Capítulo 13. Que los esfuerzos humanos no pueden compensar la gracia de Dios
La gracia y el libre arbitrio
13.1. «La gracia de Dios coopera siempre con nuestro libre arbitrio por el bien; en todo lo ayuda, lo protege, lo defiende, de manera que a veces espera o exige de nosotros algún esfuerzo de buena voluntad para que no parezca absolutamente que concede sus dones a quien está completamente adormecido y embotado por el descanso. Busca en cierta forma las ocasiones en que el hombre ha sacudido su torpeza y su pereza, afín de que la esplendidez de su largueza no parezca desatinada, encontrando el pretexto de un cierto deseo, un atisbo de esfuerzo. No obstante, ella permanece, aún así, gratuita, ya que a esfuerzos tan pobres y tan insignificantes, ella concede con inestimable liberalidad la gloria inmensa de la inmortalidad y los magníficos dones de la eterna bienaventuranza.
El necesario el reconocimiento de la propia falta
13.2. Es cierto, la fe del ladrón en la cruz llegó primero. Guardémonos sin embargo, de juzgar que su feliz llegada al Paraíso no fue prometida gratuitamente (cf. Lc 23,39-43). No crean que sea por una sola palabra de arrepentimiento: “He pecado contra el Señor” (2 S 12,13) sino, más bien, es por la misericordia del Señor que al rey David se le hayan borrado dos crímenes tan graves y haya merecido también oír del profeta Natán: “El Señor perdona tu pecado, no morirás” (2 S 12,13). Porque agregó el homicidio al adulterio; tal fue la obra de su libre arbitrio. Pero acepta las recriminaciones del profeta y esto es una gracia de la bondad divina.
La misericordia infinita de Dios
13.3. [David] se humilla y reconoce su pecado: esta es su acción, que merece en un solo instante el perdón de crímenes tan grandes, este es un don de la misericordia del Señor. ¿Y qué diremos de esta brevísima confesión respecto de la incomparable inmensidad de la recompensa divina, cuando es tan fácil reflexionar como el bendito Apóstol mientras contempla la vastedad de su futura recompensa y habla de sus innumerables persecuciones? “Porque esta leve y momentánea tribulación nuestra”, dice, “produce en nosotros un peso eterno de gloria, incomparablemente mejor” (2 Co 4,17). Sobre esto también habla en otro lugar, diciendo: “Estimo que las tribulaciones del tiempo presente no son comparables con la gloria que se manifestará en nosotros” (Rm 8,18).
La gratuidad de la gracia
13.4. Aunque sea grande el esfuerzo que realiza la debilidad humana, no guarda proporción con la recompensa futura y sus trabajos no igualarán la gracia a tal punto que ella cese para siempre de ser gratuita. Aquí vemos por qué luego de haber atestiguado que es por la gracia de Dios que ha obtenido el participar de la dignidad de Apóstol: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Co 15,10), el Doctor de las naciones proclama también: “La gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien he trabajado más que todos ellos. Pero no yo sino la gracia de Dios que está conmigo” (1 Co 15,10).
La gracia colabora con quien se esfuerza
13.5. Al decir: “He trabajado”, destaca el esfuerzo de su libre arbitrio, cuando agrega: “No yo sino la gracia de Dios” nos muestra la obra de la protección divina. Y en fin, por la palabra siguiente: “Conmigo”, proclama que la gracia ha colaborado no con un ocioso o despreocupado, sino con alguien que trabajó con afán».
Capítulo 14. Que Dios sondea el poder del libre arbitrio del hombre mediante sus pruebas
El ejemplo de Job
14.1. «Vemos una conducta análoga de la justicia divina en Job, su atleta preferido, cuando el demonio lo elige para un combate singular. Si no hubiera luchado contra su adversario con sus propias fuerzas y la gracia de Dios, lo hubiera hecho todo cubriéndolo con su protección; si sólo hubiera resistido sin desplegar la virtud de su propia paciencia y socorrido únicamente por el auxilio divino contra el peso enorme de las múltiples tentaciones y desastres inventados por el enemigo con un arte tan cruel; ¿cómo este enemigo no hubiera podido insistir, y con mucha justicia, en la calumnia que profiriera anteriormente: “¿Es que Job teme a Dios de balde? ¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas sus posesiones? ¡Retira tu mano, es decir, déjalo combatir contra mí sólo con sus fuerzas y verás si no te maldice en la cara!”[1] (Jb 1,9-11).
A Job no le faltó la ayuda del Señor
14.2. Pero no se atreve a repetir, después de la lucha, una queja de este tipo y ahí mismo confiesa que no es por la fuerza de Dios que ha sido vencido, sino por la de Job mismo. Sin embargo, no debemos creer que a Job le haya faltado totalmente la gracia. Es precisamente ella quien da al tentador un poder que está a la medida de la fuerza de resistencia que sabe que existe en Job. No lo protege contra el ataque de manera que no deje lugar al obrar humano, no, se limita a actuar de tal forma que su salvaje enemigo no le quite el discernimiento ni el dominio de sí mismo y pueda anonadarlo a continuación con la desigualdad de la inteligencia y el peso de un combate injusto.
La fe del centurión
14.3. Así es como Dios pone a prueba nuestra fe para hacerla más fuerte y más gloriosa. El ejemplo del centurión del Evangelio nos da una lección. El Señor sabía seguramente que curaría a su servidor con el sólo poder de su palabra, pero prefiere ofrecerle ir Él mismo: “Yo iré a curarlo” (Mt 8,7). Pero el otro en el ardor creciente de su fe se alza por encima de este ofrecimiento: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, basta que lo digas de palabra y mi servidor quedará sano” (Mt 8,8). Y el Señor queda admirado. Lo cubre de elogios y lo hace objeto de su preferencia sobre todos aquellos que habían creído en Él del pueblo de Israel, diciendo: “Les aseguro que en todo Israel no he encontrado una fe tan grande” (Mt 8,10).
Como el Señor probó a Abraham
14.4. Pero no tendría gloria ni mérito si Cristo hubiera anticipado en él sus propios dones. Leemos que la divina justicia preparó igualmente esta prueba de fe al más magnífico de los patriarcas, cuando dice: “Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abraham” (Gn 22,1). En efecto, no es la fe que Él mismo ha inspirado lo que el Señor quiere probar, sino aquella de la que Abraham pueda dar testimonio libremente en el momento en que es llamado y esclarecido de lo alto. Así su constancia es inmediatamente y a justo título reconocida y, cuando la gracia del Señor vuelve luego del abandono pasajero necesario para la prueba, le habla así: “No alargues tu mano contra el niño ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único” (Gn 22,12).
El Señor nos prueba para comprobar si realmente lo amamos
14.5. Puede ser que nos llegue el turno de vernos sometidos a este tipo de tentación a fin de obtener también el mérito de la prueba. El legislador lo predice muy claramente en el Deuteronomio: “Si surge en medio de ti un profeta o vidente en sueños, que te propone una señal o un prodigio y llega a realizarse y te dice: ‘Vamos en pos de otros dioses que tú no conoces a servirles, y no escucharás las palabras de ese profeta o de ese vidente en sueños’. Es que el Señor, tu Dios te pone a prueba para ver si verdaderamente lo amas con todo tu corazón y con toda tu alma” (Dt 13,1-3).
“Fuerza de resistencia”
14.6. ¿Qué pasará entonces? Ya que Dios ha permitido que surja este profeta o ese vidente, ¿protegerá a aquellos cuya fe quiere poner a prueba de tal manera que no deje lugar a su libertad para que puedan luchar por sus propias fuerzas con el tentador? ¿Y qué necesidad hay de tal tentación, si los sabe débiles y frágiles, incapaces de resistir por sus propias fuerzas al tentador? La justicia del Señor no permitiría que fueran tentados si no les hubiera reconocido una fuerza de resistencia igual a la del ataque, de manera de poder con toda equidad juzgarlos culpables o dignos de elogio según su obrar.
La gracia del Señor modera las tentaciones que nos sobrevienen
14.7. El Apóstol dice además esto[2]: “Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No han sufrido tentación superior a la medida humana, y fiel es Dios que no permitirá que sean tentados sobre sus fuerzas. Antes bien con la tentación les dará el modo de poderla resistir con éxito” (1 Co 10,12-14). Con las palabras: “El que crea estar de pie, mire no caiga” hace que su libertad sea vigilante, ya que sabe bien que una vez recibida la gracia, dependerá de su libertad el que se mantenga en pie por su celo o caiga por su negligencia. Cuando prosigue: “No serán tentados sobre sus fuerzas”, les reprocha la debilidad y la inconstancia que se ve en las almas todavía poco fuertes, lo que las hace inadecuadas para resistir los embates de las potencias del mal, contra las que él mismo lucha cada día, como lo manifiesta a los Efesios: “Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef 6,12). Y añade: “Dios no permitirá sean tentados sobre sus fuerzas” (1 Co 10,13). El Apóstol no desea en absoluto que el Señor impida la tentación, sino que desea que no sean tentados por encima de lo que pueden soportar. Que la tentación sea permitida demuestra el poder de la libertad humana, que no sean tentados por sobre sus fuerzas muestra, por el contrario, la gracia del Señor moderando los asaltos de la tentación[3].
El Señor nos prepara para el combate
14.8. Todos estos hechos confirman que la gracia divina estimula el libre arbitrio, pero no lo protege ni lo defiende de manera tal que no tenga que realizar el esfuerzo por sí mismo para luchar contra sus enemigos espirituales. Vencedor, el hombre reconocerá la gracia de Dios; vencido, su propia debilidad. Así aprenderá a no contar sólo con sus propias fuerzas, sino siempre con el auxilio divino y a recurrir siempre a su protector. No hay en esto una conjetura personal sino un sentimiento que se apoya en los testimonios más evidentes de la divina Escritura. Recordemos en efecto, lo que se lee en el libro de Josué[4]: “Estos son, dice, los pueblos que el Señor dejó subsistir, para que Israel fuera probado por ellos, para ver si guardaban los mandamientos del Señor su Dios y para acostumbralos a combatir contra sus enemigos” (Jc 3,1-2 y 3,4).
Una comparación para comprender la bondad del Señor
14.9. Busquemos en las cosas humanas una comparación para la incomparable clemencia de nuestro creador; no es que pretendamos encontrar una igualdad a su ternura, pero al menos una cierta semejanza con su indulgente bondad. Supongamos una madre llena de amor y solicitud. Durante mucho tiempo alza a su pequeño en sus brazos hasta que por fin le enseña a caminar. Al principio lo deja gatear. Después lo levanta y lo sostiene de su mano derecha para que aprenda a posar sus pies uno delante del otro. Luego lo deja por un instante y si lo ve tambalear, lo toma rápidamente, sostiene sus pasos vacilantes, lo levanta si ha caído ó bien impide su caída o permite que caiga blandamente para levantarlo enseguida. Al pasar el tiempo el niño se ha convertido en jovencito y pronto tendrá todo el empuje de la adolescencia y la juventud. La madre entonces le impone algunas obligaciones o le añade trabajos que lo ejerciten sin agobiarlo, le permite también que compita con sus compañeros. ¡Bien sabe nuestro Padre que está en los cielos a quién debe atraer al regazo de su gracia, a quién, bajo su presencia, encamina a la virtud, dejándole al mismo tiempo, árbitro de su voluntad! Y más aún Él lo ayudará en sus trabajos, escuchará sus llamados y no abanonará quien lo busca, más bien llegará a veces a salvarlo del peligro sin que él lo sepa».
[1] La cita “retira tu mano” es errónea. Los tres textos hebreo, griego y latín dicen uniformemente: “Extiende tu mano”.
[2] Esta frase está unida al párrafo precedente en el texto latino
[3] El rol de la gracia no se limita solo a esto; el sentido que le da el Apóstol es éste: Dios no permite que seamos tentados más allá de las fuerzas que nos concede.
[4] Texto relativo a la conquista de Palestina por los Hebreos. De ahí proviene sin duda que sea citado como perteneciente al libro de Josué.