Inicio » Content » GREGORIO MAGNO: "LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS" (Capítulo XXXII)

 

 

VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
 
XXXII.1. Cierto día en que el Padre Benito había salido con los hermanos a trabajar en el campo, llegó al monasterio preguntando por él, un campesino, transido de dolor, que llevaba en brazos a su hijo muerto. Cuando le dijeron que el Padre se encontraba en el campo con los hermanos, al instante colocó a su hijo muerto frente a la puerta del monasterio y, alterado por el dolor, se fue corriendo rápidamente en busca del Padre venerable.

2. Pero a esa misma hora, el hombre de Dios regresaba ya con los hermanos del trabajo del campo. Apenas lo divisó, el desdichado campesino empezó a gritar: “¡Devuélveme a mi hijo, devuélveme a mi hijo!”. Al oír estas palabras, el hombre de Dios se detuvo y le dijo: “¿Acaso fui yo el que te quitó a tu hijo?”. A lo que aquél respondió: “Ha muerto. ¡Ven y resucítalo!”. Apenas el servidor de Dios oyó esto, se entristeció profundamente y dijo: “¡Apártense, hermanos! ¡Apártense! Esto no nos incumbe a nosotros, sino a los santos apóstoles. ¿Por qué quieren imponernos una carga que no podemos soportar?” (cf. Hch 15,10). Pero el campesino, abrumado por el excesivo dolor, persistió en su demanda, jurando que no se iría si no resucitaba a su hijo. De inmediato el servidor de Dios le preguntó: “¿Dónde está?” (cf. Jn 11,34). A lo que él respondió: “Su cuerpo yace frente a la puerta del monasterio”.

3. Cuando el hombre de Dios llegó allá junto con los hermanos, se puso de rodillas, se acostó sobre el cuerpecito del niño (cf. 2 R 4,34-35), y luego levantándose, elevó sus manos hacia el cielo y dijo: “Señor, no mires mis pecados sino la fe de este hombre que pide que su hijo sea resucitado, y devuelve a este cuerpecito el alma que le quitaste”. Apenas había terminado las palabras de la oración, cuando el alma del niño regresó a su cuerpecito, estremeciéndose éste de modo tal, que todos los presentes pudieron ver con sus propios ojos cómo palpitaba temblando por esa sacudida milagrosa. En seguida lo tomó de la mano y lo entregó vivo y sano a su padre.

 
4. Resulta evidente, Pedro, que no tenía el poder de obrar este milagro. Por eso imploró, postrado, la facultad de realizarlo.

PEDRO: Consta manifiestamente que todo es como dices, porque estás probando con hechos las palabras que antes propusiste. Pero te ruego que me digas si los hombres santos pueden todo lo que quieren y consiguen todo lo que desean obtener.
 
 
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
 
Cuando se pasa a la resurrección del niño, se ven aparecer lazos de unión entre los dos relatos. Como la víctima de Zalla, el padre del niño es un campesino. Como la liberación del prisionero, la resurrección se produce en la puerta del monasterio. De estos dos puntos comunes, el primero es sin duda el más significativo. El fin del período casinense hace aparecer de nuevo en escena a los rustici que frecuentaban esos lugares al llegar Benito. Privados de sus ídolos y evangelizados, ahora retornan para recibir los beneficios, incluso temporales, del hombre de Dios.
 
Pero hay también otro broche, menos aparente, que une los dos milagros. A propósito del primero, citamos en su momento un antecedente: la liberación de los prisioneros debida al obispo Fortunato de Todi, héroe del final del Primer Libro de los Diálogos. En varios aspectos esa liberación se parece a la del campesino desatado por Benito: como ese pobre hombre, los dos niños liberados por Fortunato estaban en manos de un Godo, y como Zalla, éste entra en razón al caerse del caballo. Pero más curioso todavía es el hecho que esa liberación de los cautivos es seguida inmediatamente de una resurrección. El anciano de Todi que informa a Gregorio tiene estas dos historias en su bolsa. Algunos días después de la primera, narra la segunda(1).
 
Estos dos relatos debidos al mismo narrador no sólo forman una secuencia análoga al par de milagros que estudiamos. Los modos de proceder del taumaturgo ya son, en sustancia, los que constituyen el objeto de la tesis aquí desarrollada: para liberar a los niños cautivos Fortunato profiere una simple amenaza, que se muestra de inmediato tremendamente eficaz, mientras que para resucitar al muerto, ora. Sin poner en evidencia este contraste, Gregorio presenta allí un milagro realizado por poder y otro obtenido por la oración.
 
Estos dos últimos prodigios de Fortunato se parecen extrañamente, por su naturaleza y modo de realización, a los dos últimos milagros de Benito. ¿Será entonces que al reflexionar sobre este antecedente Gregorio llegó a construir la presente tesis? Se podría explicar así que la haya ilustrado con dos grandes hechos que corresponden muy exactamente a los del obispo de Todi.
 
Aún en el detalle, en efecto, la resurrección realizada por Benito tiene semejanza con la operada por Fortunato. El pedido del padre del niño es el mismo que aquel de las hermanas del laico Marcelo: “Ven a resucitarlo”, y la respuesta del taumaturgo es también la misma: “Váyanse…”. Como Fortunato, aunque por un motivo diferente, Benito estaba “triste”. Y si la resurrección del hijo del campesino no está, como la de Marcelo, calcada sobre la resurrección de Lázaro, es a ésta que hace pensar la última pregunta de Benito: “¿Dónde está?”.
 
Por otros rasgos, sin embargo, esta resurrección del Libro Segundo se asemeja más a aquella que realiza el monje Libertino (Libertinus), que aparece en el inicio del Libro Primero(2). Allí, como aquí, el muerto es un niño: Libertino es conjurado por la madre, Benito por el padre, con el mismo juramento. Genuflexión, manos tendidas hacia el cielo, retorno del alma al pequeño cuerpo, luego el santo lo toma de la mano para devolverlo vivo a aquella o aquel que lo trajo: todos estos detalles son comunes a los dos relatos.
 
Pero leyendo la historia de Libertino y la de Benito, muchos otros vienen a la memoria. Ante todo el gran milagro de san Martín sobre la ruta de Chartres, narrado por Sulpicio Severo en sus Diálogos(3). Como Libertino, Martín está de viaje, y como Benito, obra delante de una asistencia numerosa. Como en los dos relatos gregorianos, el muerto es un niño; como en el primer relato, es traído por su madre; al igual que en el segundo, ella le dice al santo: “Devuélveme a mi hijo”. Genuflexión, oración, restitución del niño vivo a su madre, Martín hace todo esto como lo harán los dos monjes italianos.
 
Un rasgo particularmente interesante del episodio martiniano es la conclusión que saca Severo: Martín se ha asemejado a los apóstoles y a los profetas. De estos últimos hablaremos en un instante. En cuanto a la referencia a los apóstoles, ella anuncia la protesta de Benito cuando se le exige que resucite al niño: “¡Apártense, hermanos! ¡Apártense! Esto no nos incumbe a nosotros, sino a los santos apóstoles”. Que la resurrección de los muertos sea un milagro propiamente “apostólico”, es una idea firme tanto en Sulpicio Severo como en Gregorio(4). Ella se fundamenta no sólo sobre los milagros de los grandes apóstoles relatados en el libro de los Hechos -recordemos que aquel de Pedro acaba de ser evocado expresamente por Gregorio-, sino también sobre la palabra de Cristo a los Doce enviados en misión(5). Por lo demás, al poner en labios de nuestro santo esa protesta de indignidad, Gregorio le reconoce implícitamente el carácter apostólico que él rechaza. Como Martín, Benito se muestra de hecho como un hombre “poderoso y verdaderamente apostólico”, un digno émulo de los apóstoles.
 
Importante para la significación que le da al milagro, es esa relación con los “santos apóstoles” sin mayores aclaraciones en el relato mismo. Entre la resurrección de Tabitá por Pedro y la del niño por Benito, los puntos de contacto son poco significativos, y la resurrección del joven Eutico por Pablo, si bien más próxima a nuestro relato, no se le parece particularmente. En cambio, las resurrecciones efectuadas por los dos grandes profetas, Elías y Eliseo, inspiran de forma manifiesta a nuestro hagiógrafos monásticos(6).
 
Algunos rasgos de la historia de Benito -pedido del padre, marcha del santo hacia el niño, “incubación” sobre este- hacen pensar especialmente en Eliseo, pero las analogías con Elías son mayores. Como este último Benito profiere en alta voz una oración que el narrador refiere textualmente, y esta súplica sigue al gesto de incubación, para proceder inmediatamente a la reanimación. Este orden de los sucesos tiene su importancia: para verificar la tesis de Gregorio era necesario que el milagro apareciese como el resultado de la oración. Así, a imitación de Elías y a diferencia de Eliseo, Benito reza después de haberse acostado sobre el niño, justo antes de obtener la resurrección. Además, al hablar del “retorno del alma” del niño” y que el santo “lo entrega a su padre”, Gregorio se hace eco de la gesta de Elías de modo inequívoco.
 
Comparado a estos antecedentes proféticos, el milagro de Benito se presenta algo más solemne y más dramático. Ya sea que se trate del diálogo inicial, de la oración del taumaturgo o del retorno a la vida del niño, todo es más patético y espectacular. La escena sucede en el exterior, asiste la entera comunidad(7). Esta publicidad contrasta con la discreción e intimidad que envolvían los milagros de los dos profetas, realizados ambos en una habitación, a puerta cerrada.
 
El mismo contraste se observa al comparar esta resurrección con la primera de la Vida de Benito, operada por el santo en sus inicios en Montecasino. Aquella, si se recuerda, fue contada de una forma voluntariamente sobria, con el deseo manifiesto de no darle demasiado relieve. Como los milagros de Elías y Eliseo, se efectuó lejos de las miradas, en una celda cerrada, y la reanimación del cadáver, en lugar de ser dramatizada como aquí, era apenas indicada.
 
Tratando de forma tan diversa estos dos milagros semejantes, Gregorio sin duda reserva para el final el relato sensacional que corona la carrera de Benito. Esta resurrección, el último de los milagros realizados por él, es también el más grande de todos. Igualándose, según propia confesión, a los santos apóstoles, el abad de Montecasino se ubica al mismo tiempo en la línea de los más célebres taumaturgos.
 
Porque resucitar a los muertos no es algo que hacen todos los santos. Ni a Antonio, ni a Pacomio, ni a Hilarión, ni a ninguno de los tres abades del Jura -para no mencionar a Agustín y Fulgencio- se les atribuye semejante prodigio. Si el obispo Espiridón de Chipre y el abad Macario de Egipto hicieron hablar a los muertos(8), con todo la primera hagiografía oriental habitualmente no se atrevió a conferir a sus héroes tan gran poder. Fue Sulpicio Severo el primero, con la confesa intención de poner a Martín por encima de los santos monjes de Oriente(9), quien atribuyó al monje de Ligugé dos resurrecciones y al obispo de Tours una tercera(10). Sobre esta huella, los biógrafos de Ambrosio, Germán, Severino y Cesáreo han narrado hechos análogos(11).
 
Gregorio mismo, en el Libro Primero de los Diálogos, celebra a tres hombres de Dios que resucitaron muertos, y a otro, sino a dos, en el Libro III(12). En cuanto a la Vida de Benito, ella contiene dos resurrecciones, al igual que la de Martín, pero en lugar de estar una luego de otra hacia el comienzo de la biografía, como los dos prodigios de Ligugé, esas resurrecciones realizadas por Benito su ubican al comienzo y al final de la segunda mitad de su existencia. Así, separados por toda la extensión del período casinense, estos dos milagros mayores se corresponden sin repetirse, el primero anuncia discretamente y confiere valor al segundo.
 
Para terminar, es importante captar bien el sentido de esta segunda resurrección, el anteúltimo de los doce milagros de poder. Por una parte, aparece al mismo tiempo como la culminación del poder del santo(13) y el preludio de su caída final, el Capitolio acercándose a la Roca Tarpeya, el prodigio supremo de Benito antes de la derrota que le infligirá Escolástica: el doceavo milagro de poder será obra de su hermana, no de él. Por otra parte, resucitar no es sólo la cima de la taumaturgia, sin también un acto que toca la muerte. Como tal, la presente resurrección introduce en los últimos hechos de la Vida de Benito, concernientes todos ellos a la muerte y el más allá.
 
Notas:
 
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 178-183 (Vie monastique, 14).
(1) Dial. I,10,11-15 y 16-19. Idéntica secuencia ya en Constancio, Vida de Germán 36 (prisioneros liberados) y 38 (resurrección del hijo de Voluciano). Como en el caso de Benito, estos milagros se producen hacia el final de la vida del santo.
(2) Dial. I,2,5-6.
(3) Sulpicio Severo, Diálogos II,4-5. Las palabras de la madre (“Nosotros sabemos que eres un amigo de Dios”) anuncian aquellas de las hermanas de Marcelo: “Nosotros sabemos que tú vives como los apóstoles” (Gregorio, Dial. I,10,17).
(4) Sulpicio Severo, Vida de Martín, 7,7; Gregorio, Dial. I,10,17 (nota precedente), que hace alusión a Mt 10,8 (nota siguiente).
(5) Mt 10,8: “Resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos” (cf. Mt 11,5).
(6) 1 R 17,17; 2 R 4,18-37.
(7) O al menos “los hermanos” (o “algunos de los hermanos”). A este respecto hay que preguntarse por qué Benito pone en plural (“¡Apártense, hermanos!...”) una réplica que parece dirigirse sólo al padre del niño. ¿Estaría este acompañado por otros seculares? En todo caso, fratres no parece designar aquí a los monjes, al menos en primera línea y de forma exclusiva (¿habrán ellos unido sus súplicas a las del padre?). Si ese plural se refiere simplemente al campesino, se lo debe relacionar con el “nosotros” siguiente, que designa a Benito (puede ser que unido, él también, a los santos que seguían a los apóstoles; en todo caso, ese plural aparece sugerido por la reminiscencia de Hch 15,10).
(8) Rufino, Historia eclesiástica I (X),5; Vida de los Padres VI,2,13 (cf. Casiano, Conferencias 15,3; Historia monachorum 28; Paladio, Historia Lausíaca 17,11).
(9) Sulpicio Severo, Dial. II,5.
(10) Sulpicio Severo, Vida de Martín 7-8; Dial. II,4.
(11) Paulino, Vida de Ambrosio 28 (cf. 2 R 4,18-37); Constancio, Vida de Germán 38; Eugipo, Vida de Severino 16; Vida de Cesáreo I,28.
(12) Gregorio, Dial. I,2,5-6; 10,17-18; 12,2; Dial. III,17,2-4 (cf. 32,1). Una oración precede cada vez al milagro.
(13) Al “tomar al niño de la mano”, Benito renueva el gesto de Cristo (Mt 9,25). Cuando el campesino lo recibió de él, este lenguaje supone que el hombre de Dios es culpable, como Dios mismo, de haberle quitado el niño (2) o su alma (3). Como si se tratase del otro niño, de cuya muerte Benito misteriosamente es responsable (Dial. II,24,1).