La Ascensión de Cristo. 1200-1250. Mosaico. Lucca, Italia.
«La vuelta de Cristo a su Padre es a la vez motivo de pena porque implica su ausencia, y motivo de alegría porque implica su presencia. De la doctrina de su Resurrección y de su Ascensión brotan esas paradojas cristianas mencionadas frecuentemente en las Escrituras: que nos aflijamos sin dejar de alegrarnos, como quien nada tiene y lo posee todo (2 Co 6,10).
Tal es en verdad nuestra presente condición: hemos perdido a Cristo y lo hemos encontrado; no lo vemos más y sin embargo lo percibimos... ¿Cómo es, esto? Es que hemos perdido la percepción sensible y consciente de su persona; no podemos mirarlo, escucharlo, conversar con él, seguirle de un lugar a otro; pero gozamos espiritualmente, inmaterial-mente, interiormente, mentalmente y realmente de su persona y de su posesión; una posesión que envuelve más realidad y más presencia que la posesión de que gozaban los apóstoles en los días de su carne mortal, por ser la nuestra espiritual e invisible...
Cuando dice que se marchará pero volverá para quedarse siempre, Cristo no se refiere simplemente a su naturaleza divina omnipresente, sino a su naturaleza humana. Como Cristo declara que por el Mediador encarnado estará para siempre con su Iglesia.
Sin embargo, quizás sientas la tentación de dar la siguiente explicación: “Ha vuelto, pero en espíritu; su Espíritu es el que ha ocupado su lugar; y cuando se dice que está con nosotros, esto significa únicamente que está con nosotros su Espíritu”. Nadie ciertamente puede negar que el Espíritu Santo ha venido; pero ¿por qué ha venido? ¿Para suplir la ausencia de Cristo o para completar su presencia? Seguramente que para hacerlo presente. No supongamos ni por un momento que Dios Espíritu Santo pueda venir permaneciendo lejos Dios Hijo. No, Él no ha venido para que dejara de venir Cristo, sino más bien para que Cristo pudiese venir con su venida. Por el Espíritu Santo nosotros entramos en comunión con el Padre y el Hijo... Robustecidos poderosamente por el Espíritu del Padre en el hombre interior, dice san Pablo, para que Cristo habite en sus corazones por la fe (Ef 3,16-17). El Espíritu Santo suscita, y la fe recibe la presencia de Cristo en el corazón. Así, el Espíritu no ocupa el lugar de Cristo en el alma, sino que se lo asegura a Cristo.
San Pablo insiste en esta presencia de Cristo en los que tienen su Espíritu. ¿No saben, dice, que sus cuerpos son miembros de Cristo? (1 Co 6,15). Hemos sido bautizados en un solo Espíritu para hacer un solo cuerpo... Ustedes son el cuerpo de Cristo y respectivamente sus miembros (1 Co 12,13-27)... El Espíritu Santo, por tanto, se digna venir a nosotros para que por su venida pueda también Cristo venir a nosotros, no carnal o visiblemente, sino penetrándonos. De esta forma está a la vez presente y ausente; ausente por haber abandonado la tierra; presente porque no ha abandonado al alma fiel; o, como él mismo decía: El mundo no me verá más, pero ustedes me verán (Jn 14,19)» (Cardenal Newman).