2. Recepción y formación a la vida monástica (continuación)
«Pregunta: ¿Para iniciar aquél género de vida y de conducta que es según Dios, es necesario antes renunciar a todas las cosas?
Respuesta: Al decir nuestro Señor y Salvador Jesucristo: “Si alguno quiere venir en pos de mí niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24), y de nuevo: “El que no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33), (establece) que el que viene con la intención de seguir al Señor, también debe negarse a sí mismo y tomar su cruz: es cierto que ya antes renunció al diablo y a sus obras. Pero esto suelen hacerlo no los que han progresado en la vida o los que ya tienden a la perfección, sino los que están en los primeros pasos de la vida cristiana[1].
La renuncia del hombre a sí mismo (consiste) en lo siguiente, a saber: renunciar tanto a sus hábitos anteriores y a su vida (pasada), cuanto a sus costumbres y a los placeres de este mundo, y también a los parentescos según la carne, sobre todo a aquellos que podrían impedir su propósito, considerando más bien como padres suyos a los que lo engendraron en Cristo Jesús mediante el Evangelio[2], y como hermanos a los que han recibido el mismo Espíritu de adoración, estando convencido de que todas las posesiones no son suyas. Para decirlo brevemente, aquel para quien a causa de Cristo el mundo entero está crucificado y él mismo está crucificado para el mundo[3], ¿cómo puede hacerse esclavo de los pensamientos y de las solicitaciones del mundo, cuando el Señor le manda que a causa de él renuncie hasta a la vida misma? La renuncia es perfecta en él si se mantiene totalmente alejado de las pasiones mientras aún vive en el cuerpo, pero comienza a hacer esto ante todo en las cosas exteriores[4], es decir en las posesiones, en la vanagloria y en otras cosas semejantes, de modo que primero se haga ajeno a ellas.
Esto es lo que nos enseñaron los Apóstoles Santiago y Juan, que abandonaron a su padre Zebedeo y a la misma nave en la que estaban[5]. Y también Mateo, quien, abandonando el despacho de los impuestos, se levantó y siguió al Señor[6]; él no sólo renunció a las ganancias de los impuestos, sino que también despreció el peligro, que podía provenir de las autoridades civiles por haber dado las cuentas de los impuestos incompletas y en desorden. Tanto lo pulsaba su ardiente deseo de seguir al Señor, que ya no le preocupó absolutamente ningún cuidado ni pensamiento de esta vida, porque no se debe tener ninguna consideración por el afecto hacia los padres, si estos se oponen a los preceptos del Señor ni por ningún otro deleite humano que pudiera impedirle alcanzar lo que se ha propuesto[7]; así nos lo enseña el Señor diciendo: “Si alguien viene a mi y no odia a su padre y a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Lo que es semejante a aquello que había dicho, a saber: “Que uno se niegue a sí mismo” (cf. Mt 16,24)» (Basilio de Cesarea, Regla. Versión latina de Rufino de Aquileya, Cuestión 4).
[1] Se trata de las renuncias bautismales. Cf. Sobre el bautismo,I,1: “... Primero (es absolutamente necesario) ser arrancado de la opresión del diablo, que empuja al que está poseído del pecado a los males que no quiere, y luego, después de haber renunciado a todas las cosas presentes y a sí mismo, hay que apartarse de la adhesión a la vida (mundana), haciéndose discípulo del Señor”. [2] Cf. 1 Co 4,15; Rm 8,15. El bautismo despoja al cristiano del hombre viejo y sus acciones, pone término a la naturaleza manchada por el pecado original y establece un nuevo orden de valores y una nueva forma de relacionarse con los semejantes: bienes diferentes (no más los materiales), parientes nuevos (se trascienden los vínculos de la carne). “Nos apartamos de los parientes carnales y de la participación en esta vida, como gente que... emigra hacia otro mundo” (Gandes Reglas,5). [4] “Cosas exteriores”: es decir en el grado más bajo, en el ejercicio más fácil, allí comienza el compromiso que será renuncia perfecta sólo cuando la obediencia a Cristo lo lleve, en lo concreto y cotidiano del diario vivir, hasta la muerte. “Tomar la propia cruz... significa estar preparados a morir por Cristo... no tener ninguna afección ala vida presente” (Grandes Reglas, 6). [5] Cf. Mt 4,21-22; Mc 1,19-20. [6] Cf. Mt 9,9; Mc 2,14; Lc 5,27-28. [7] La doctrina espiritual de San Basilio es fogosa, aun dentro de su gran objetividad. Por eso, con frecuencia insiste en la ardiente fuerza con que se debe tender hacia la perfección de la obediencia, en el seguimiento de Cristo. Esto es, de hecho, amar a Dios: “Empujar siempre la propia alma, por encima de sus fuerzas, a cumplir la voluntad de Dios, en la búsqueda y el deseo de su gloria (la de Dios)” (Pequeñas Reglas,221).