Inicio » Content » SÁBADO SANTO: VIGILIA PASCUAL

«¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva. Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección.

Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado. Porque el que está muerto, no debe nada al pecado. Pero si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él. Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más, porque la muerte ya no tiene poder sobre él. Al morir, él murió al pecado, una vez por todas; y ahora que vive, vive para Dios.

Así también ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» Rm 6,3-11.

“Cristo murió una vez por nuestros pecados -siendo justo, padeció por la injusticia- para llevarnos a Dios. Entregado a la muerte en su carne, fue vivificado en el Espíritu. Y entonces fue a hacer su anuncio a los espíritus que estaban prisioneros” 1 P 3,18-19.

“Tal vez se escandalice alguno por este artículo de nuestro Credo, en el cual, después de haber afirmado que Cristo es eterno con Dios Padre y engendrado de su sustancia, y después de haber proclamado que es uno con el Padre en realeza, en majestad y en eternidad, venimos a hablar de su muerte. Creyente que me escuchas, no quiero que te escandalices. A ese mismo de cuya muerte se te habla, lo vas a ver inmortal. Puesto que no ha aceptado la muerte más que para conquistar su botín...

Cristo sufre en su carne no con detrimento ni desprecio de su divinidad, sino para realizar la salvación por medio de la debilidad de la carne. Dios descendió a la carne no para ser cautivo de la ley de la muerte, sino para abrir las puertas de la muerte resucitando. Es lo mismo que si un rey entrase en la cárcel para abrir las puertas desde el interior, desatar cadenas, romper grillos y cerrojos, liberar a los de tenidos y volver a la luz y a la vida a los que están sentados en las tinieblas de la muerte...

El tercer día resucitó de entre los muertos. La gloria de la resurrección transfiguró todo lo que, en Cristo, se presentaba bajo un exterior de debilidad y fragilidad. Si antes no te parecía posible que el Inmortal hubiera descendido hasta la muerte, mira ahora: Él que venció a la muerte y ha resucitado no puede ser mortal. Comprende que la bondad del Creador es tal que descendió para seguirte hasta donde tú habías caído. No acuses de impotencia a Dios que creó el universo, pensando que su obra ha podido quedar detenida por una caída momentánea en el camino de la realización de nuestra salvación.

Se nos habla de arriba y abajo a nosotros que estamos envueltos en nuestro cuerpo y retenidos por los límites del lugar en que nos encontramos. Pero para Dios, que está en todas partes y no está ausente de ninguna, ¿qué significa arriba y abajo? Lo mismo se diga respecto a la asunción de su cuerpo. Su carne, que había sido colocada en la tumba, resucita para que se cumpla la palabra del profeta: No permitirás que tu santo experimente la corrupción (Sal 15 [16],10). Cristo, por tanto, ha vuelto vencedor de entre los muertos, trayendo consigo el botín del infierno. Ha traído a los prisioneros de la muerte, según lo había anunciado con estas palabras: Cuando sea levantado sobre la tierra, todo lo atraeré a mí (Jn 12,32)...

Esta carne humana, consumida por el sufrimiento, caída en la muerte por causa del pecado del primer hombre, ha sido rehecha por él por la potencia de su resurrección, y la ha colocado en las alturas al sentarse a la derecha de Dios, según las palabras del Apóstol: Nos ha resucitado con él y nos ha hecho ocupar un lugar en los cielos (Ef 2,6)»[1].

 


[1] Rufino de Aquileya, Comentario al Símbolo de los Apóstoles, 16, 17, 29 (PL 21,354, 355, 364-365). Trad. en: Lecturas cristianas para nuestro tiempo, Madrid, Editorial Apostolado de la Prensa, 1974, F 27. Tirannio Rufino nació el 345 en Concordia (Venetia oriental, junto a Aquileya) y murió en Mesina (Sicilia) el 411. Estudió en Roma donde conoció a san Jerónimo. Marchó después a Aquileya para ser bautizado el 370, después de haber recibido cristiana instrucción del más tarde obispo Cromacio y de los diáconos Jovino y Eusebio. Acompañó a la noble romana Melania a Egipto, en donde visitó a los monjes del desierto de Nitria (Palestina). En Alejandría, frecuentó las clases de Dídimo el Ciego; conoció a Juan y a Teófilo futuros obispos de Jerusalén y patriarca de Alejandría respectivamente. El 380, encuentra a Melania en Jerusalén e ingresa en el monasterio del Monte de los Olivos. Juan de Jerusalén lo ordenó sacerdote el 390.