VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
XXIV.1. GREGORIO: Un día, uno de sus monjes, muy joven, que amaba a sus padres excesivamente, se fue a casa de ellos, luego de haber salido del monasterio sin la bendición. El mismo día que llegó, murió y fue enterrado. Al día siguiente, apareció su cuerpo fuera del sepulcro. De nuevo intentaron enterrarlo; al otro día lo encontraron otra vez, como la víspera, rechazado y privado de sepultura.
2. Acudieron entonces rápidamente a los pies del Padre Benito, y le pidieron con fuertes sollozos que se dignara concederle su gracia. En seguida, el hombre de Dios les entregó la comunión del Cuerpo del Señor y les dijo: “Vayan y pongan el Cuerpo del Señor sobre su pecho y entiérrenlo”. Así lo hicieron, y la tierra retuvo el cuerpo y no lo rechazó más. Ya ves, Pedro, cuál no sería el mérito de este hombre ante el Señor Jesucristo, que hasta la tierra rechazaba el cuerpo de aquel que no tenía el favor de Benito.
PEDRO: Si, me doy cuenta y el hecho me llena de admiración.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
El capítulo precedente (cap. 23), misterioso y fascinante, exigiría todavía mayores comentarios. En cambio, al pasar al presente y al siguiente nos encontramos ante un material menos amplio. Del primero (cap. 24), ya dijimos lo esencial: calcado sobre el episodio de las dos monjas, esta historia del joven monje es como el doblete masculino. El Evangelio también presenta dos pares de parábolas para uno y otro sexo(1), pero en orden inverso. Aquí el episodio en femenino no solamente es el primero, sino también el más largo y detallado.
Falta que provoca la ruptura con el santo, muerte súbita, castigo que oprime en el más allá a quien ha faltado, recurso de los parientes consternados al hombre de Dios, reconciliación procurada por éste a través de la Eucaristía: todos estos puntos esenciales son comunes a los dos relatos. El doblete que así forman no es menos evidente que el de aquellos que abrían y cerraban la primera serie de profecías.
A esta analogía estrecha con el relato precedente se unen los detalles que anuncian particularmente ciertos episodios del Libro IV. Allí se verá a un pecador quemado lentamente en su tumba; otro, enterrado en la iglesia, será sacado de su sepulcro y arrojado fuera del lugar santo; el cuerpo de un tercero desaparecerá, después de oírle gritar: “Me quemo”(2).
Volviendo al caso precedente de las dos monjas, notemos que la muerte súbita del culpable aparece aquí, todavía más netamente, como un castigo del cielo, pero sin ser esto mayormente señalado. Otra diferencia es que Benito significa su perdón no por un pan para ofrendar, sino por medio de una hostia consagrada. Este detalle acentúa para nosotros la rareza del hecho. Sin entrar en el uso extravagante de dar la Eucaristía a los muertos, del que hemos hablado en otro lugar(3), observemos que el pan consagrado parece circular libremente entre manos que no son las de los sacerdotes: Benito sin duda no lo es, y tampoco los parientes del joven.
Nos es difícil representarnos esta situación, común en la Iglesia antigua, de laicos disponiendo a su antojo de las especies eucarísticas recibidas en la liturgia. Entre los numerosos hechos que la atestiguan, recordemos al menos este: hacia el inicio del otoño de 519, el obispo Doroteo de Tesalónica hizo distribuir la comunión en grandes cantidades, en virtud de una persecución que se anunciaba; así los fieles tendrían la posibilidad, en ausencia de sus pastores, de comulgar durante largo tiempo(4). Excepcional únicamente por su abundancia, esta distribución en vistas a la comunión en el domicilio era en sí misma algo normal. En todo tiempo la Eucaristía recibida en la Misa podía ser enteramente consumida allí mismo, o bien reservada en parte por el comulgante para un uso posterior, que quedaba a su criterio.
Notas:
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 148-150 (Vie monastique, 14).
(1) Lc 13,18-21 (el hombre que siembra el grano de mostaza; la mujer que pone levadura en la masa); 15,4-10 (el hombre de las cien ovejas; la mujer de las diez dracmas).
(2) Dial. IV,33,3; 55,2; 56,1-2. Según Gregorio de Nacianzo, Sermón 21,33, el cuerpo de Juliano el Apóstata fue igualmente arrojado de su tumba por un temblor de tierra.
(3) Nota a Dial. II,23,2 (SCh 260, pp. 211-212).
(4) Collectio Avellana 186,4 (Indiculus del obispo Juan); 225,7 (Suggestio del obispo Germán).