Santa Gertrudis, anónimo, óleo sobre cobre, escuela Italiana siglo XVIII, colección particular.
Ana Laura Forastieri, ocso
Resumen: Entendiendo la esperanza como la disposición de ánimo de quien confía obtener los bienes que anhela, el bien esperado y el deseo que impulsa hacia su consecución son los motivos de la esperanza. La crisis de esperanza que evidencia el mundo de hoy nos motiva a buscar testigos que muestren en su propia vida la realización de su esperanza. Santa Gertrudis, monja medieval y mujer de deseos, se nos presenta como testigo de una esperanza infinita, en cuanto su deseo tiende al bien supremo de la unión con Dios. Aunque este deseo solo alcanza su plena consumación más allá de la muerte, su realización comienza ya en el tiempo a través de la experiencia. Analizo aquí los presupuestos objetivos y subjetivos de la experiencia espiritual de santa Gertrudis, a fin de iluminar nuestra realidad humana actual, tan necesitada de reorientar la potencia del deseo hacia aquello que verdaderamente puede saciarla.
La crisis de esperanza que evidencia el mundo de hoy[1] nos interpela a buscar testigos que muestren en su propia vida la realización de su esperanza. Santa Gertrudis, monja y mística medieval, mujer de deseo, se presenta como testigo de una esperanza infinita, en cuanto su deseo tiende al bien supremo de la unión con Dios. Aunque este deseo solo alcanza su plena consumación más allá de la muerte, su realización comienza aquí en el tiempo a través de la experiencia espiritual. Analizamos aquí los presupuestos objetivos y subjetivos de su experiencia, a fin de iluminar nuestra realidad humana actual, tan necesitada de reorientar la potencia del deseo hacia aquello que verdaderamente puede saciarla.
1. Deseo
“Oh amor que tanto anhelo, oye mi grito, atiende mi oración y escúchame, pues eres tú, oh mi Rey y mi Dios, a quien llaman, a quien quieren, a quien buscan los suspiros de mi corazón y el deseo de mi alma. Te sigo con lágrimas en los ojos y mi mirada se centra en ti. Eres mi Dios, mi dulzura y mi dilección, Señor Dios, mi verdadero Rey” (Ejercicio VI)[2].
Así expresa santa Gertrudis su deseo, que se orienta hacia Dios como objeto absoluto y excluyente. Este deseo concentra todas sus fuerzas afectivas, volitivas e intelectivas. Es penoso, puesto que Gertrudis experimenta una carencia proporcional al bien que anhela; pero, dado que el bien deseado es absoluto, su posesión le procurará la saciedad perfecta de su espíritu en la unión con este Dios, a quien ella llama su Rey y Señor. El deseo proyecta a Gertrudis hacia la dulzura y el consuelo plenos; y puesto que ella tiene la certeza de poder alcanzarlos, este anhelo suyo es esperanza.
“El deseo precede a la esperanza”, dice santo Tomás[3]. En efecto, la esperanza como virtud ordena la potencia del deseo para orientarla al fin último. El deseo es una realidad antropológica constitutiva preexistente, una capacidad innata que proyecta al ser humano hacia la consecución del bien conveniente a sus potencias. La experiencia del deseo es universal, aunque no siempre sea refleja. Todos nosotros nos experimentamos carenciados y tendemos permanentemente a procurar aquello que llena nuestras carencias. Esto nos hace seres en movimiento, en proceso de realización y lo que nos mueve en este camino es el deseo.
En esta vida no existe una situación de reposo absoluto sino más bien el continuo movimiento. El deseo tiende a un objeto ausente que puede saciarlo; pero, paradójicamente, una vez obtenido lo que satisface una carencia, el alivio es temporal, y el deseo renace continuamente, ya sea proyectado hacia otro bien o hacia una mayor medida del mismo bien. Dice san Bernardo:
“Todos los seres dotados de razón, por tendencia natural aspiran siempre a lo que les parece mejor y no están satisfechos si les falta algo que consideran mejor (…) Poseas lo que poseas, siempre codiciarás lo que no tienes y siempre estarás inquieto por lo que te falta. El corazón se extravía y vuela inútilmente tras los engañosos halagos del mundo. Se cansa y no se sacia, porque todo lo devora con ansiedad y le parece nada en comparación con lo que quiere conseguir. Se atormenta sin cesar por lo que no tiene y no disfruta con paz de lo que posee” (Tratado del amor a Dios, 18)[4].
Por otro lado, el dolor es inherente al deseo. Puesto que el deseo tiende a un bien ausente, su falta se siente como pena. La obtención del bien deseado, si bien resuelve el deseo, deja al mismo tiempo una cierta insatisfacción. Nada sacia del todo. Cuando la satisfacción parcial supera la medida de una potencia, provoca fastidio, y la multiplicación de los objetos de deseo, así como la repetición excesiva del acto placentero, conducen al hastío; por lo cual, hay también una forma de insatisfacción por exceso.
“Resulta que nunca consiguen lo que desean -sigue diciendo agudamente San Bernardo- porque en estas cosas nunca existe lo absolutamente bueno y perfecto. Lo cual no es nada extraño. Es imposible que encuentre felicidad en las realidades imperfectas y vanas quien no la halla en lo más perfecto y absoluto. Por eso es una gran necedad y locura anhelar continuamente lo que no puede saciar ni aquietar el apetito”[5].
Tarde o temprano el hombre cae en la cuenta de que su deseo está extraviado y que necesita ser reorientado hacia su verdadera meta. La insaciabilidad del deseo pone en evidencia que el ser humano ‘deseante’ es mayor que cualquier bien perecedero que pueda ser objeto de su deseo y también mayor que el conjunto de todos los bienes finitos. El deseo humano anhela una satisfacción absoluta y por lo tanto anhela un bien de naturaleza diversa a todo que es material, caduco o transitorio.
La experiencia del deseo plantea la paradoja humana en su punto más radical: o bien el deseo se resuelve finalmente en la muerte, como única situación de reposo absoluto dentro del horizonte de la existencia, y en ese caso, el deseo llevaría en último término a la aniquilación del ser humano[6], o bien, existe algún bien cuya consistencia no sea limitada y caduca, un bien infinito capaz de saciar la infinita sed que mueve la vida humana. Si existe este bien infinito, este es el que resuelve el enigma humano salvando al hombre del absurdo y de la desesperación. Si existe este bien infinito, éste es el objeto absoluto del deseo y al mismo tiempo, en cuanto bien supremo, es el objeto principal de la esperanza.
Manteniéndonos pues en el plano existencial y fenomenológico, sin recurrir a un presupuesto dogmático, podemos concluir que el deseo humano vivido en su radicalidad fontal remite, llama, añora, convoca la existencia de un ser infinito personal, del cual el deseo sería eco, reflejo, vestigio y testimonio. Como dos partes de un mismo sello, el deseo humano clama por aquello que es su forma, aquello que lo completa y en quien encuentra sentido la existencia del hombre en cuanto tal. El deseo humano es la prueba existencial más cabal e irrefutable de la existencia de un ser infinito del cual provenimos y a quien tendemos anhelantes.
Continuará
[1] Ponencia dada en las XI Jornadas Nacionales de Filosofía Medieval organizadas por el Centro de Estudios Eugenio Pucciarelli de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, bajo el tema: “Motivos de Esperanza en el pensamiento medieval”, Buenos Aires, 19 al 22 de abril de 2016. La autora es monja en el Monasterio Trapense de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina y colabora en la difusión de la postulación de Santa Gertrudis al doctorado de la Iglesia, en América Latina.
[2] La edición crítica latina de las obras completas de santa Gertrudis es: Gertrude d´Helfta, Œuvres Spirituelles, Tomo I, Les Exercices, Sources Chrétiennes N° 127, Paris, Du Cerf 1967; Tomo II: Le Héraut Livres I et II, Sources Chrétiennes N° 139, Paris, Du Cerf, 1968; Tomo III: Le Héraut Livre III, Sources Chrétiennes 143, Paris, Du Cerf, 1968; Tomo IV: Le Héraut Livre IV, Sources Chrétiennes 255, Paris, Du Cerf, 1978; Tomo V: Le Héraut Livre V, Sources Chrétiennes 331, Paris, Du Cerf, 1986. Versión en español: Los Ejercicios, Burgos, Monte Carmelo, 2003; El Mensajero de la Ternura Divina. Experiencia de una mística del siglo XIII, Tomo I (Libros 1-3) y Tomo II (Libros 4-5), Burgos, Monte Carmelo, 2013.
[3] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II q. 40 a. 7 objeción 2; BAC, Madrid, 1989, Tomo II, p. 333.
[4] San Bernardo, Obras completas, BAC, Madrid, 1983, Tomo I, p. 327.
[5] Ibídem.
[6] Freud intuyó que la satisfacción del deseo en forma absoluta llevaría a la muerte, al constatar que no podía explicar toda la realidad psíquica por el principio del placer. En sus escritos tardíos barajó la hipótesis de una pulsión de muerte, aún hoy no admitida universalmente por sus discípulos. Pero su intuición es fenomenológicamente aguda: la pulsión de placer solo logra obtener un reposo momentáneo y parcial focalizado en el órgano sexual y por eso la pulsión renace continuamente. El reposo absoluto solo puede obtenerse en la muerte. El deseo y el dolor son dos realidades concomitantes. Siempre hay dolor en el deseo y todo placer implica una cuota de insatisfacción. De ahí que, para Freud, la pulsión de placer solo encontraría su explicación final si se admite también una pulsión de muerte (Cfr. Sigmund Freud, Más allá del principio del placer, Obras Completas, XVIII, 1920, 1-62. Buenos Aires, Amorrortu, 1976).