Inicio » Content » GREGORIO MAGNO: "LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS" (Capítulo II)

 

VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)

(480-547)
 
 
1. Un día en que estaba solo, se presentó el tentador. Una avecilla negra, vulgarmente llamada mirlo, comenzó a revolotear en torno de su cara y a acercársele importunamente, tanto que el hombre santo, si hubiera querido, hubiera podido agarrarla con su mano. Pero trazó la señal de la cruz, y el ave se alejó. En cuanto el ave se fue, le siguió una tentación de la carne tan violenta, como el hombre santo nunca la había experimentado. Algún tiempo antes, había visto a una mujer que ahora el espíritu maligno volvió a presentar ante los ojos de su mente, y de tal modo su hermosura inflamó el corazón del siervo de Dios, que apenas podía contener en su pecho la llama del amor. Y vencido por la voluptuosidad, ya estaba casi decidido a abandonar el desierto.

2. Pero iluminado súbitamente por la gracia de lo alto, volvió en sí, y divisando muy cerca un matorral de ortigas y espinas, se quitó la ropa y se arrojó desnudo en esas espinas punzantes y ortigas ardientes. Después de haberse revolcado allí durante mucho tiempo, salió con todo el cuerpo lacerado. Así, por las heridas del cuerpo curó la herida del alma, transformando el placer en dolor. Al abrasarse en el exterior por un castigo beneficioso, extinguió lo que en su interior ardía ilícitamente. De este modo venció el pecado, al cambiar la naturaleza del incendio.

3. Desde entonces, según él mismo contaría luego a sus discípulos, la tentación de la voluptuosidad quedó dominada en él de tal manera que nunca más volvió a experimentar en sí nada semejante. En lo sucesivo, muchos empezaron a abandonar el mundo y se apresuraron a ponerse bajo su dirección. Libre del mal de la tentación, con razón pudo hacerse maestro de virtudes. A este respecto, Moisés había ordenado que los levitas debían prestar el servicio a partir de los veinticinco años en adelante, y que a partir de los cincuenta fueran custodios de los vasos sagrados (cf. Nm 8,24 ss.).

4. PEDRO: Ciertamente, de algún modo llego a entrever el sentido del pasaje aducido; pero te ruego que me lo expongas más claramente.

GREGORIO: Es evidente, Pedro, que en la juventud la tentación de la carne es más abrasadora, pero que a partir de los cincuenta años el ardor del cuerpo se apacigua. Los vasos sagrados son, a su vez, las almas de los fieles. Conviene por consiguiente que los elegidos, mientras están sujetos a la tentación, estén sometidos a un servicio, fatigándose en obediencias y trabajos. Mas cuando por la edad, su espíritu se apacigua y se aleja el calor de la tentación, entonces son custodios de los vasos sagrados, porque llegan a ser doctores de las almas.

5. PEDRO: Confieso que me agrada lo que dices. Y ya que me aclaraste el sentido de este texto, te ruego que continúes el relato de la vida de este justo.
 
 
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
 
Habiéndose refugiado Benito en el desierto para escapar a la gloria, los hombres lo van a buscar allí y comienza a ejercer sobre ellos una influencia y una atracción. Esas relaciones renovadas con los seglares serán la causa de una nueva tentación. Ya no se trata de la vanagloria -los tres años de heroica desaparición la dejaron fuera de combate- sino de un vicio más brutal, al que sin duda Gregorio apuntaba en primer lugar cuando hablaba del desarreglo de los estudiantes romanos: la lujuria. Indirectamente, a través de sus conversaciones edificantes con los campesinos de los alrededores, Benito se ve enfrentado en su gruta con la gran pasión de la cual había huido tan resueltamente al abandonar la Ciudad.
 
Este segundo combate se asemeja singularmente al primero. La tentación de la lujuria, como la de la vanagloria, será vencida por medio de un acto heroico, y esta victoria engendrará una nueva influencia en los hombres. Tentación, victoria, irradiación: volvemos a encontrar aquí los tres tiempos de la prueba anterior, pero con una nitidez acrecentada que hace del presente episodio el más típico de los cuatro cielos probatorios recorridos por Benito. Y este segundo ciclo no solamente es análogo al anterior, sino que, además se vuelca sobre él: la irradiación con la cual culmina la primera tentación, engendra la segunda(1).
 
 
Hay además otros lazos que ligan este episodio al precedente. El relato de los tres años solitarios en la gruta estaba centrado en el problema de la alimentación. El monje Román en primer lugar, luego el sacerdote anónimo(2) y finalmente los pastores y los demás fieles, llevaban al joven ermitaño los víveres que necesitaba para sobrevivir y él, en cambio, les daba el alimento espiritual de sus palabras. A ese tema de la alimentación le sucede ahora el de la sexualidad. Lo que tienta a Benito es el goce sexual, y cuando supera la tentación, el mismo resultado de su victoria es descrito en términos de fecundidad: como una tierra desbrozada, el santo producirá una cosecha espiritual exuberante, ya sea de sus propias virtudes o de aquellas que cultivará en las almas. Comer y procrear: estos dos instintos primordiales dominan por lo tanto, por turno, la historia de Benito, de la misma manera que se suceden al comienzo de la famosa lista de los ocho vicios principales -antepasados de nuestros siete pecados capitales- familiares a Casiano y al mismo Gregorio.
 
Al considerar el trasfondo escriturístico de estas escenas, vemos también que corresponden una y otra a cuadros de la vida de Cristo. Habíamos visto que el doble descubrimiento de Benito en su gruta se refería a Navidad y Epifanía, y la visita del sacerdote se realizaba un día de Pascua, resucitando Benito con el Señor a la vida social. De estos misterios gozosos y gloriosos, pasamos en el relato presente, a los combates intermedios de la Tentación en el desierto y de la Pasión.
 
El retiro de Cristo en el desierto, ya evocado por la soledad y el ayuno de Benito en su gruta, aquí se imponen al pensamiento: como Jesús, el ermitaño de Subiaco recibe la visita del tentador y lo rechaza. Es cierto que la tentación no es triple sino única y que no coincide, por su objeto, con ninguna de las que sufrió Cristo. Además, Benito es un hombre frágil, que corre el peligro de romperse bajo la presión de la pasión. No le basta una palabra como a Jesús para rechazar la sugestión del seductor.
 
Pero esta última diferencia no hace más que abrir paso a otra visión del Evangelio. Para resistir al pecado que se apodera de él, Benito se arroja a las espinas y sale de ellas cubierto de heridas. Ese cuerpo desgarrado nos hace pensar en aquél que sufrió la Pasión. No se trata solamente de la corona de espinas. Como ya veremos, junto con la flagelación, están presentes los mismos clavos de la cruz. Así, la Pasión de Jesús se agrega a su Tentación en esta crisis en que Benito corre el riesgo de perderlo todo y lo gana todo. La cruz, cuya simple señal es suficiente para ahuyentar la visión del ave, debe hacerse dolorosa realidad para disipar la tentación. Y cuando ésta fue vencida a su vez, el que se levanta ya no es el mismo. Su carne purificada, inmunizada, participa de la incorruptibilidad de los resucitados(3) y, como Jesús cuando sale del desierto, está preparado para anunciar el reino de Dios.
 
Sin embargo, la prueba de Benito no transcurre solamente con ese telón de fondo bíblico. Hay algunos precedentes más, inmediatos que vienen al pensamiento y que esclarecen su sentido. En primer lugar, la famosa tentación de Antonio. Este prototipo de todos los monjes ya había soportado, en medio de un enjambre de variadas sugestiones y de terribles castigos físicos, una rebeldía del instinto sexual(4).
 
La comparación del relato de Atanasio con el de Gregorio es instructiva. Mientras que el primero piensa en una prueba prolongada en la que las sucesivas oleadas de la lujuria se estrellan contra su propósito de castidad siempre renovado, el segundo limita la lucha a una crisis de algunos instantes. La constante serenidad de Antonio, que responde a las imágenes voluptuosas con pensamientos nobles, contrasta con la turbación de Benito, por un momento vacilante, cae vencido. Por esta razón, la escena gregoriana tiene como característica propia, un sesgo dramático, que llega a su paroxismo cuando el joven se revuelca en las espinas y en las ortigas. Aunque la asistencia de la gracia divina se menciona en ambas partes, sólo Benito recibe la inspiración de un acto violento que pone fin a su turbación y resuelve la crisis. Por otra parte, el recuerdo preciso de cierta mujer que atormenta a Benito es otro rasgo particular del relato de Gregorio, ya que Antonio parecía sufrir solamente los asaltos de fantasmas genéricos. De este modo, todo contribuye a convertir la tentación de Benito en un episodio singularmente patético, más rico en miseria y grandeza humana que la resistencia mental imperturbable del monje egipcio.
 
Podríamos citar también al joven Hilarión, cuya tentación, reducida a fuerza de ayunos, oraciones y trabajos, fue descripta por Jerónimo(5). Pero es en otra Vida de monje escrita por Jerónimo, la de Pablo, donde encontramos el paralelo más esclarecedor. En la época en que ese príncipe de los ermitaños se refugió en el desierto, hacía estragos la persecución de los emperadores Decio y Valeriano. Para hacer sentir el horror de estas persecuciones, Jerónimo relata algunas anécdotas, en particular la historia de un joven mártir que fue entregado, atado de pies y manos, a las provocaciones de una cortesana. A punto de sucumbir, se cortó la lengua con los dientes y la escupió en el rostro de la seductora(6). Este “dolor que vence a la voluptuosidad”, como dice Jerónimo, prefigura claramente la proeza de Subiaco.
 
En cuanto al suplicio particular que se inflige Benito a arrojarse en los espinos, nos hace pensar en otro martirio de la misma persecución, el de Ágata, cuya última prueba fue la de ser revolcada, desnuda, en una alfombra de agudos vidrios y carbones ardientes. Recordamos también un pasaje de la vida de Pacomio: mientras era todavía aprendiz de ermitaño, iba a trabajar con los pies desnudos a un bosque de acacias: y cuando las espinas se clavaban en sus pies, las soportaba con alegría recordando los clavos de nuestro Señor en la cruz(7). Este último detalle nos muestra hasta qué punto teníamos razón cuando más arriba comparábamos a Benito con Cristo crucificado.
 
Los tormentos de estos ascetas y mártires, ya sean voluntarios o infligidos por otros, soportados ya sea por la castidad o por la fe, abrieron camino a Benito y a su biógrafo(8). De los Evangelios a los Diálogos, pasando por los relatos de las persecuciones y de los orígenes del monacato, hay una línea continua que liga la Pasión de Cristo con la del héroe de Gregorio.
 
Volviendo a la tentación de Antonio, en ella encontramos todavía un rasgo que anuncia nuestro relato, aunque sin dejar de poner de relieve su originalidad. Cuando el demonio que acosa a Antonio vacía su carcaj inútilmente, se aparece a él, despechado, en forma de niño negro y le confiesa su impotencia. Interrogado por Antonio, le dice su nombre: el espíritu de fornicación.
 
Esta visión que sigue a la tentación de Antonio, no deja de tener su analogía con la que precede a la tentación de Benito. En efecto, según Gregorio, el tentador se muestra en primer lugar bajo la forma de un mirlo inoportuno que revolotea en el rostro del santo. Al ser echada por medio de la señal de la cruz, el ave deja su lugar a la tempestad de recuerdos y pulsiones.
 
Por lo tanto hay dos fases, tanto en la escena de los Diálogos como en la Vida de Antonio, pero que se suceden en orden inverso. Tanto en la una como en la otra, una visión del diablo en forma corporal -las dos veces del mismo color negro- acompaña a la tentación propiamente dicha. Pero mientras que el niño del relato de Atanasio habla y explica lo que acaba de suceder, el mirlo de Gregorio presagia tácitamente lo que va a producirse.
 
De este modo, el comentarista demoníaco se ha transformado en un “anunciante”, como dice Claudel, y además ha abandonado la forma humana para revestirse con la de un animal. Esta metamorfosis es tanto más interesante, cuanto que el tentador volverá a aparecer muy pronto en la Vida de Benito, con los rasgos de un “negrito”(9), exactamente como en la Vida de Antonio. Quizás toma aquí el aspecto de un ave, precisamente para evitar una repetición.
 
Sin embargo, esta representación posee por sí misma títulos literarios y simbólicos bien establecidos. Sin detenernos en los relatos hagiográficos ni en los textos del mismo Gregorio, en los que los espíritus malos están representados por aves(10), basta recordar la parábola evangélica del sembrador: la primera desventura del grano es la de ser arrebatado por los pájaros del cielo que representan al diablo(11). Por otra parte, esta misma parábola menciona luego a las “espinas” que ahogan el grano -símbolo de las “voluptuosidades” de la vida-, y finalmente habla de la buena tierra, donde la semilla da sus frutos. Estos dos detalles hacen pensar en la conclusión de nuestro relato, en la que Gregorio observa que “el varón de Dios”, luego de su victoria sobre la voluptuosidad, “cual tierra cultivada libre de espinos, dio copiosos frutos en la mies de las virtudes”.
 
Esta parábola del sembrador, que Gregorio ha comentado en sus Homilías, es por lo tanto una de las claves del relato de la tentación de Benito. Ella esclarece el comienzo y el fin: el ave demoníaca y la tierra sin espinas que redobla en fecundidad. Nos vemos llevados nuevamente al Evangelio. En un segundo plano de nuestro relato, no solamente vislumbramos dos episodios de la vida de Jesús –su Tentación y su Pasión– sino también una gran página de su enseñanza: la parábola‑tipo, explicada por él mismo, que evoca las vicisitudes y el triunfo de su palabra.
 
Antes de dejar al ave negra y a la tentación anunciada por ella, debemos observar que esta secuencia, contraria al orden de los fenómenos correspondientes a la Vida de Antonio, es también un poco sorprendente en sí misma. Anunciar la tentación mostrándose aunque sea con un disfraz, no es muy hábil por parte del tentador: Benito, que enseguida lo reconoce -hace la señal de la cruz-, queda prevenido de este modo contra la tempestad que vendrá luego.
 
Pero esta visión del ave ¿ha sido querida por el adversario? Podemos hacernos esta pregunta, tanto más cuanto que la visión análoga del “negrito” dos capítulos más adelante, será presentada como un privilegio insigne del varón de Dios, un don preternatural que su discípulo Mauro obtiene sólo después de dos días de oración y que le será negado al abad Pompeyano. También aquí, sin duda, la visión del mirlo es de naturaleza carismática. Por una gracia de clarividencia, Benito percibe la oscura presencia que le presentará combate. Esa avecilla que revolotea en su rostro, no solamente es el símbolo clásico de los “pensamientos que revolotean”, como ha sido notado antes que nosotros, sino también, para hablar como san Pablo, “el ángel de Satanás que me abofetea”(13). Al haber sido descubierto, ya está casi vencido. Esta lucidez del santo, antes de la intervención de la gracia propiamente dicha, es ya un beneficio de Dios(14).
 
El remedio para la tentación que sugiere el Señor a su servidor, está relacionado con una terapéutica que ha sido analizada por Gregorio en los Morales. Este comentario del Libro de Job hace notar que, tanto el santo varón como sus semejantes, encuentran en las pruebas exteriores que soportan una providencial diversión de la guerra interior de las tentaciones. Sin ese freno de las calamidades físicas, correrían el riesgo de sucumbir a las pasiones(15). Aquí encontramos una nueva aplicación del tema, con las mismas imágenes médicas. La prueba de Benito no le es infligida a pesar suyo. Al convertirse bajo la moción de la gracia en su propio médico, se administra él mismo el tratamiento drástico que Dios hace sufrir en general pasivamente a sus elegidos.
 
A largo plazo, el efecto de esta cura es doble: la desaparición de toda tentación carnal y una acción nueva sobre las almas. El primero de estos resultados recuerda la historia de más de un santo monje: en primer lugar de Antonio, pero sobre todo del abad Serenus de Casiano, de un cierto Elías, retratado por Paladio y del famoso Equitius, un abad italiano presentado por el mismo Gregorio en el Libro anterior de los Diálogos(16). Todos, luego de muchas aflicciones y oraciones, recibieron la misma gracia de una inmunidad definitiva. Pero una cosa es ser liberado, como estos tres últimos, por medio de la operación de un ángel que quita el foco del mal en una visión, y otra muy distinta es obtener esta liberación por medio de un acto heroico como lo hace Benito. Nuevamente la comparación hace resaltar el vigor de su iniciativa y de su coraje.
 
En cuanto a la irradiación sobre las almas que resulta de esta victoria observemos hasta qué punto supera a la influencia ejercida al final del ciclo procedente. Entonces se trataba solamente de conversaciones edificantes con los visitantes seglares. Ahora muchos empiezan a dejar el mundo para ponerse bajo la guía del santo. Al convertirse en “maestro de virtudes”, atrae a la vida perfecta. De este modo, su nueva victoria sobre el vicio, profundiza su acción sobre los hombres.
 
Este desarrollo de la influencia de Benito está ilustrado con un bonito comentario sobre el ministerio de los levitas en el Antiguo Testamento. Según esta exégesis del Libro de los Números, que Gregorio ha desarrollado en otra parte(17), el “servicio” impuesto a los Jóvenes levitas significa la ascesis y la obediencia indispensables a los principiantes, mientras que la “custodia de los vasos sagrados” que se encarga a los quincuagenarios, representa la dirección de las almas, reservada a los hombres maduros y dueños de sí mismos. Este dominio de sí y esta responsabilidad sobre los demás, han sido concedidas, contra toda regla, al joven Benito. Aquello que sólo se confiere normalmente por la edad -el apaciguamiento de las pasiones- lo ha conquistado por su reacción excepcional contra el vicio tentador. Una vez más, su precocidad quema etapas.
 
Pero este pequeño comentario de los Números no solamente aporta una nueva pincelada al retrato del santo. También posee el interés de introducir en el relato dos elementos constitutivos de los Diálogos: las intervenciones del diácono Pedro y las reflexiones sobre la Sagrada Escritura. En este primer caso como en muchos otros, los dos componentes se conjugan: Pedro, que es el representarte de la Iglesia discípula, sólo interviene para pedir una aclaración sobre el texto de la Escritura citado por su obispo. Este, que relata estas historias de santos entre dos obras de exégesis, es feliz de poder volver un momento a la explicación del texto sagrado. Al hacer esto, no hace más que manifestar a la luz del día, esa relación íntima con la palabra de Dios que es -lo notamos en cada línea- el carácter secreto y constante de una música escrita íntegramente en clave de Biblia.
 
 
Notas:
 
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Tomado de: Cuadernos Monásticos 56 (1981), pp. 3-11. Original en francés, publicado en: Ecoute, n° 260. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
(1) Es inútil suponer, como se hace a menudo, que la mujer cuyo recuerdo atormenta a Benito es una persona conocida en otro tiempo en Roma. El relato sugiere más bien que formaba parte de la oleada de visitantes venidos recientemente a la gruta. 
(2) A los precedentes ya indicados (Cuadernos Monásticos 55, p. 423, ns. 15-16) podemos agregar la comida que Habacuc llevó milagrosamente a Daniel (Dn 14,32-38). 
(3) Cf. Mt 22,30: “En la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido”. 
(4) Atanasio, Vida de Antonio 5-6. 
(5) Jerónimo, Vida de Hilarión 3. 
(6) Jerónimo, Vida de Pablo 3. 
(7) Dionisio, Vida de Pacomio 11, en la que el “desierto lleno de espinas” corresponde al “bosque de acacias” de las Vidas coptas. 
(8) Hay que citar otros dos monjes: Antonio, que se aplica un hierro al rojo y Evagrio que toma un baño helado (Paladio, Historia Lausíaca 11,4 y 38,11). 
(9) Dial. II,4,2: en este caso el demonio debió tomar forma humana para poder “tirar del borde del vestido” a su víctima. 
(10) Ver Sources chrétiennes 260, p. 137, nota a Dial. II, 2, 1. Agregar Gregorio, Morales 33,30-31. 
(11) Lc 8, 4-15. Cf. Gregorio, Homilía sobre el Evangelio 15,1-4. 
(12) Podríamos pensar que también ha sugerido a Gregorio las espinas que desgarraron el cuerpo de Benito, pero esto nos parece poco seguro. No hay duda de que las heridas corporales de las espinas sirven de remedio a las heridas morales del vicio, lo cual inclina a asimilar al vicio a un arbusto de espinas que desgarran el alma. Pero esta asimilación está apenas sugerida, y la imagen de las espinas que lastiman al hombre sería incluso diferente a la de las espinas que ahogan la simiente (Lc 8,4. 15; Dial. II,3,1). 
(13) 2 Co 12,7. Acerca de los “pensamientos que revolotean”, ver sobre todo P. Courcelle, “Saint Benoît, le merle et le buisson d’épines”, en Journal des savants, julio-setiembre 1967, pp. 154-161. 
(14) Cf. Dial. II,25,2: un monje apóstata es salvado por la visión del dragón diabólico dispuesto a devorarlo. 
(15) Morales 33,35-36. 
(16) Casiano, Conf. 7,2; Paladio, Hist. Laus. 29,2-5; Gregorio, Dial. I,4,1-2. 
(17) Nm 8,24-25. Cf. Morales 23,21.