Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia XII, capítulos 4-5)

Capítulo 4. Por qué no es suficiente el empeño del esfuerzo humano para obtener la pureza de la castidad

 

La liberalidad de la gracia divina

4.1. «Es necesario, sin embargo, que admitamos que, aunque soportemos todas las restricciones de la continencia, como son el hambre y la sed, así como las vigilias, el trabajo constante y la incesante labor de la lectura, con todo, no podemos obtener, por el mérito de estos esfuerzos, la pureza perpetua de la castidad, a menos que, ejercitándonos ininterrumpidamente en ellos, seamos enseñados en la escuela de la experiencia que la incorruptibilidad nos es garantizada por la generosidad de la gracia divina.

 

La misericordia del Señor nos libra de nuestros vicios

4.2. Por esto, cada uno debe conocer que tiene que perseverar incansablemente en estos ejercicios, para que, a través de sus aflicciones, alcance la misericordia del Señor y merezca ser liberado del ataque de la carne y del dominio de los vicios prepotentes por el don divino, no porque confíe en que a través de ellos obtendrá la inviolada castidad del cuerpo que desea.

 

El deseo de la castidad es también un don del Señor

4.3. Cuanto más arde en el deseo y amor por la adquisición de la castidad, tanto como quien es el más ávido buscador de riquezas, o quien está animado por una ambición de honores supremos, o quien es arrebatado por el intolerable amor de una mujer bellísima, así anhela su deseo ser saciado con la más impaciente ansiedad. Y así sucederá que, mientras se consume con un deseo insaciable por la perpetua integridad, despreciará la comida deseable, la bebida necesaria le causará horror, e incluso el sueño, que es debido por naturaleza, será rechazado, o ciertamente será considerado, por un espíritu atónito y sospechoso, como el más fraudulento de los engañadores de la pureza, rival y enemigo a la castidad. Y así, cada uno, explorando cada mañana los efectos de su integridad, se regocija por la purificación que le ha sido otorgada, y siente que la ha alcanzado no por su propio esfuerzo ni vigilancia, sino por la protección del Señor. Y percibe que la perseverancia de este don se mantendrá en su cuerpo, mientras el Señor le conceda su misericordia.

 

Para mantenerse en la castidad es necesaria la virtud de la humildad

4.4. Quien logra mantener esta fe de manera estable, no confiará arrogante en su propia virtud, ni será seducido por la prolongada suspensión de aquel fluido obsceno, debilitándose por una halagüeña sensación de seguridad, sabiendo que se manchará inmediatamente por una impura eyaculación, si siquiera un pequeño momento se aleja de él la protección divina. Por lo tanto, para mantenerla por siempre, es necesario vigilar con oraciones incansables, con toda contrición y humildad de corazón».

 

Capítulo 5. Sobre la utilidad de los combates que se generan en nosotros por el ardor de los impulsos

 

La necesidad de luchar para mantener la castidad

5.1. «¿Pero quieren recibir sobre esta verdad que afirmamos un argumento evidente, por el cual puedan probar lo que se ha dicho y que esta lucha del cuerpo, que se considera hostil y nociva para nosotros, sea mostrada útilmente insertada en nuestros miembros? Consideren, por favor, a aquellos que son eunucos en el cuerpo, y que este es el motivo principal por el que se vuelvan perezosos y tibios en la búsqueda de las virtudes. ¿No creen que sea porque piensan que no tienen peligro de corromper su castidad?

 

El esfuerzo que se soporta con gusto

5.2. Sin embargo, nadie debe creer que he propuesto esto de tal manera que no pueda encontrarse en absoluto a ninguno de ellos con la renuncia perfecta. Por el contrario, de alguna manera, deberán superar su propia naturaleza si acaso algunos de ellos, con la más profunda determinación de su espíritu, se esfuerzan por alcanzar la palma de la perfección colocada ante ellos. El ardiente deseo de esto, al encender a alguien una vez, obligan a soportar no solo pacientemente, sino también con gusto, el hambre, la sed, la vigilia, la pobreza y todos los trabajos del cuerpo. Pues “el hombre se fatiga en sus dolores y se esfuerza por evitar su perdición” (Pr 16,26 LXX); y, nuevamente: “Para el alma necesitada, incluso las cosas amargas parecen dulces” (Pr 27,7 LXX).

 

Fomentar las alegrías espirituales

5.3. Porque los deseos de las cosas presentes no podrán ser reprimidos ni arrancados, salvo que, en lugar de estos afectos nocivos que deseamos amputar, sean introducidos otros saludables. Ninguna vivacidad de la mente puede mantenerse sin el sentimiento del deseo o el temor, el gozo o la tristeza, a menos que estos mismos se hayan transformado en algo positivo. Y por eso, si deseamos expulsar las concupiscencias carnales de nuestros corazones, plantemos en su lugar los placeres espirituales, para que así nuestra alma siempre esté unida a ellos y tenga un lugar en el que more continuamente y rechace las seducciones de las alegrías presentes y temporales.

 

El Señor sostiene nuestra pureza

5.4. Y cuando nuestra mente, cultivada mediante los ejercicios cotidianos, haya progresado a este estado, entonces percibirá por experiencia el sentimiento de ese versículo que todos, de hecho, entonamos con la habitual melodía del canto, pero solo unos pocos, los experimentados, comprenden realmente su poder: “Veré siempre ante mí al Señor: porque está a mi derecha, no vacilaré” (Sal 15 [16],8). Pues solo comprenderá el poder y el sentido de este poema de manera eficaz, quien, al llegar a esa pureza del cuerpo y del alma de la que hablamos, entiende que en todos los momentos el Señor lo preserva del riesgo de alejarse de ella y [que Él] sostiene incesantemente sus manos, es decir, sus acciones santas.

 

A la derecha del Señor

5.5. El Señor, en efecto, no está a la izquierda de sus santos, porque el hombre santo no tiene nada siniestro[1], sino que siempre está a su derecha; pero no se muestra a los pecadores y a los impíos, pues no tienen aquella parte derecha en la que el Señor acostumbra a entrar, ni pueden decir con el profeta: “Mis ojos están siempre vueltos hacia el Señor, porque Él librará mis pies del lazo” (Sal 24 [25],15). Nadie podrá declarar verdaderamente estas cosas a menos que juzgue todo lo que hay en este mundo como nocivo, superfluo o, ciertamente, inferior a las más altas virtudes, dirigiendo toda su atención, todo su esfuerzo y toda su preocupación hacia el cultivo de su corazón y la pureza de la castidad. Y así, la mente, purificada por estos ejercicios y perfeccionada por los progresos, alcanzará la santidad perfecta del cuerpo y del alma.


[1] Es decir, izquierdo.