Comunión de santa Gertrudis de Helfta, Giovanni Battista Carlone (1632), óleo sobre tela (3,00 x 1,90 m),
originario de la Iglesia de Santa Catalina del Monasterio Cisterciense de Génova, hoy conservado en el Albergue de los Pobres de esa ciudad.
Ana Laura Forastieri, ocso
2. Una mística eucarística
Si bien Gertrudis pasó a la tradición[1] como precursora de la devoción al Sagrado Corazón, es también una de las grandes místicas eucarísticas. La comunión sacramental es uno de los centros de su doctrina y espiritualidad[2]. Ella pertenece al gran movimiento eucarístico del siglo XIII, que desembocó en la institución de la fiesta de Corpus Christi[3]: uno de los períodos de mayor evolución en la teología y la disciplina de este sacramento[4]: Dentro de esta corriente, Gertrudis desempeña el rol de apóstol de la comunión frecuente.
El movimiento eucarístico del siglo XIII surgió en Lieja, Bélgica, como reacción de la piedad popular ante la severidad de teólogos y predicadores que mantenían alejados a los fieles, sobre todo a los laicos, de la comunión sacramental. Fue acogido con entusiasmo por los cistercienses, quienes contribuyeron a difundirlo junto con la expansión de su Orden. Así, con las fundaciones cistercienses, el movimiento eucarístico pasó de los Países Bajos a Alemania, ganando también el Monasterio de Helfta, donde alcanzó una cumbre con las santas Matilde de Hackeborn y Gertrudis la Grande[5]. Ambas místicas, recibieron en contacto con la Eucaristía manifestaciones y visiones, y renovaron místicamente su matrimonio espiritual con Cristo[6].
Pero veamos cuál era la práctica eucarística vigente en el siglo XIII, ante la cual reaccionó el movimiento de Lieja[7]: a partir del siglo VI, la comunión frecuente, característica de la Iglesia de los primeros siglos, había ido decayendo, debido a varias causas: la decadencia moral del clero y del monacato, el surgimiento de herejías y el impacto de la incorporación a la Iglesia de los pueblos bárbaros, para quienes la asimilación de la doctrina moral de la Iglesia en sus costumbres, requería mucho tiempo, antes de que estuvieran en condiciones de discernir lo que recibían en el Sacramento. Durante la Edad Media, la práctica eucarística de los laicos no iba más allá de la comunión anual; tanto es así que, en 1215, el IV Concilio de Letrán debió prescribir como obligatoria la comunión anual, al menos el día de Pascua, previa confesión sacramental con el párroco del lugar[8]. Entre las órdenes monásticas y terceras órdenes la costumbre general no iba más allá de la comunión tres veces al año: en Navidad, Pascua y Pentecostés; en algunos casos, siete veces[9]. Los Cistercienses, en cambio, fueron propulsores de la comunión frecuente dentro de su Orden. Los usos cistercienses del siglo XII[10] establecían como obligatoria la comunión sacramental cuatro veces al año, para monjes y hermanos conversos[11], pero dejaban libertad para comulgar a los monjes de coro todos los domingos y fiestas[12]. La costumbre cisterciense se refleja con exactitud en los escritos de santa Lutgarda (+1245) y de las monjas de Helfta, las cuales comulgaban todos los domingos y días de fiesta[13].
Fuera de la obligación anual, el juicio sobre la aptitud interior para recibir la comunión se dejaba librado a la conciencia de cada fiel, a quien se invitaba a examinarse rigurosamente a sí mismo, a fin de discernir si estaba en condiciones de recibirla[14]. Tanto acercarse a comulgar, como abstenerse de hacerlo por juzgarse indigno, se consideraban acciones meritorias. Pero los teólogos y predicadores, reacios a favorecer la comunión frecuente, multiplicaban las prevenciones a fin de extremar el examen de conciencia previo, exigiendo no sólo el estado de gracia, sino también la exclusión de los pecados veniales y la abstinencia del débito matrimonial. La vacilación entre el temor y el amor, el respeto y la devoción al Sacramento, daban lugar a escrúpulos, miedo a escandalizar o a cometer sacrilegios, lo que terminaba alejando a los fieles comunes de la Eucaristía, sobre todo a los unidos en matrimonio[15].
En el plano objetivo, la dignidad para la comunión se trataba de asegurar multiplicando los ejercicios de preparación para recibirlo: los “preparatoria”; esto hacía de la preparación, una práctica individual y llevaba muchas veces a un ritualismo obsesivo.
Como consecuencia del alejamiento general de los fieles de la mesa eucarística, se acentuó la devoción a la presencia de Cristo en la hostia consagrada y surgió una nueva piedad eucarística basada en la visualización de la hostia, muy apta para la sensibilidad popular medieval. Se tendió a substituir la comunión sacramental por la adoración eucarística. La ostensión prolongada dio origen a la costumbre de exponer el santísimo sacramento[16] y llevó finalmente a la institución de la fiesta de Corpus Christi[17] con su procesión[18]. Al mismo tiempo, entre los teólogos surgió el interés por la reflexión teológica acerca de las partes de la Misa y la realidad de la transubstanciación[19].
En este contexto, Gertrudis toma distancia de las visiones pastorales de su época, que paralizan el impulso de los fieles a la recepción del sacramento y no duda en ejercer su magisterio espiritual para favorecer la comunión frecuente. Leemos en sus escritos:
Por tu gracia he adquirido la certeza de que, cualquiera que, deseando acercarse a tu Sacramento, pero retenido por la timidez de una conciencia dudosa, viniere con humildad a buscar ayuda en mí, la última de tus siervas, tu amor desbordante consideraba a esta alma, a causa de su acto de humildad, digna de este Sacramento [...]. Me certificaste además, a mí, indignísima, que todo el que, doliéndose con corazón contrito y espíritu humillado, viniera a consultarme sobre algún defecto, según oyere de mis palabras ser mayor o menor su falta, así Tú, Dios misericordioso, lo juzgarías más o menos culpable; y que, mediante tu gracia, lograría tal ayuda en adelante, que aquel defecto dejaría de pesarle como antes” (L II, 21, 1.2).
Continuará
[1] Comunicación presentada en el Congreso Teológico Internacional organizado por la Facultad de Teología de la UCA y la Sociedad Argentina de Teología, con motivo de celebrarse el centenario de la fundación de la Facultad de Teología de la UCA y los 50 años del Concilio Vaticano II, bajo el tema: “El Concilio Vaticano II: Memoria, presente y perspectivas”, Buenos Aires, 1-3 de septiembre de 2015. La autora es monja del Monasterio Trapense Madre de Cristo, Hinojo, Argentina, y colabora desde 2012 en la promoción de Santa Gertrudis al doctorado de la Iglesia.
[2] Cf. Olivier Quenardel, La comumunion eucharistique dans ‘Le Héraut de L’Amour Divin’ de sainte Gertrude d’Helfta, Abbaye de Bellefontaine, Brepols, 1997.
[3] La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo tiene su origen en el movimiento eucarístico surgido en el siglo XIII en Lieja, en torno a María de Oignies (+1213) y Juliana de Mont-Cornillon (+1258). Se cuentan en él otras místicas, como Christina de Saint Trond (+1224), Hadewijck de Hamberes (+1296), Ida de Louvain, Aleide de Schaerbeek (+1250), Ida de Niveles (+1231) y Beatriz de Nazaret (+1268). Todas ellas vivían una verdadera espiritualidad eucarística, unida a un ascetismo riguroso; se sentían atormentadas por el deseo de la comunión sacramental y experimentaban gracias místicas al recibirla. La figura central del movimiento es Juliana, primera abadesa del Monasterio de Mont-Cornillon, en Lieja, elegida por la Providencia para instituir, dentro del ciclo litúrgico, una fiesta dedicada al Santísimo Sacramento, con el fin de honrarlo, expiar las faltas cometidas contra él, reparar los sacrilegios perpetrados por cátaros, valdenses y otras herejías de su tiempo, e invitar a los hombres a una comunión sacramental más asidua.
[4] Cf. “La Eucaristía en Occidente, de 1000 a 1300”, en: Maurice Brouard, S.S.S, dir., Enciclopedia de la Eucaristía, Desclée De Brower, Bilbao, 2004, 233-256.
[5] El Legatus, concluido hacia 1303, poco después de la muerte de Gertrudis, atestigua el gran fervor eucarístico vigente en la comunidad de Helfta, aunque no ofrece indicios todavía de la inclusión en su calendario litúrgico de una fiesta dedicada al Santísimo Sacramento.
[6] El movimiento eucarístico del siglo XIII fue ante todo un movimiento femenino. La profusión de visiones, revelaciones y fenómenos extraordinarios que lo acompaña era aducida como aval divino. Como las mujeres no estaban habilitadas para hacer teología, necesitaban contar con el apoyo de visiones extraordinarias y mandatos divinos para hacer ceder las resistencias de sus superiores y confesores, a permitirles la recepción frecuente de la comunión eucarística. Entre las místicas del movimiento eucarístico, Gertrudis desempeña un papel de Heraldo de la comunión frecuente. Ella tiene frecuentes revelaciones del Corazón de Cristo, recibe en su corazón la impresión de los estigmas de la pasión más la herida del costado de Cristo y se le concede descansar en el pecho del Señor. Si bien se expresa bajo el género literario de las revelaciones, que era el único permitido a la mujer en la Edad Media, su pensamiento es sólidamente teológico.
[7] Cf. Joseph Duhr, “Communion Fréquente”, en Diccionnaire de Spiritualité, T° 2, Beauchesne, Paris, 1953, col. 1234-1290.
[8] “Todo fiel de uno u otro sexo, llegado a la edad de la discreción, debe: confesar él mismo lealmente todos sus pecados al propio sacerdote, al menos una vez al año; cumplir con cuidado, en la medida de sus medios, la penitencia que se le imponga y recibir con respeto, al menos en la Pascua, el sacramento de la Eucaristía” (IV Concilio de Letrán, Decreto Omnisutriusque, Dens-Hün 812, en: Densinger, H.- Hünermann, P., El Magisterio de la Iglesia, Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de Rebus Fidei et Morum, Herder, Barcelona, 199938, 361).
[9] En Navidad, Pascua, Pentecostés, Jueves Santo, Asunción de Santa María, Todos los Santos y el Santo patrono. Como excepción, los monjes gilbertinos comulgaban 8 veces al año. Los Benedictinos, siguiendo las disposiciones de Gregorio IX, Clemente V y Benedicto XII, además de las tres ocasiones generales, comulgaban todos los primeros domingos de cada mes, o sea, quince veces al año.
[10] Se denomina “Ecclesiastica Officia” al conjunto de usos cistercienses establecidos y recopilados ya en el siglo XII. Cf. Les Ecclesiastica Officia Cisterciense du XIIeme Siècle. Texte latin selon les manuscrits édités de Trente 1711, Ljubljana 31 et Dijon 114 version française, annexe liturgique, notes, index et tables. Les Editions: La documentation Cistercienne, vol 22, Abbaye d’Oelenberg, Reiningue, France 1989. En adelante se citan: EO.
[11] Los días de Navidad, Pascua, Pentecostés (cf. EO 66,1) y Jueves Santo (cf. EO 21,1).
[12] Cf. EO 57,2; 66,2. Los hermanos conversos y los novicios, además de las cuatro ocasiones prescriptas, podían recibir la comunión con permiso del Abad (cf. EO 4,9); en la práctica, conversos y novicios podían comulgar unas siete veces por año.
[13] El interés de los cistercienses en favorecer por todos los medios la recepción del Sacramento, se deja ver en el cuidado con el que reglamentan la asistencia a una u otra misa para los monjes enviados de viaje (cf. EO 88,6) o para los hermanos afectados a servicios particulares, a fin de que puedan comulgar. Así, los casos de: el enfermero (EO 116,1), el cillerero (EO 117,19), el servidor de cocina (EO 108,7), el encargado del refectorio (EO 118,1), el portero (EO 120,22). También se preocupan de asegurar la distribución de la comunión a los huéspedes y los enfermos (EO 100,1). Asimismo, dejan abierta la posibilidad de que, si un monje no ha podido comulgar el domingo o día de fiesta correspondiente, pueda hacerlo otro día de la semana, si quiere (EO 66,4). Con una discreción que emula a san Benito, los cistercienses quisieron completar en sus usos la disciplina de la comunión sacramental, que el Patriarca pasara en silencio en su Regla. Estos usos se reflejan cabalmente en la vida cotidiana de Helfta, según se nos revela en el Legatus.
[14] San Buenventura y santo Tomás de Aquino establecen el criterio del examen de conciencia, inspirándose en la interpretación agustiniana de las figuras evangélicas de Zaqueo y del Centurión, orquestadas a la luz de 1Co 11,27-29. El Centurión, al examinarse a sí mismo, se consideró indigno de recibir al Señor en su casa; sus palabras se repiten en cada misa antes de la distribución de la comunión. Sin embargo, Zaqueo, aun reconociéndose pecador, recibió al Señor con alegría y confianza en su casa. Por eso, tanto comulgar como abstenerse de hacerlo, se consideraban acciones meritorias y la decisión en este punto se dejaba librada a cada fiel. Dice santo Tomás: «El respeto (reverentia) hacia este Sacramento comporta el temor junto con el amor (timorem amori conjunctum); […] El amor, en efecto, provoca el deseo de tomar el Sacramento, mientras que el temor engendra la humildad de la reverencia. Esto hace decir a san Agustín: “Aquel puede decir que no se debe recibir la Eucaristía diariamente, mientras que este otro afirma el contrario; que cada uno haga lo que juzgue de buena fe que debe hacer con piedad. Porque no hubo disputas entre Zaqueo y el Centurión, cuando el primero se regocijó de recibir al Señor, mientras que segundo decía: No soy digno de que tú entres bajo mi techo: los dos honraron al Señor, aunque no de la misma manera. Sin embargo, el amor y la esperanza, a los cuales la Sagrada Escritura nos excita siempre, prevalecen sobre el temor. Así cuando Pedro decía: Aléjate de mí Señor, porque soy un hombre pecador, Jesús contestó: No temas”» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, 3ª Pars, q. 80, a. 10, m).
[15] En la Edad Media, de acuerdo con la tradición patrística, se consideraba a Dios como un misterio a la vez tremens et fascinans. Bajo el primer aspecto, el misterio divino impone la veneración y total sumisión de la criatura. Bajo el segundo aspecto, prevalece la consideración de la misericordia divina, que concede por puro don lo que la criatura no puede merecer, y ante la cual la actitud adecuada es la confianza humilde. Así, en el siglo XIII se oscilaba entre la actitud de temor y de confianza ante Dios, entre el respeto y el amor, la distancia y la cercanía. Gertrudis se acerca a Dios mucho más desde el punto de vista de su misericordia, que de su omnipotencia; pero la actitud de reverencia está también muy presente en su obra y le confiere ese tono de sacralidad, humildad y sumo respeto, que resuena en toda ella.
[16] El deseo de contemplar la forma consagrada hizo introducir en la Misa el rito de elevación de la hostia y el cáliz, inmediatamente después de la consagración.
[17] Después de años de dudas y temores, la abadesa Juliana dio a conocer el deseo divino de la institución de una fiesta en honor de la Eucaristía. En 1246 el obispo Robert Torote prescribió la fiesta para su diócesis, pero su decreto no fue ejecutado más que por los canónigos de Saint Martin en 1247. No obstante, la iniciativa recibió el apoyo de notables figuras de su tiempo, como el obispo Foulgues de Toulouse, Jacques de Vitry, Hugo de Saint-Cher y Guirard de Lyon. En 1264, después del milagro eucarístico de Bolsena, el Papa Urbano IV -Jacques de Troyes-, antes archidiácono de Lieja y amigo personal de Juliana, prescribió la fiesta para toda la Iglesia, por la Bula Transiturus de hoc mundo. El concilio de Viena la aprobó en 1312, y en 1317 Juan XXII incluyó la disposición conciliar en las Clementinas, e instituyó la octava y la procesión. Cluny adoptó la fiesta en 1315; los cistercienses y los cartujos, en 1318; los dominicos, en 1323. También en 1323, la solemnidad fue introducida en la arquidiócesis de Colonia, y hacia 1330 ya se encontraba establecida en la mayoría de las iglesias.
[18] La procesión del Corpus no fue contemporánea a la institución de la fiesta, pero nació muy pronto; movilizaba ciudades enteras y era ocasión de numerosas manifestaciones de piedad popular. En 1279 se la ve en San Gereón de Colonia; Wurtzborg la adopta poco después; los Concilios de Sens -en 1320- y de París -en 1323- la mencionan como realizada en la diócesis eclesiástica de Sens, pero sin carácter obligatorio. Se constata su existencia en Italia: en Génova (1325), en Milán (1336) y en Roma hacia 1350.
[19] Gertrudis demuestra conocer las tendencias teológicas de la escolástica de su época, especialmente el pensamiento de santo Tomás de Aquino. Pero Tomás es varón y Gertrudis, mujer. Cada uno representa un acercamiento distinto al misterio eucarístico; podemos decir que santa Gertrudis busca gustar, lo que santo Tomás busca más bien comprender. Si él se acerca a la Eucaristía como sacerdote, in persona Christi, ella lo hace como monja, que actúa in persona Ecclesia (cf. L IV 16,6). Así, mientras Tomás dedica más cuestiones de la Suma a estudiar el Sacramento en sí mismo, que la comunión eucarística, Gertrudis, por el contrario, se centra más en el uso del Sacramento que en el tema de la consagración. Ello da cuenta de la tensión fructuosa que existía en el siglo XIII entre los medios masculinos de la universidad y los medios femeninos del claustro; tensión sin oposición, ciertamente. Pero en cuanto al acceso al sacramento se refiere, la postura de Gertrudis va más allá que de la de santo Tomás, sin rechazarla.