Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia II, capítulos 12-13)

Capítulo 12. Confesión de la vergüenza que nos impide revelar nuestros pensamientos a los ancianos

A la luz del ejemplo presentado en el capítulo anterior, Germán plantea ahora por qué los jóvenes monjes no siguen el camino del discernimiento que, finalmente, había transitado Sarapión. Y plantea así un nuevo interrogante: ¿qué pasa si los ancianos son demasiado duros en sus actitudes para quienes confiesan sus faltas?

 

12. Germán: “La principal razón de nuestra perniciosa vergüenza, que nos hace esconder los malos pensamientos es precisamente esta: sabemos que, en la región de Siria, alguno, que se creía era excepcional entre los ancianos, movido por cierta indignación a causa de lo que había escuchado, reprendió con dureza a un hermano que le había manifestado sus pensamientos. Por donde, mantenemos estas cosas en nuestro interior y nos avergonzamos de darlas a conocer a los ancianos, y así quedamos imposibilitados de conseguir los remedios para nuestra curación”.

 

Capítulo 13. Respuesta sobre la superación de la confusión y sobre el peligro de no ser compasivos

Este extenso capítulo se centra principalmente en el relato que pone en evidencia un aspecto fundamental del monacato cristiano: al abrazar la vida monástica se nace de nuevo, se arranca de cero; de manera que lo que hace que un monje sea llamado y considerado anciano es el tiempo que ha pasado en la “escuela del servicio del Señor”, es decir, su riqueza espiritual y no sus cabellos blancos, aun cuando habitualmente ambas cosas se conjuguen.

«Abba José decía: “Estando sentados con abba Pastor, llamó éste a Agatón con el nombre de abba. Nosotros le dijimos: ¿Por qué lo llamas abba, siendo todavía tan joven? Abba Pastor respondió: Porque su boca lo hizo digno de ser llamado abba”»[1].

«Un anciano tenía un buen discípulo. En un acceso de malhumor lo expulsó con su melota, pero el hermano permaneció sentado afuera de la celda. Cuando el anciano abrió, lo encontró sentado, y le hizo una metanía diciendo: “Padre, la humildad de tu paciencia ha vencido mi estrechez de espíritu. Entra, y desde este momento tú serás el anciano y padre, y yo el joven y discípulo”»[2].

 

La ancianidad no es solo cuestión de años vividos

13.1. Moisés: «Como los jóvenes no son todos fervientes en el espíritu, o instruidos del mismo modo en las disciplinas o en las costumbres óptimas, así también se pueden encontrar ancianos que no son todos perfectos y muy probados. Porque las riquezas de los ancianos no se han de medir según las canas de la cabeza, sino por la laboriosidad de la juventud y por los frutos de los esfuerzos pretéritos. En efecto, “lo que no has recogido en la juventud, ¿cómo podrás encontrarlo en la ancianidad?” (Si 25,5 [3]). Puesto que “la senectud honorable no es la longeva, ni la que se computa por el número de los años, la sensatez es propia del hombre canoso y la edad de la ancianidad es la vida inmaculada” (Sb 4,8-9).

 

La verdadera ancianidad no radica solo en los cabellos blancos y en los muchos años

13.2. Por tanto, no debemos seguir las huellas de todos los ancianos, cuya cabeza cubierta de cabellos blancos y su longevidad es la única recomendación, sino las de aquellos que comprobamos señalados por una vida muy laudable y recta en la juventud, no por propias presunciones, sino instruidos por las tradiciones de los mayores.

13.2a. Pues hay algunos, cuyo número -lo que es todavía más triste- es grande, que, envejeciendo en la tibieza, que concibieron desde la juventud, y en la desidia, conquistan autoridad no por la madurez de las costumbres, sino por el número de los años.

13.3. A quienes se dirige, por medio del profeta, aquel reproche del Señor muy apropiado: “Los extranjeros han devorado su fuerza, y no se ha dado cuenta; pero también él se ha poblado de canas y no lo sabe” (Os 7,9).

 

El diablo utiliza a los ancianos que no son aptos para ayudar a otros para engañar a los más jóvenes en la vida monástica

13.3a. No es entonces, digo, la rectitud de vida ni el laudable e imitable rigor de su propósito que los hace ejemplos para los más jóvenes, sino solo su ancianidad. El astuto enemigo ofrece sus canas cual una autoridad dada, para engañar a los jóvenes. Con fraudulenta sutilidad, usando [a los ancianos] como ejemplos, se apresura a subvertir y defraudar incluso a aquellos que, gracias a sus propias percepciones y a las de otros, pudieron ser motivados para seguir el camino de perfección, y por medio de sus enseñanzas y normas los conduce hacia una dañina tibieza o a una desesperación letal.

 

La incomprensión de un anciano

13.4. Puesto que quiero darles ejemplos sobre esto, les contaré un hecho que aconteció y que les proveerá con la necesaria instrucción. No mencionaré el nombre de la persona en cuestión, no sea que nosotros mismos actuemos como el hombre que hizo públicos los pecados del hermano que se los había confesado.

13.4a. Esta persona, entonces, que era un joven diligente, en aras de su progreso curación [espiritual] fue a ver a un anciano, que nosotros conocemos muy bien, y le confesó con simplicidad que estaba perturbado por impulsos carnales y por el espíritu de fornicación. Él creía que en las palabras del anciano encontraría ánimo para sus esfuerzos y sanación de las heridas que había sufrido. En cambio, el anciano lo reprendió con un muy duro lenguaje y afirmó que quien es tentado por esta clase de pecado y deseo es un miserable e indigno de llevar el nombre de monje, lo cubrió de reproches y lo despidió de su celda en un estado de terrible desesperanza, desconsolado al extremo de una tristeza mortal.

 

El encuentro con abba Apolo

13.5. Ahora bien, abba Apolo, que era el más experimentado de los ancianos, lo encontró [este joven] cuando estaba sumergido en la más profunda depresión y preocupado ya no en remediar su pasión sino en satisfacer el deseo que había concebido. Y al ver la mirada de abatimiento en su rostro adivinó la atroz y violenta lucha que sin palabras se desarrollaba en su corazón. Le preguntó entonces cuál era la causa de semejante consternación. Cuando el joven no pudo responder a la bondadosa pregunta del anciano, este gradualmente comprendió que no sin motivo él quería mantener en silencio la causa de su gran tristeza, que su rostro no podía ocultar, y empezó a preguntarle con mayor insistencia la causa de su oculta pena.

13.6. Ante esto se dio por vencido, y confesó que se iba a la ciudad para tomar una esposa y volver al mundo luego de abandonar el monasterio. Porque, en opinión del anciano [que había consultado], no podía ser monje y no estaba en condiciones de resistir más las urgencias de la carne y hallar remedios contra sus embestidas furiosas.

13.6a. El anciano lo consoló con bondadosas palabras y le aseguró que él mismo era tentado cada día por los mismos impulsos y por los ardores de esas agitaciones; y que, por consiguiente, ciertamente él no debía caer en la desesperación o asombrarse ante la violencia de semejantes ataques, que podría superar no tanto por un intenso esfuerzo, cuanto por la misericordia y la gracia del Señor. Luego, le rogó que pospusiera su decisión un día, y lo exhortó para que volviera a su celda; mientras que él marchaba de prisa hacia el monasterio del mencionado anciano.

 

Oración de abba Apolo

13.7. Cuando abba Apolo estaba ya cerca de aquel, extendió las manos y derramó con lágrimas esta oración: “Oh Señor, dijo, tú que eres el único clemente árbitro de las ocultas fuerzas y de la debilidad humana, y su secreto médico[3], vuelve el ataque del joven hacia este anciano, para que pueda aprender a ser condescendiente respecto de las enfermedades del que lucha y que, en su edad anciana, sea compasivo con las fragilidades de los jóvenes”. Y cuando terminó esta oración con un gemido, vio a un etíope negro parado junto a la celda del anciano, arrojándole dardos encendidos. En el momento en que fue alcanzado por ellos, abandonó su celda y comenzó a correr de un lado para otro como si estuviera loco y ebrio, y con sus idas y venidas ya no podía permanecer tranquilo, hasta que, excitado, empezó a recorrer el mismo camino que había abandonado el joven.

 

Apolo le hace ver al anciano su falta

13.8. Cuando abba Apolo vio que había enloquecido furiosamente, y comprendió que el un dardo encendido del demonio se había clavado en su corazón, y que el desequilibrio mental y la confusión intelectual habían sido causados por un insoportable hervidero de emociones, yendo hacia él, le dijo: “¿Hacia dónde estás corriendo y por qué estás tan infantilmente disturbado que has olvidado la gravedad de tu edad? ¿Qué te hace correr de un lado para otro tan frenéticamente?”.

13.9. Y cuando, avergonzado, por su conciencia culpable y su obscena excitación, comprendió que la pasión que albergaba en su pecho y que los secretos de su corazón habían sido mostrados al anciano, no se atrevía a responder a sus preguntas. “Vuelve, le dijo [Apolo], a tu celda y comprende finalmente que hasta ahora o bien habías sido ignorado por el diablo o desdeñado por él, y no habías sido enumerado entre quienes cuyo progreso y celo él diariamente ataca y combate. Tú, que has sido incapaz -no digo de rechazar- de diferir ni un solo día el dardo que te dirigió después de todos estos años que pasaste en esta forma de vida. El Señor permitió que fueras herido por este dardo para que, al fin, en tu ancianidad, aprendas a ser compasivo con las enfermedades de los otros y aprendas, por medio de tu propio ejemplo y experiencia, a ser considerado con la fragilidad del joven. Pues, cuando recibiste un joven que estaba sufriendo por causa de un ataque diabólico, no solo no lo animaste, sino que incluso lo arrojaste en una peligrosa desesperanza, entregándolo en manos del enemigo, permitiendo por tu parte, que fuera funestamente devorado por él.

 

Y cómo debe ser su conducta en adelante

13.10. Sin duda, aquel no hubiera sido nunca atacado con semejante violencia -la misma con que desdeñó asaltarte a ti-, si el enemigo, por envidia de su progreso futuro, no se hubiera apresurado a prevenir o impedir, con sus flechas ardientes, aquella virtud que se cernía en su ánimo, comprendiendo sin duda por anticipado que valía la pena combatir con tanta vehemencia al que ciertamente era el más fuerte.

13.10a. Aprende, por tanto, de tu ejemplo a ser compasivo con quien se esfuerza, a no poner en fuga por la perniciosa desesperación, a no exasperar con palabras durísimas, al que está en peligro; por el contrario, restáuralo con dulce y suave compasión, según el precepto del sapientísimo Salomón: ‘Libera a quienes son conducidos a la muerte, y redime a los que van a ser asesinados, no te abstengas[4]’ (Pr 24,11 LXX). Siguiendo el ejemplo de nuestro Salvador, aprende a no quebrar la caña rota y no apagar la mecha que humea (cf. Mt 12,20; Is 42,3) e implora del Señor esa gracia merced a la cual tú mismo, obrando virtuosamente, podrás cantar: ‘El Señor me ha dado una lengua sabia para que sepa sostener con la palabra al cansado’ (Is 50,4).

 

Apolo le quita la tentación que estaba sufriendo el anciano

13.11. Porque nadie podría soportar las insidias del enemigo, o extinguir o reprimir los flagrantes ardores de la carne, que, por así decirlo, naturalmente nos inflaman, si la gracia de Dios no ayudara nuestra fragilidad, o la protegiera y defendiera. Y por eso, terminado el motivo de esta dispensación salutífera, con la que el Señor ha querido liberar a aquel joven de los perniciosos ardores e instruirte sobre la vehemencia de esos ataques y sobre la disposición a la compasión, imploremos juntos con preces, para que este flagelo, que el Señor se ha dignado imponerte para tu bien, te sea quitado. ‘Pues Él mismo produce dolor y en seguida restablece; hiere, y sus manos curan; Él humilla y enaltece, mata y vivifica, conduce al infierno y saca de él’ (Jb 5,18 y 1 S 2,6-7 LXX). Y que los dardos encendidos del diablo, que me ha permitido infligir a tu voluntad, los extinga con el abundante rocío de su Espíritu”[5].

 

Lo que nos enseña este ejemplo

13.12. Aunque con la oración del anciano el Señor consintió quitar la tentación con la misma rapidez con que fue introducida, sin embargo, enseñó con una prueba fehaciente, que no solo no se deben condenar los vicios manifiestos de quien sea, sino que también no debe ser despreciado con liviandad el dolor de quien se esfuerza [por superarlos]. Y entonces la inexperiencia y ligereza de un solo anciano, o de pocos ancianos, de cuyas canas se sirve el muy astuto enemigo para engañar a los jóvenes, pueden apartarlos y excluirlos de aquel camino de salvación del que hemos hablado y de la tradición de los mayores. En cambio, sin ocultarse tras algún motivo de vergüenza, a los ancianos debe manifestarse todo y de ellos se deben recibir con confianza tanto los remedios para las heridas, como los ejemplos para el modo de vida. Por ellos experimentaremos pareja ayuda y similar efecto, si en nada intentamos buscar nuestro juicio y nuestra presunción.

 


[1] Apotegma de la colección alfabética griega, Pastor 61; PG 65,356 D.

[2] Apotegma de la colección alfabética griega, un abba de Roma 2; PG 65,389 AB.

[3] Cf. Agustín de Hipona, Soliloquios, I,14,25: “Aquel secretísimo Médico te ha hecho ver dos cosas: la enfermedad de que te ha librado con sus atenciones y cuánto resta para la curación”.

[4] O: “compra a los que van a ser asesinados; no lo dejes” (La Biblia griega Septuaginta, p. 330).

[5] Tenemos en la Colección sistemática de los apotegmas, tanto griega como latina, una versión más sintética del episodio narrado por Casiano. Las presento en columnas paralelas para que se vean las semejanzas y diferencias entre ambas:

Colección sistemática griega                                                        Colección sistemática latina

(Cap. 5, n. 4; SCh 387, pp. 242-247)                                           (Cap. 5, n. 4; PL 73,874 B-875 C)

«Dijo abba Casiano que abba Moisés había dicho: “Es bueno no ocultar los pensamientos, sino revelarlos a ancianos espirituales y con capacidad para discernir, pero no a los que han encanecido solo por causa del tiempo; porque muchos, consideran (únicamente) la edad y manifiestan sus pensamientos, (y) en vez de ser curados, caen en la desesperación a causa de la inexperiencia del que los escucha. Porque había un hermano muy solícito, y vehementemente atormentado por el demonio de la fornicación, que fue a ver a un anciano y le reveló sus propios pensamientos. Pero éste al escucharlo, como no tenía experiencia, se indignó, llamó miserable al hermano, e indigno del hábito monástico por admitir esos pensamientos. Escuchando estas cosas, el hermano desesperó de sí mismo, abandonó la propia celda y partió al mundo. Por providencia de Dios, lo encontró abba Apolo; y viéndolo perturbado y muy triste, lo interrogó, diciendo: ‘Hijo, ¿cuál es la causa de esa tristeza?’. Pero (como) él (estaba), al principio, muy abatido no respondió nada. Después, habiendo insistido mucho el anciano, le explicó lo que tenía, diciendo: ‘Los pensamientos de fornicación me atormentaban y fui a referirlo a un anciano; y, según su palabra, no hay esperanza de salvación para mí. Entonces, desesperando de mí mismo, regreso al mundo’. Al oír esto, abba Apolo, como un sabio médico, lo exhortó largamente y lo corrigió, diciendo: ‘No te asombres, hijo, y no desesperes de ti mismo. Porque yo, en esta edad y con los cabellos blancos, estoy fuertemente turbado por esos pensamientos. No te desanimes, por tanto, por esa fiebre, la cual no se cura tanto por el esfuerzo humano cuanto por la misericordia de Dios. Concédeme solo el día de hoy y retorna a tu celda’. El hermano así lo hizo. Y marchándose, Apolo fue a la celda del anciano que había hecho renunciar al hermano. Y parándose afuera, rogó a Dios con lágrimas, diciendo: ‘Señor, que diriges las tentaciones sobre aquel a quien le son útiles, cambia el combate del hermano hacia este anciano para que, tentado en su ancianidad, aprenda lo que en su larga vida no se le enseñó, a fin de que sufra con los que son combatidos’. Y cuando terminó la oración, vio un etíope de pie junto a la celda, que lanzaba dardos contra el anciano; así, herido, inmediatamente iba de un lado a otro como un borracho. Y no pudiendo contenerse, abandonó la celda y partió hacia el mundo por el mismo camino que el joven.

Pero abba Apolo, comprendiendo lo sucedido, le salió al encuentro y acercándose le dijo: ‘¿Dónde vas? ¿Y cuál es la causa de la turbación que te domina?’. Pero sintiendo vergüenza porque el santo sabía de su deshonra, nada dijo. Mas abba Apolo le dijo: ‘Vuelve a tu celda, y en adelante reconoce tu debilidad, y ten para ti que el diablo o te ha ignorado o te ha despreciado; por eso nos has sido juzgado digno de luchar contra él como los esforzados. ¿Qué digo, luchar? No has podido soportar su ataque un solo día. Esto te ha sucedido porque, recibiendo a un joven combatido por nuestro enemigo común, en lugar de ungirlo para el combate lo has arrojado a la desesperación, no tomando en cuenta aquella sabia instrucción que dice: Libra a los que son conducidos a la muerte y no te rehúses a rescatar al que quieren matar (Pr 24,11); ni tampoco la parábola de Dios nuestro Salvador que dice: No quebrarás la caña rajada y no apagarás la mecha humeante (Mt 12,20). Porque nadie puede resistir a las maquinaciones del enemigo ni apagar o contener el fuego hirviente de la naturaleza, si la gracia de Dios no protege nuestra debilidad humana. Así, puesto que esta economía (divina), que nos ha salvado, se ha cumplido, supliquemos a Dios en una oración común, de modo que haga desaparecer el flagelo enviado contra ti. Porque es Él quien hace sufrir y también cura; golpea y sus manos sanan (cf. Jb 5,18); humilla y levanta; da la muerte y la vida; hace bajar al Hades y saca de él (cf. 1 S 2,6-7)”. Diciendo esto y orando, al instante lo liberó del combate que soportaba, exhortándolo a pedir a Dios que le diese una lengua instruida, para saber en qué momento es necesario abrir la boca para decir una palabra (cf. Is 50,4; Ef 6,19)».

 

 

«Había un hermano muy celoso de su perfección. Turbado por el demonio impuro, acudió a un anciano y le descubrió sus pensamientos. Este, después de oírle, se indignó y le dijo que era un miserable, indigno de llevar el hábito monástico el que tenía tales pensamientos. Al oír estas palabras, el hermano, desesperado, abandonó su celda y se volvió al mundo. Pero por disposición divina se encontró con el abad Apolo. Este, al verle turbado y muy triste, le preguntó: “Hijo mío, ¿cuál es la causa de una tristeza tan grande?”. El otro, avergonzado, al principio no le contestó nada. Pero ante la insistencia del anciano, por saber de qué se trataba, acabó por confesar: “Me atormentan pensamientos impuros; he hablado con tal monje y, según él, no me queda ninguna esperanza de salvación. Desesperado, me vuelvo al mundo”. Al oír esto el padre Apolo, como médico sabio, le exhortaba y le rogaba con mucha fuerza: “No te extrañes, hijo mio, ni te desesperes. Yo también, a pesar de mi edad y de mí modo de vivir soy muy molestado por esa clase de pensamientos. No te desanimes por estas dificultades, que se curan, no tanto por nuestro esfuerzo como por la misericordia de Dios. Por hoy, concédeme lo que te pido y vuelve a tu celda”. El hermano así lo hizo. El abad Apolo se encaminó a la celda del anciano que le había hecho caer en desesperación. Y quedándose fuera, suplicó a Dios con muchas lágrimas: “Señor, tú que suscitas las tentaciones para nuestro provecho, traslada la lucha que padece aquel hermano a este viejo, para que aprenda por experiencia, en su vejez, lo que no le enseñaron sus muchos años, y se compadezca de los que sufren esta clase de tentaciones”. Terminada su oración, vio un etíope de pie junto a la celda, que lanzaba flechas contra el viejo. Este, al ser atravesado por ellas, se puso a andar de un lado a otro como si estuviese borracho. Y como no pudiese resistir, salió de su celda y por el mismo camino que el joven monje se volvía al mundo. El abad Apolo, sabiendo lo que pasaba, salió a su encuentro y le abordó diciendo: “¿Dónde vas, y cuál es la causa de tu turbación?”. El otro sintió que el santo varón había comprendido lo que le pasaba y por vergüenza no decía nada. El abad Apolo le dijo: “Vuelve a tu celda y de ahora en adelante reconoce tu debilidad. Y piensa en el fondo de tu corazón, o que el diablo te ha ignorado hasta ahora, o que te ha despreciado porque no has merecido luchar contra él, como los varones virtuosos. ¿Qué digo combates? Ni un solo día has podido resistir sus ataques. Esto te sucede porque cuando recibiste a ese joven atormentado por el enemigo común, en vez de reconfortarle en su diabólico combate con palabras de consuelo, lo sumiste en la desesperación, olvidando el sapientísimo precepto que nos manda: "Libra a los que son llevados a la muerte y retén a los que son conducidos al suplicio". (Pr 14,11). Y también has olvidado la palabra de nuestro Salvador: "La caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante" (Mt 12,20). Nadie podría soportar las insidias del enemigo, ni apagar o resistir los ardores de la naturaleza, sin la gracia de Dios que protege la debilidad humana. Pidámosle constantemente para que por su saludable providencia aleje de ti el azote que te ha enviado, pues es quien nos envía el sufrimiento y nos devuelve la salud. Golpea y su mano cura, humilla y levanta; mortifica y vivifica; hace bajar a los infiernos y los vuelve a sacar” (cf. 1 S 2,6-7). Dicho esto, el anciano se puso en oración y el viejo se vio en seguida libre de sus tentaciones. Luego el abad Apolo le aconsejó que pidiese a Dios una lengua sabia, para que supiera hablar cada palabra a su tiempo».