VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
XXII.1. GREGORIO: En otra ocasión un hombre piadoso le pidió que enviara a una de sus posesiones cerca de la ciudad de Terracina, a algunos de sus discípulos para fundar un monasterio. Benito accedió a sus ruegos y, después de designar a los hermanos, instituyó al abad y al que debía ser su prior. Al despedirlos, les hizo esta promesa: “Vayan, y tal día llegaré yo y les indicaré el lugar donde deberán edificar el oratorio, el refectorio de los hermanos, la hospedería y todo lo que sea necesario”. Recibida la bendición, los hermanos partieron de inmediato. Esperando ansiosamente el día indicado, prepararon todo lo que les pareció necesario para los que pudieran llegar con el Padre tan venerado.
2. Pero en la noche del día convenido, antes del rayar el alba, el hombre de Dios se apareció en sueños al monje a quien había constituido abad de aquel lugar y también a su prior, y les indicó con toda exactitud los diferentes sitios donde debía edificarse cada recinto. Al despertar, se contaron el uno al otro lo que habían visto. Pero no queriendo dar del todo crédito a un sueño, seguían esperando la visita prometida del hombre de Dios.
3. Como el hombre de Dios no se presentó en el día señalado, se volvieron donde él con tristeza y le dijeron: “Padre, esperamos que fueras conforme a lo prometido, para indicarnos dónde debíamos edificar, y no fuiste”. Él les dijo: “¿Por qué, hermanos, por qué dicen esto? ¿Acaso no fui como lo había prometido?”. Al preguntarle ellos: “¿Cuándo fuiste?”, respondió: “¿Acaso no me aparecí a los dos mientras dormían y les indiqué cada uno de los lugares? Vuelvan, y construyan el monasterio como les indiqué en la visión”. Ellos, al escuchar esto, quedaron sobremanera admirados, y regresando a la referida propiedad, construyeron todas las dependencias según les había sido revelado.
4. PEDRO: Quisiera que me aclares cómo pudo ser que él haya ido tan lejos a darles una respuesta mientras dormían, y que ellos en sueños lo oyeran y reconocieran.
GREGORIO: Pedro, ¿por qué indagar cómo se dieron los hechos, dudando de ellos? Resulta evidente, por cierto, que el espíritu es de una naturaleza más ágil que el cuerpo. Así sabemos con certeza, por el testimonio de la Escritura, que el profeta Habacuc fue arrebatado desde Judea y colocado al instante con su comida en Caldea. Con ella le dio de comer al profeta Daniel, encontrándose al momento de nuevo en Judea (cf. Dn 14,33 ss.). Si, pues, Habacuc pudo ir en un momento tan lejos corporalmente y llevar la comida, ¿por qué admirarse de que el Padre Benito haya podido trasladarse en espíritu y mostrar lo necesario a los hermanos mientras dormían, y que, así como aquél fue corporalmente a llevar el alimento del cuerpo, éste fuera espiritualmente a llevarles una instrucción para la vida espiritual?
5. PEDRO: Confieso que el acierto de tu exposición hizo desaparecer las dudas de mi mente. Quisiera ahora saber, cómo se mostró este hombre en su manera habitual de hablar.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
El evento que constituye el objeto de la última profecía -una visita realizada en un sueño- es todavía más raro que la cardiognosis narrada previamente. Sólo es posible hallarle un antecedente: la aparición nocturna de Juan Licópolis a una mujer a la que no había querido recibir(1). Así, este tercer relato de nuestro pequeño grupo de milagros, nos conduce de nuevo al gran monje-profeta egipcio, que ya habíamos encontrado en el primer relato.
Juan de Licópolis se había mostrado en un sueño a una persona que había insistido mucho para verlo. Siendo incompatible tal deseo con su propósito de no ver a ninguna mujer, encontró ese medio extraordinario de satisfacerla sin faltar a su regla. En el transcurso de esa visión nocturna, le dio a la mujer todos los consejos que ella necesitaba, incluida la curación que deseaba obtener de él.
El milagro de Juan respondía a una especie de necesidad. Se trataba, para el santo monje, de conciliar dos obligaciones opuestas: la caridad hacia una mujer enferma y venida de lejos para verlo -su marido aseguraba que moriría si no conseguía la audiencia-, y la fidelidad a su propósito de reclusión. Por el contrario, el milagro de Benito no tiene un motivo aparente. ¿Por qué el abad de Montecasino no podía ir a Terracina de la manera ordinaria para visitar su fundación? Al no decirlo, Gregorio parece narrar un prodigio gratuito, realizado por Benito por el simple placer de hacer un milagro.
¿El santo abad había tomado como regla no dejar nunca su monasterio, en cierto modo a semejanza de Juan, que vivía en reclusión sobre su montaña? No es algo imposible. La Vida de los Padres del Jura y Gregorio de Tours nos dan a conocer a muchos abades reclusos, y ya el archimandrita Eutiques de Constantinopla, el heresiarca que iba a ser condenado por el Concilio de Calcedona (451), había rechazado comparecer ante sus jueces por causa de su resolución de no salir jamás de su monasterio, considerado como su “tumba”. Nuestro santo tuvo que tratar un caso similar, el del ermitaño Martín de Monte Massico, que se había encadenado a la pared rocosa de su gruta. Aconsejándole abandonar esa cadena de hierro y no tener otra que la “de Cristo”, Benito lo había invitado a espiritualizar su ascesis, no a abandonarla(2). ¿Acaso se habría atado a sí mismo por un compromiso de esas características? De hecho, se comprueba que jamás dejó ese lugar, a no ser para recibir a su hermana a poca distancia del monasterio.
Esta hipótesis de una suerte de voto de clausura es la única que disipa la impresión de que la visita en sueño a Terracina fue un milagro de lujo, pero Gregorio, por su parte, no hace nada para sugerirlo. Por el contrario, su relato ofrece una especie de puja en relación con el prodigio de Juan: éste se había mostrado a una sola persona; Benito se aparece a dos superiores de Terracina. Este fenómeno de la doble visión, que recuerda diversas escenas hagiográficas y se volverá a encontrar en la muerte de Benito, refuerza el milagro de la visita en sueños. Acumulando todas las formas de lo maravilloso, el héroe de Gregorio se coloca por encima incluso del profeta extremadamente célebre que era Juan de Licópolis.
Ya sea que suponga, o no, el propósito de no salir, nuestro relato muestra en todo caso que Benito tenía interés en las construcciones. No sólo el abad fundador designa al superior de la fundación y a su segundo -¿este último no debía, según la Regla benedictina, ser nombrado por el superior local?-, sino que también se reserva el trazado del plano de las edificaciones. Este interés arquitectónico recuerda la desolación de Benito cuando conoció la futura ruina de Montecasino: “Todo este monasterio que he construido...”: Ambos episodios dejan entrever un genio constructor a quien los edificios no le son indiferentes.
La fundación de Terracina será, en el Libro IV, el escenario de una visión a distancia. Cierto monje Gregorio recibirá, durante una comida, el anuncio de la muerte de su hermano, el monje Especioso, ocurrida en ese momento en la lejana Capua(3). Así, el último episodio profético de la Vida de Benito ofrece el marco para un relato ulterior. La galería de los milagros de profecía se concluye con una especie de ventana, que se abre sobre el inmenso horizonte escatológico del último Libro de los Diálogos.
Pero incluso si no llega hasta esta perspectiva final, la mirada del lector es conducida por un instante lejos de Montecasino. Es hermoso que los hechos de profecía se terminen con un viaje en espíritu. Como esta sección estaba precedida por la fundación de Casino, así ella se acaba con la de Terracina. De esa forma esta última se encuentra en la bisagra de los milagros de profecía y los de poder, en la mitad del período casinense.
Para que sirviera de conclusión a toda la sección profética, el excursus que cierra nuestro relato reviste un significado particular. Comparando a Benito con Habacuc, Gregorio no juega solamente su juego habitual: igualar a su héroe con los santos de la Escritura, para elevarlo incluso por encima de ellos. De modo especial, tanto por su nota espiritual como por su posición final, la presente comparación recuerda el trozo que concluía la gesta de Subiaco -Benito lleno del espíritu de todos los justos, es decir del Espíritu de Cristo(4)-, y anuncia la última página del Libro, donde Gregorio, partiendo de los milagros póstumos de Benito y los mártires, se elevará hasta Cristo, que ha dicho del Espíritu Santo: “Si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito”(5). Bajo formas diversas, estas tres conclusiones conducen a la misma realidad suprema: la vida del Espíritu, derramada en la tierra por Cristo.
El paralelo de Habacuc y Benito es mucho más que una reflexión ingeniosa sobre el cómo del milagro de Terracina. Bajo la aparente ingenuidad de una explicación del prodigio se oculta el designio de desembocar, al término de los milagros de profecía, en esa “vida espiritual” a la cual tiende todo el esfuerzo del Gregorio narrador, como así también el de Benito fundador. El viaje a Terracina es un viaje “en espíritu”, pero ese modo de transporte preternatural no es más que un instrumento y el signo de una realidad propiamente espiritual: la vida cristiana perfecta, en el Espíritu Santo, que va a comenzar en ese monasterio.
No es la primera vez que la historia de Habacuc y Daniel nos es presentada. Al comienzo del Libro, la habíamos entrevisto cuando Gregorio narra la visita del sacerdote a Benito el día de Pascua(6). Aquí Gregorio mismo la convierte en una figura del viaje milagroso a Terracina. En el primer caso, Benito desempeñaba el papel de Daniel y recibía, como éste, un alimento corporal. Ahora, es con Habacuc con quien se identifica, y su vuelo “en espíritu” contrasta con el desplazamiento corporal del profeta. Lo que lleva a Terracina no es un alimento terrestre. Es la vida por excelencia, la verdadera vida, esa “vida espiritual” en que consiste -tomar nota de la equivalencia- la vida monástica.
Notas:
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 134-137 (Vie monastique, 14).
(1) Historia monachorum 1, PL 21,391-392. La historia es resumida por Agustín, De cura pro mortuis 21 (hacia 421), quien dice haber sido informado por una persona que conocía a los dos esposos, pero se ve, por los términos que utiliza, que había leído la Historia.
(2) Dial. III,16,9.
(3) Dial. IV,9.
(4) Dial. II,8,9.
(5) Dial. II,38,4 (Jn 16,7). Las dos últimas palabras (spiritaliter amare) hacen pensar en las dos últimas que se leen aquí (spiritaliter pergeret). Allí, el “amor espiritual” de después de la Resurrección se contrapone a la visión corporal de antes de la Pasión. Aquí, “el viaje espiritual” del santo cristiano se contrapone al desplazamiento del profeta del Antiguo Testamento (Dn 14,32-30).
(6) Dial. II,16-7.