3. Reglas monásticas latinas anteriores a la Regla de san Benito
IX. La Regla del Maestro (continuación)
Capítulo 9: Pregunta de los discípulos: ¿Cómo los hermanos que están en silencio harán preguntas al abad? El Señor responde por el maestro:
1Cuando el freno de la taciturnidad[1] obliga a los discípulos a (retener) la palabra, mala o buena, y el maestro presente observa con atención los caminos de la licencia de ellos, 2cuando se les presentan algunas preguntas de necesaria utilidad, 3mantendrán todavía la boca cerrada y se signarán en silencio con el sigilo de la gravedad, estando ante el superior con la cabeza humildemente inclinada, y abrirán con la llave de la bendición la boca cerrada y silenciosa. 4Si dicho el primer Benedicite para pedir la palabra, aún no responde el maestro con el permiso, 5se renovará la humillación de la cabeza y solamente repetirá el Benedicite, para solicitar de nuevo la licencia del abad. 6A lo cual si esta vez no hubiera respuesta, de nuevo se inclinará el discípulo, (y) finalmente ese mismo hermano se retirará, 7para no aparecer muy insistente e inoportuno; 8regresando a su trabajo y permaneciendo todavía (como) una persona muda, 9a fin de considerar en esa misma humildad silenciosa que el abad le juzgó indigno de hablar. 10O bien el discípulo pensará que, tal vez, para probar su humildad (es) que no se ha abierto la clausura del silencio.
11Si dijimos de repetir nuevamente ese mismo solo Benedicite, para que quede solo y sin otra palabra, es para conservar por un largo tiempo una reservada taciturnidad; 12cuando se repite por segunda vez y después inmediatamente (el abad) lo rechaza yéndose, entonces se comprueba que la humildad ha sido probada y todavía se mantiene. 13Pero si el discípulo por segunda vez renueva la pregunta al maestro, 14no (es) sólo por una prueba espiritual, para probar la humildad del discípulo, que el maestro puede prolongar el silencio. 15No sea que teniendo la mente ocupada por pensamientos corporales, su mirada entorpecida por otros pensamientos, haga oídos sordos, despreciando la voz suplicante del discípulo; 16y por una humildad excesiva e inoportuna se mueva al maestro a caer en el vicio de la ira; 17y la humildad del inoportuno sea considerada una trampa para un tropiezo.
18Por eso también dijimos que después del segundo pedido de bendición, ya no se debe repetir una tercera vez si el superior rehúsa, 19sino que en seguida el discípulo debe irse y debe terminar en silencio la obra de trabajo que hacía.
20Esa pregunta por la bendición, la cual con dificultad se concede una sola vez, (y como) una relajación del silencio, será presentada por los discípulos con una humilde inclinación de la cabeza. 21Esto es, en todo lugar, a toda hora, es decir, en el monasterio, en el campo, en el camino, en la huerta y en cualquier lugar, 22nuestro espíritu nunca debe dejar la reverencia de Dios, por la cual ha hace todo esto; 23por tanto, si algún ignorante interroga a un hermano diciendo: “Por qué estás en silencio, triste y caminas con la cabeza inclinada?”, 24le responderá: “Porque huyo del pecado y temo a Dios, y para apartarme de todo lo que Dios aborrece. Por eso estoy siempre atento”. 25Sentado a la mesa, sin embargo, si quiere indicar al abad que desea preguntar algo, 26antes de decir Benedicite, golpeará con el cuchillo, con la cuchara o con su pan, para indicar que pide la palabra al maestro.
27Todo esto es necesario para el alma por causa de Dios, y si prescribimos que de se debe observar tanta clausura de taciturnidad, 28es para que el olvido no haga caer fácilmente, y que la lengua no se precipite siempre. 29Puesto que, cuando se guarda silencio por la clausura de la boca, se medita largamente y se purifica el corazón, de modo que la boca pueda proferir palabras puras y sin pecado; 30dice, en efecto, el Apóstol: Que no salga de la boca de ustedes ninguna palabra vana, sino sólo para la edificación (Ef 4,29; cf. Mt 12,36). 31Y también dice la Escritura: El sabio se reconoce en la brevedad (Sexto, Enchiridion 145). 32Debemos temer máximamente y guardarnos a toda hora del mucho hablar, 33porque no es posible que hablando mucho no salgan palabras pecaminosas, 34según lo que dice la Escritura: En el mucho hablar no se evita el pecado (Pr 10,19). 35De donde el profeta nos da ejemplo, mostrándose preocupado y que debe callar tanto las palabras malas como las buenas, 36diciendo: Dije: custodiaré mis caminos para no pecar por mi lengua. Puse una custodia en mi boca. Enmudecí y callé también las cosas buenas (Sal 38 [39],2-3); 37esto es, se le muestra al discípulo perfecto que debe callar toda palabra, mala o buena, 38porque aunque hable palabras que son buenas, no al discípulo sino al maestro le corresponde enseñar. 39Porque según dice la Escritura: La vida y la muerte están en manos de la lengua (Pr 18,21). 40Se debe, por tanto, refrenarla diligente y cuidadosamente.
41Esta custodia rigurosa de la taciturnidad se debe prescribir para que sea observada por los perfectos, los puros de corazón y los limpios de pecado; a los que temen el fuego de la gehena eterna y buscan las inmortales riquezas de la vida eterna (cf. Mt 5,8; Sal 50 [51],4). 42Y así, en presencia del abad no hablarán los discípulos sino son interrogados. 43Pero ausente el abad, si (se trata) de la palabra de Dios, hablarán, pero suave y humildemente, no con voz clamorosa, porque toda palabra en voz baja desciende de la humildad. 44Por el contrario, si los discípulos empiezan a hablar sobre cosas vanas, mundanas o cualesquiera palabras que no se refieran a Dios, de inmediato los prepósitos les impondrán silencio. 45En cuanto a los Salmos y las Escrituras, fuera de las tres horas diarias en que la lectura sin trabajo es de regla, permítase a los hermanos que trabajan repetirlas de memoria.
46Esta clausura estricta de la taciturnidad, presente el abad, la prescribimos antes[2] para los que son perfectos ante Dios, 47los que nunca se dejan sorprender por el olvido de Dios y buscan diligentemente evitar los vicios de la boca, totalmente puros como los ángeles, y buscan callar tanto las palabras buenas como las malas, por el Señor. 48Pero porque la gracia concedida según la medida de la fe (es) diversa (cf. Rm 12,3; Ef 4,7), y puede faltar, sobre todo en los negligentes, concedemos esto a los tibios, a los imperfectos y a los que son menos solícitos: 49si preguntan sobre cosas mundanas -sobre algo no pecaminoso evidentemente-, que no corresponden a la edificación espiritual, no se les concederá licencia para hablar sin antes haber recibido la bendición y haber obtenido el permiso (cf. Ef 4,29; 5,4); 50pero si preguntan sobre algún tema espiritual, en seguida de pedida la bendición, el discípulo deberá hablar. 51Las bromas, palabras ociosas y que muevan a la risa, las condenamos a eterna clausura, y no permitimos que el discípulo abra la boca para tales palabras.
[1] El término taciturnitas lo traducimos habitualmente por taciturnidad; otra versión posible: silencio.
[2] Cf. RM 9,41.