«¿Hay algo sobre lo que el Señor haya insistido tanto a sus discípulos, algo entre sus saludables avisos y celestiales preceptos, cuya guarda y custodia haya inculcado tanto como que nos amemos mutuamente también nosotros con el mismo amor con que Él mismo amó a sus discípulos? Y ¿cómo va a conservar la paz y la caridad del Señor quien, a causa de la envidia, no consigue ser ni pacífico ni amable? (…)
No podemos ser portadores de la imagen del hombre celestial si no nos asemejamos a Cristo desde los comienzos de nuestra vida espiritual. Lo cual implica dejar de ser lo que habías sido y comenzar a ser lo que no eras, para que en ti brille el nacimiento divino, para que tu conducta deífica corresponda a un hijo de Dios, que es tu Padre; para que en tu modo de vivir digno y encomiable sea Dios glorificado. Es Dios mismo quien nos exhorta y nos estimula a ello, prometiendo reciprocidad a quienes lo glorifican. Dice, en efecto: “Porque yo honro a los que me honran y serán humillados los que me desprecian” (1 S 2,30). Y para formarnos y prepararnos a esta glorificación, y para mostrarnos cómo hemos de asemejarnos a Dios Padre, nos dice en su Evangelio: “Han oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo’. Yo, en cambio, les digo: ‘Amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen’. Así serán hijos de su Padre que está en el cielo” (Mt 5,43-45)»[1].
[1] San Cipriano de Cartago, Sobre los celos y la envidia, 12. 14-15 (Obras de San Cipriano, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1964, pp. 325. 327 [BAC 241]). Permanece hipotética la reconstrucción de la vida de Cipriano en los años anteriores al episcopado. Se convirtió hacia el 246. Bastante pronto recibió la ordenación sacerdotal, habiendo renunciado previamente a su patrimonio personal. En el año 249 fue elegido obispo de Cartago. Casi inmediatamente debió enfrentar todas las vicisitudes que planteó a su comunidad la persecución de Decio (250-251). En el año 252 otra gran preocupación: una peste que asoló a su rebaño. Cipriano se entregó para aliviar el sufrimiento del pueblo de Dios que le había sido confiado. A partir del año 255, se vio envuelto en una polémica con Esteban, obispo de Roma, por causa del bautismo de los herejes. La persecución de Valeriano (257-258) impidió que se arribase a una situación crítica en la relación entre el papa Esteban y Cipriano. Ambos obispos murieron mártires en ella; Cipriano fue martirizado el 14 de septiembre del año 258.