«Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro. De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y se quedaron como muertos. El Ángel dijo a las mujeres: “No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan en seguida a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán’. Esto es lo que tenía que decirles”. Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: “Alégrense”. Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él. Y Jesús les dijo: “No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán”» (Mt 28,1-10).
«Los seguidores de Moisés inmolaban el cordero pascual una vez al año, el día catorce del primer mes, al atardecer. En cambio, nosotros, los hombres de la nueva Alianza, que todos los domingos celebramos nuestra Pascua, constantemente somos saciados con el cuerpo del Salvador, constantemente participamos de la sangre del Cordero; constantemente llevamos ceñida la cintura de nuestra alma con la castidad y la modestia, constantemente están nuestros pies dispuestos a caminar según el evangelio, constantemente tenemos el bastón en la mano y descansamos apoyados en la vara que brota de la raíz de Jesé, constantemente nos vamos alejando de Egipto, constantemente vamos en busca de la soledad de la vida humana, constantemente caminamos al encuentro con Dios, constantemente celebramos la fiesta del “paso” (Pascua).
Y la palabra evangélica quiere que hagamos todo esto una sola una vez al año, sino siempre, todos los días. Por eso, todas las semanas, el domingo, que es el día del Salvador, festejamos nuestra Pascua, celebramos los misterios del verdadero Cordero, por el cual fuimos liberados. No circuncidamos con cuchillo nuestro cuerpo, pero amputamos la malicia del alma con el agudo filo de la palabra evangélica. No tomamos ázimos materiales, sino únicamente los ázimos de la sinceridad y de la verdad. Pues la gracia que nos ha exonerado de los viejos usos, nos ha hecho entrega del hombre nuevo creado según Dios, de una ley nueva, de una nueva circuncisión, de una nueva Pascua, y de aquel judío que se es por dentro. De esta manera nos liberó del yugo de los tiempos antiguos» (Eusebio de Cesarea).