2. Recepción y formación a la vida monástica (continuación)
«Pregunta: ¿Se debe recibir a todos los que vienen a nosotros, o hay que probarlos?; y ¿cuál debe ser esta prueba?
Respuesta: Puesto que la clemencia de Dios llama a todos, según aquellas palabras: Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré (Mt 11,28), no está exento de responsabilidad el rechazar a cualquiera que viene a nosotros. Pero no hay que ser demasiado indulgente a punto de hacer entrar a alguno en la santa doctrina con los pies sucios. Sino que así como nuestro Señor Jesucristo interrogó a aquel joven que se había presentado a él, acerca de su vida anterior, y cuando oyó que ésta había sido recta, le mandó cumplir lo que le faltaba, y después lo invitó a seguirlo[1], lo mismo también nosotros debemos averiguar acerca de la vida y conducta anteriores, no sea que alguno venga a nosotros con simulaciones ocultas y con ánimo falso. Esto se reconoce fácilmente si acepta cualquier trabajo que se le mande hacer y está dispuesto a cambiar hacia una vida de sacrificio; o también si interrogado acerca de un delito suyo no se avergüenza en modo alguno de confesarlo y recibe con gratitud el remedio que se le aplica para curarlo, sometiéndose sin vergüenza alguna a cualquier humillación, y si hay razones de utilidad, no recibe con desprecio el ser destinado a los oficios más viles y abyectos. Por tanto, una vez que se haya comprobado, mediante cada una de estas pruebas, que tiene una intención firme y un propósito estable, y un ánimo pronto, entonces conviene recibirlo. Pero antes de que sea incorporado a la comunidad es necesario imponerle algunas tareas difíciles y que los hombres del mundo consideran humillantes, y hay que observar también si las cumple de buen grado, con libertad y fielmente, y no le resulta gravoso soportar la vergüenza: y también, si se lo encuentra dispuesto y no perezoso para el trabajo» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya, Cuestión 6).