«… Nuestro Señor Jesucristo, la noche en que fue entregado, tomó el pan después de haber dado gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomen, coman, esto es mi cuerpo”. Y tomando la copa después de haber dado gracias, dijo: “Tomen, beban, eso es mi sangre” (cf. 1 Co 11,23-25). Si Él mismo lo pronuncia y dice acerca del pan: “Esto es mi cuerpo”, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y si Él lo asegura y dice: “Esto es mi sangre”, ¿quién dudará alguna vez diciendo que no es su sangre? (…)
Por tanto, con toda certeza participamos del cuerpo y de la sangre de Cristo. En figura de pan se te da el cuerpo y en figura de vino se te da la sangre, para que, habiendo participado del cuerpo y de la sangre de Cristo, llegues a ser de su mismo cuerpo y de su misma sangre. Así también llegamos a ser portadores de Cristo cuando por nuestros miembros se distribuyen su cuerpo y su sangre. Y es por eso que dice san Pedro que hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina (2 P 1,4)...
No los tengas entonces como simples pan y vino, porque según la afirmación del Señor se convierten en cuerpo y sangre de Cristo. Si los sentidos te sugieren una cosa, la fe por su parte te convence de otra. No juzgues por el gusto, sino convéncete por la fe sin dejar lugar a ninguna duda, tú que has sido declarado digno del cuerpo y de la sangre de Cristo…
Habiendo aprendido estas cosas y estando convencido de que lo que aparece como pan no es pan, aunque así lo sienta el gusto, sino el cuerpo de Cristo, y que lo que aparece como vino no es vino, aunque lo quiera así el gusto, sino la sangre de Cristo, y que antiguamente David cantaba acerca de esto: El pan fortalece el corazón del hombre, para alegrar el rostro con óleo (Sal 104 [105],15), fortalece tu corazón participando de este pan espiritual, y alegra el rostro de tu alma. “Que teniendo tu rostro descubierto” con una conciencia limpia, y “reflejando como en un espejo” la gloria del Señor, vayas avanzando “de gloria en gloria” (cf. 2 Co 3,18) en Cristo Jesús nuestro Señor, a quien sean dados el honor, el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén»[1].
[1] San Cirilo de Jerusalén, IV Catequesis mistagógica, 1. 3. 6. 9 (trad. de L. H. Rivas en San Cirilo de Jerusalén. Catequesis, Buenos Aires, Eds. Paulinas, 1985, pp. 301-304 [Col. Orígenes cristianos, 2]). Se ignora la fecha de su nacimiento, probablemente en los años 314 ó 315. Cirilo debe haber nacido en la misma ciudad de Jerusalén o en sus alrededores. Pertenecía al clero de la diócesis de Jerusalén. En el año 343 fue ordenado presbítero por Máximo, el obispo de Jerusalén que lo hizo su colaborador. Desempeñaba su ministerio sacerdotal en la Iglesia de Jerusalén cuando en el año 348 fue elegido obispo de esa misma Iglesia. Tres veces debió abandonar su sede episcopal para marchar al destierro. La primera vez fue en el año 357, cuando un concilio reunido en Jerusalén por el obispo Acacio y compuesto por arrianos lo privó de su sede y lo envió al destierro. Nuevamente fue desterrado en el año 360, pero también por poco tiempo. En el año 367 lo desterró el emperador Valente, y esta vez su alejamiento se prolongó por unos once años, regresando a Jerusalén recién en el año 378. Después del retorno de su último destierro participó en el Segundo Concilio Ecuménico, el II de Constantinopla. Murió en su sede en el año 386. Tanto la Iglesia de Oriente como la de Occidente celebran su fiesta el 18 de marzo, que es el día de su fallecimiento. Además de las Catequesis, su obra principal, se conservan una carta al emperador Constancio y una homilía sobre el paralítico de Juan 5 (Rivas, op. cit., pp. 5-6).