Inicio » Content » GREGORIO MAGNO: "LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS" (Capítulo XXXV)
 
VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
 
 
XXXV.1. En otra ocasión, Servando, diácono y abad del monasterio que había sido construido hacía tiempo por el patricio Liberio en la región de Campania, fue a visitar a Benito según su costumbre. Como también él era un hombre lleno de la doctrina de la gracia celestial, a menudo acudía al monasterio de Benito con el fin de transmitirse mutuamente dulces palabras de vida, pues ya que no podían gozar plenamente del suave alimento de la patria celestial, al menos lo pregustaran suspirando por él.

2. Al llegar la hora del descanso, el venerable Benito subió a la parte superior de su torre, y en la parte inferior se instaló el diácono Servando. Una escalera comunicaba la parte inferior de la torre con la superior. Delante de la torre había una habitación más grande, donde descansaban los discípulos de ambos. Mientras que los hermanos aún dormían, el hombre de Dios Benito, solícito en velar, adelantaba la hora de la oración nocturna, y de pie junto a la ventana rezaba al Señor todopoderoso. De repente, en esas altas horas de la noche, vio difundirse desde lo alto una luz que ahuyentaba las tinieblas, brillando con tal fulgor que en medio de la oscuridad de la noche su resplandor era más potente que la luz del día.

3. A esta visión siguió algo del todo maravilloso: según él mismo contó después, apareció ante sus ojos el mundo entero como concentrado en un rayo de sol. Mientras que el venerable Padre dirigía su mirada atenta hacia este resplandor de luz deslumbradora, vio cómo el alma de Germán, obispo de Capua, era llevada al cielo por los ángeles en una esfera de fuego (cf. Lc 16, 22).

4. Entonces, queriendo procurarse un testigo de milagro tan extraordinario, llamó con voz fuerte al diácono Servando, repitiendo su nombre dos o tres veces. Aquel, confundido a causa del insólito grito de tan santo hombre, subió y miró, llegando a divisar solo una tenue estela de luz. Él se quedó turbado ante prodigio tan excepcional, y el hombre de Dios le contó por orden lo sucedido, dando en seguida aviso al piadoso Teoprobo, de la villa de Casino, para que enviara aquella misma noche un mensajero a la ciudad de Capua, con el fin de averiguar y notificar las últimas novedades respecto del obispo Germán. Y así se hizo. El que había sido enviado encontró ya muerto al reverendísimo obispo Germán, e indagando minuciosamente se enteró de que su muerte había acaecido en el mismo instante en que el hombre de Dios lo viera ascender a la gloria.

5. PEDRO: ¡Es un hecho en extremo estupendo y admirable! Pero eso que dijiste de que ante su mirada se presentó el mundo entero como concentrado en un solo rayo de sol, al no haberlo experimentado nunca, tampoco alcanzo a imaginármelo. ¿Cómo es posible que el mundo entero pueda ser visto por un solo hombre?

6. GREGORIO: Fíjate, Pedro, en lo que te digo: para el alma que ve al Creador, toda creatura es pequeña. Por poco que haya visto de la luz del Creador, se le hace insignificante todo lo creado, ya que por la misma luz de la visión interior se ensancha la capacidad del alma y de tal modo se dilata en Dios que se hace superior al mundo. Más aún, la propia alma del que contempla se eleva por encima de sí misma y cuando en la luz de Dios es arrebatada sobre sí, se dilata interiormente, y mientras mira desde lo alto lo que queda debajo de ella, comprende qué pequeño es lo que no podía comprender cuando estaba abajo. Por consiguiente, el hombre que veía la esfera de fuego y también a los ángeles subiendo al cielo, sin duda no pudo hacerlo sino a la luz de Dios. ¿Por qué, entonces, admirarse de que haya visto el mundo concentrado delante de sí el que, elevado por la luz del espíritu estaba fuera del mundo?

7. Al decir que el mundo quedó concentrado ante su mirada, no queremos decir que el cielo y la tierra se hubieran reducido, sino que el alma del que contemplaba se había dilatado y, extasiada en Dios, pudo ver sin dificultad todo lo que está por debajo de Dios. A aquella luz que brillaba ante sus ojos exteriormente, correspondió una luz interior en su espíritu que, al arrebatar el alma del contemplativo hacia las realidades superiores, le mostró qué limitadas eran todas las cosas de aquí abajo.

8. PEDRO: Pienso que me resultó útil el no haber entendido lo que habías dicho, pues a causa de mi lentitud intelectual se hizo más prolija tu explicación. Pero ya que me hiciste comprender estos razonamientos con toda claridad, te ruego que vuelvas al orden de la narración.
 
 
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
 
Este episodio en que el alma de Benito llega a la cumbre de sus experiencias terrestres, se asemeja singularmente al precedente. Los dos relatos siguen aproximadamente el mismo esquema: visita de un amigo espiritual -en este caso el abad-diácono Servando, en el anterior Escolástica, monja y hermana del santo-, larga conversación sobre la vida futura durante el día, a la tarde, prodigio o durante la noche, visión a distancia de un alma de difunto que sube al cielo, constatación del fallecimiento por medio de mensajeros enviados a tal fin.
 
Sin embargo, el presente episodio se distingue por numerosas características, de las que por lo menos debemos subrayar algunas. En primer lugar, el milagro se produce a favor de Benito, no contra su voluntad y su visitante no es el agente sino un simple testigo subsidiario: luego de la derrota infligida por su hermana, el santo recobra aquí todo su prestigio. Además, a diferencia de la tormenta que había desencadenado la oración de Escolástica en un cielo sereno para impedir a Benito que saliera, esta luz en la noche llega como una gracia inesperada, no solicitada, que llena los ojos con su esplendor, sin intentar otro efecto más que la iluminación contemplativa del vidente. Finalmente, esta visión maravillosa termina con la vista de la elevación de un alma al cielo: este espectáculo de ascensión celestial no se presenta tres días después del prodigio cósmico, sino en su mismo interior.
 
En efecto, la gran visión de Benito tiene un triple objeto: la luz nocturna más brillante que el día, el mundo entero concentrado como un punto bajo el rayo luminoso, el alma llevada al cielo por los ángeles en una bola de fuego. A juzgar por el comentario de Gregorio, el motivo central es el más importante. Lo que hay que explicar es cómo pudo Benito ver con una sola mirada al universo creado. La luz del Creador, en la que el alma se dilata inmensamente, nos da la explicación. En cuanto al alma de Germán llevada al cielo, no es más que un detalle, aunque útil en más de un aspecto: por la relación que establece entre esta escena y sus vecinas -las asunciones de Escolástica y Benito-, por la verificación a la que se presta y que confirma la realidad del milagro, por el anuncio que contiene del Libro IV de los Diálogos, en el que el primer relato de Gregorio consiste en un recuerdo de esta visión de Benito(1).
 
En el mismo Libro II, nuestro episodio remite no solamente a los que lo rodean, sino también al comienzo de la vida del santo. Esta pequeñez del mundo visto desde arriba, nos hace pensar en el joven Benito que “desprecia” el mundo -literalmente: lo “mira desde arriba”-, tal como lo ha presentado Gregorio en su Prólogo(2). Lo que percibía el adolescente con una mirada de fe cuando abandonó Roma, el santo, que ha llegado a la perfección, ahora lo ve, por medio de un milagro bajo el resplandor de la luz divina.
 
Además, esta visión que arrebata y transporta a Benito por encima de sí mismo, también está anunciada en los primeros capítulos. Al comentar el habitavit secum, Gregorio previó estas “salidas fuera de sí”, por encima de sí, en el arrebato y el éxtasis(3). Esta gracia final de la contemplación, concedida a Benito en pleno abadiato casinense, lleva a un pináculo inesperado los vuelos que parecían reservados a la soledad de Subiaco.
 
Para terminar estas observaciones sobre la ubicación de nuestro relato, notemos que ésta no corresponde para nada a la fecha del acontecimiento. En efecto, sabemos que un tal Víctor sucedió al obispo Germán en la sede de Capua, a comienzos de 541. En esa época, Benito estaba todavía lejos de la muerte, ya que su conversación con el obispo de Canosa sobre la entrada de Totila en Roma y sobre la destrucción de la Ciudad, relatada mucho antes(4), parece situarse en 547. Al colocar esta visión al final de la biografía, entre la muerte de Escolástica y la de Benito, Gregorio sugiere por lo tanto una fecha bastante más tardía que la real. El lugar asignado al episodio corresponde no tanto al orden de los acontecimientos sino a un designio literario: la analogía de la escena con los últimos días de Escolástica y de Benito la ha trasladado a ese lugar, donde significa un término magnífico para toda la carrera espiritual del santo.
 
* * *
 
Las reflexiones que terminan este capítulo, además de su excepcional belleza, tienen una característica que las ubica en un lugar aparte entre todos los excursus doctrinales de la Vida de Benito: la ausencia de referencia a la Biblia. No solamente no está citada ni una sola vez, sino que tampoco tiene ningún eco preciso en estas reflexiones. Apenas los “ángeles que suben al cielo” nos hacen pensar en la parábola del rico malo, según la cual “el pobre fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”(5). Pero esta escena ha sido muy vulgarizada por la hagiografía, por lo que la alusión del relato gregoriano al Evangelio(6) pierde su nitidez en el comentario.
 
Esta insólita ausencia de colorido escriturístico, nos invita a examinar con mucho cuidado los paralelos no bíblicos del episodio. Cada una de las tres fases de la visión -la iluminación nocturna, el mundo reducido a un punto, el alma llevada al cielo- recuerda algún antecedente que Gregorio conocía bien. Simplificando, podemos decir que la triple visión de Benito amalgama tres anécdotas diversamente célebres: la vigilia iluminada del monje Victorino Emiliano, el sueño del joven Escipión, la revelación hecha a Antonio referente al alma de Amún.
 
La primera de estas historias fue narrada por el mismo Gregorio en una de sus Homilías sobre los Evangelios(7). Un tal Victorino, de sobrenombre Emiliano, se hace monje para expiar una falta grave. La conciencia de su pecado lo estimula constantemente a llevar una vida monástica ejemplar. Se levanta antes que los hermanos y le gusta buscar la soledad en los alrededores del monasterio y rezar en las tinieblas. Un día su abad lo sigue a escondidas. Mientras Victorino Emiliano hace oración, el abad ve que de repente cae una luz sobre él de lo alto del cielo. Asustado, se retira. Al interrogar más tarde a Victorino, se entera de que el monje penitente ha escuchado una voz que acompañaba a la luz: su pecado ha sido perdonado.
 
Este último detalle falta en el relato de los Diálogos. Benito no es un gran pecador arrepentido que busca la certeza del perdón, sino un hombre de Dios que ha llegado a la cumbre de la santidad. La iluminación nocturna de la que goza como Victorino, no significa solamente la presencia y el favor de Dios. Lo arrebata en éxtasis, amplía prodigiosamente su mirada, le hace ver desde lo alto la pequeñez de toda criatura. En lugar del perdón, Benito recibe una contemplación.
 
No obstante, las dos escenas son casi idénticas. En ambas encontramos el mismo fervor que impulsa a adelantarse al oficio de vigilias con una oración solitaria, la misma luz extraordinaria en plena noche, la misma presencia de un testigo que constata el fenómeno esplendoroso.
 
Este primer antecedente, tanto por su contenido como por su origen -Gregorio conoce la historia por Maximino, antiguo abad de su propio monasterio-, no nos hace salir del mundo de los monjes al que pertenece Benito. Por el contrario, la visión del universo entero en su pequeñez nos remite a una literatura no monástica, e incluso no cristiana. Se trata esencialmente de uno de los grandes fragmentos de la literatura latina profana, de esa obra maestra de Cicerón que es el “sueño de Escipión”.
 
Para concluir su De republica, Cicerón imaginó un sueño grandioso que habría tenido Escipión Emiliano, el segundo Africano en su juventud (149 antes de Jesucristo) y que habría relatado en un círculo de amigos veinte años más tarde, justo antes de ser asesinado (año 129). Este fragmento, por su ubicación en la obra y por su relación con la muerte del héroe, se asemeja por lo tanto a la visión de Benito.
 
Pero la principal semejanza se encuentra en el hecho de que ese sueño arrebata al joven Escipión a lo más alto de los cielos, a esa vía láctea que es la residencia de las almas bienaventuradas, de los buenos servidores de la patria. Allí su abuelo por adopción, Escipión el Anciano, el primer Africano, y su propio padre Pablo Emilio, le revelan los secretos de su destino en la tierra y los esplendores del mundo celestial que le esperan cuando muera. Desde allá arriba contempla las siete esferas de los planetas y del sol que, con sus órbitas concéntricas, envuelven la tierra.
 
Esta aparece por debajo, en toda su miserable estrechez. El viejo Escipión aconseja largamente a su nieto que desvíe su mirada, la cual instintivamente desciende hacia la tierra. No, allí no se encuentra la gloria que él busca. La tierra, ya tan poca cosa en el universo, ofrece a los hombres sólo una pequeña parte para que puedan habitarla. Y de esa partecita ¿qué le corresponde a ese Imperio del que los Romanos están tan orgullosos? Que el alma de Escipión no se pierda en ambiciones tan ridículamente limitadas. Que tienda más bien, por el servicio al Estado que agrada a los dioses, a la recompensa sublime e ilimitada que recibirá un día en el campo de las estrellas(8).
 
En síntesis, éste es ese suntuoso fragmento que pone al servicio de una alta moral los múltiples recursos de una cosmología simultáneamente sabia y poética. El punto de vista astral, el decorado universal, los tiempos y los espacios desmesurados, la música de las esferas y su inmutable armonía, todo contribuye a dilatar el alma, a revelarle su divina grandeza, a desapegarla de las sórdidas codicias de la tierra.
 
La analogía del sueño de Escipión con la visión de Benito casi no tiene necesidad de ser subrayada. El motivo central del relato gregoriano -la pequeñez de las cosas bajo una mirada humana que las abarca a todas- llena ya la página de Cicerón. Sin embargo, hay una considerable diferencia. Lo que Escipión encontraba tan pequeño desde lo alto del cielo no era el mundo sino la tierra. Al reunir en un solo rayo de sol, a los ojos de Benito, “al mundo entero”, “a la creación entera”, “al cielo y a la tierra”, Gregorio amplía la experiencia imaginada por Cicerón. Alrededor de la tierra tan pequeña, el mundo aparecía ante Escipión en toda su grandeza. Bajo la mirada infinitamente dilatada de Benito, el mundo a su vez se encoge y no es más que un punto luminoso asombrosamente exiguo, como la tierra en el sueño ciceroniano.
 
Correlativamente con este cambio, el punto de mira del vidente se desplaza. Escipión contemplaba el universo desde su más elevado observatorio, aquella novena esfera con movimiento propio e idéntica al dios supremo, donde están fijas las estrellas. Benito se encuentra infinitamente más allá. Se eleva por sobre todo y por sobre sí mismo en la luz inaccesible del Dios trascendente(9). La distancia ya no es espacial sino metafísica; la experiencia ya no depende de la cosmología sino de la mística.
 
Además, el carácter y el alcance del acontecimiento se han modificado. Al sueño de Escipión dormido, sucede la visión despierta de Benito. Gregorio subraya que ésta no es una ilusión sino un hecho parcialmente verificado por testigos: Servando ve un resto de luz y el enviado Teoprobo constata el deceso de Germán. Se trata de un acontecimiento a la vez sobrenatural y real, de una irrupción de lo invisible en lo visible. El grito de Benito a la vista del fenómeno, subraya bien su carácter experimental y su potencia desconcertante: esta infracción al silencio nocturno que asombra a Servando, sólo pudo ser cometida por el santo bajo el influjo de una trastornadora sorpresa(10).
 
El comentario de Gregorio, por su parte, subraya la realidad del hecho. Lo que el autor de los Diálogos se esfuerza por explicar, es el cómo de esta visión maravillosa. Esta explicación que depende de la teología mística, contrasta con el objetivo moralizante del sueño de Escipión. El fin de Cicerón es elevar al lector, por medio de un mito sublime, hasta el desprecio de la gloria humana y a una concepción muy pura del deber. El de Gregorio es dar cuenta de una experiencia espiritual extraordinaria, cuya posibilidad trata de establecer y de la cual trata de esbozar el mecanismo. En cuanto al desapego de los bienes terrenos, Benito hace tiempo que lo ha logrado. La experiencia de la torre no apunta a curarlo, como al joven Escipión del deseo de la gloria humana, sino a poner sobre su larga vida de renuncia el sello de una revelación fulgurante, presagio de la visión gloriosa y de la condición celestial, a la que, a semejanza de la de Germán, muy pronto será admitida su alma(11).
 
Nos falta decir que tanto el lector de los Diálogos como el de De republica, no pueden dejar de escuchar un llamado al desapego para sí mismos. La “luz interior” que mostró al santo la estrechez de todo lo creado, lo hace desear. Pero tanto para él como para Benito, esa luz sólo puede ser una gracia recibida en la oración y asociada a la renuncia. Del plano de la especulación filosófica, pasamos al de la oración y la ascesis del monje.
 
Aunque el sueño de Escipión tuvo lugar mientras dormía y la visión de Benito en el transcurso de una vigilia, los dos hechos sin embargo, tienen en común la hora nocturna(12). Además, tanto una como la otra, estas noches memorables han estado precedidas por un día que las ha preparado. Así como Benito acaba de saborear, durante su conversación con Servando “el suave alimento de la palabra celestial”, también Escipión había conversado toda la noche con el rey Massinissa de su abuelo, el primer Escipión. Cuando éste se le aparece en el sueño que sigue, es un efecto normal de las conversaciones que acaban de tener lugar. En el caso de Benito, ciertamente la relación entre la conversación diurna y el acontecimiento nocturno no es tan estricta -la visión recibida sigue siendo pura gracia-, pero esos intercambios espirituales sobre el más allá, no han podido menos que predisponer al santo para la gran experiencia de la noche.
 
Por lo demás, la visión de la estrechez de las cosas no es el único punto en común del sueño de Escipión y la iluminación de Benito. El tercer elemento de esta última -la visión del alma subiendo al cielo en una esfera- también está ligado a Cicerón. Según la enseñanza atribuida a Escipión el Anciano, las almas puras vuelan al cielo. Al realizar esto, vuelven a su lugar de origen, ya que están hechas del mismo fuego que los astros, que están animados también por espíritus divinos. Este origen astral del alma humana lleva naturalmente a representarla como una esfera; y, de hecho, ésta es su forma según el estoicismo, sin hablar de las especulaciones origenistas sobre el cuerpo esférico de los resucitados. En último caso, lo que ve Benito es una transposición cristiana de esas nociones: el alma de Germán aparece en una bola de fuego y es llevada por ángeles.
 
Por lo tanto, la visión de Benito se asemeja mucho al sueño de Escipión. No es de extrañar que este fragmento de Cicerón haya influenciado la imaginación del santo -o la de su biógrafo-: pocos textos de la literatura latina son tan célebres como éste. Luego de los paganos Séneca y Macrobio(13), el cristiano Boecio había sacado una hermosa página de su Consolación, en vida del mismo Benito.
 
Sin embargo, a diferencia de todos estos autores y del mismo Cicerón, Gregorio no se entrega a una consideración detallada de la tierra y del mundo. En lugar de desplegar una geografía y una cosmología eruditas, le basta con mostrar con una palabra al mundo entero reducido a un punto, prodigio que luego alimenta su reflexión. Esta reflexión muy personal, emplea ideas típicamente gregorianas. Lo que aquí se dice, ya había sido dicho en los Morales: la mirada dilatada de Benito que abarca el universo, corresponde al espíritu profético de Job que abarcaba todos los tiempos, “porque estrecha es toda creatura para el Creador”(14).
 
Escipión, Job. ¿No deberíamos agregar, para terminar, a Agustín y Mónica? Como recordaremos, su contemplación de Ostia había tenido lugar “en la ventana”(15), igual que esta visión de Benito. La ascensión de sus espíritus más allá del mundo convertido en algo vil a sus ojos, su contacto por un instante con el Verbo eterno, su aspiración de huir del ruido de las creaturas para no oír más que a Dios solo, todo esto es profundamente semejante al arrobamiento que arrebata a Benito por encima de la creación en la luz del Creador.
 
Sin embargo, aparte del momento de contacto místico, el razonamiento de estos dos santos es dialéctico y sus deseos platónicos. Están lejos de la revelación deslumbrante que recibe Benito. En último caso, su inflamada conversación se asemeja no tanto a esta experiencia trastornadora, vivida durante la oración solitaria, sino al ferviente diálogo sobre la patria celestial que en la víspera había tenido Benito con Servando.
 
El último objeto de la visión de Benito, la asunción del alma de Germán, recuerda, como hemos visto, algunos rasgos del sueño de Escipión. Pero su modelo principal es otro. Entre los numerosos espectáculos de asunción que registra la hagiografía, el más antiguo, el del alma de Amún llevada al cielo a la vista de Antonio, es sin duda el más semejante(16), tanto más cuanto que da lugar a una verificación análoga a aquella de la que habla Gregorio.
 
Con este prototipo monástico, volvemos a la familia espiritual de Benito. Recordaremos que ya la iluminación nocturna que iniciaba su visión recordaba a la del monje Victorino. Entre estos dos objetos de contemplación que permanecen en el marco del monaquismo, la visión del mundo recogido en un solo rayo de sol aparece como un tema venido de afuera. Pero aunque ese motivo central nos hace pensar en la literatura profana, la forma particular que adquiere en la visión de Benito y en la explicación que de ella hace Gregorio, está marcada por un carácter propiamente cristiano, e incluso monástico. Lo que enseña, en la línea de toda la biografía de Benito es que, separándose de todo y buscando sólo al Creador, se adquiere no solamente un extraño poder sobre las cosas, sino también una visión divinamente ensanchada frente a la insignificancia de estas mismas cosas.
 
Notas:
 
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Tomado de: Cuadernos Monásticos 59 (1981), pp. 405-414. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 265 y 266. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
(1) Dial. II,8. Aquí, el elemento principal es la ascensión del alma de Germán.
(2) Dial. II, Prol 1: despexit... mundum.
(3) Dial. II,3,9.
(4) Dial. II,15,3.
(5) Lc 16,22.
(6) Dial. II,35,2: “el alma llevada al cielo por los ángeles”.
(7) Homilía sobre el Evangelio 34,18.
(8) Cicerón, Rep. VI,8-26.
(9) La última frase del comentario distingue “la luz exterior que brillaba ante sus ojos” de la “luz interior que estaba en su mente”. Más arriba, esta luz es llamada dos veces Dei lumen, y una vez mentis lumen, lux creatoris, lux visionis intimae.
(10) Como observa A. Pantoni, “Echi e riflessi moderni di una celebre visione di S. Benedetto”, en Benedictina 23 (1976), pp. 151-161. (ver p. 152).
(11) Lo cual recuerda la proximidad de la muerte de Escipión en el momento de su relato y las promesas de inmortalidad contenidas en su sueño.
(12) Cf. Th. Delforge, “Songe de Scipion et vision de saint Benoît”, en Revue Bénédictine 69 (1959), pp. 351-354 (ver p. 352).
(13) No pensamos que Gregorio haya leído a este autor, como quiere P. Courcelle, “La vision cosmique de saint Benoît”, en Revue des études augustiniennes 13 (1967), pp. 97-117 (ver pp. 110-114) cuyo estudio, por otra parte es fundamental. Los paralelos que indica Courcelle no son decisivos. Si Gregorio depende de alguien, es de Cicerón.
(14) Morales 4,65.
(15) Agustín, Confesiones 9,23 y 28.
(16) Atanasio, Vida de Antonio 60. La traducción de Evagrio (parágrafo 32, PL 73,153B) introduce dos menciones del cielo.