron una dolorosa prueba martirial para él y para el sector de la comunidad eclesial que se le mantuvo fiel. Su afamada elocuencia le valió el título de “Crisóstomo”, es decir: “Boca de Oro”, que le fue dado en el siglo VI.