Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia III, capítulos 8-10)

Capítulo 8. Sobre las propias riquezas, en las que consiste la belleza y la fealdad del alma

Tema importante en la tradición patrística y que seguramente también preocupaba a Casiano: la renuncia a los bienes. Sin embargo, nuestro Autor se muestra interesado no solo por las riquezas exteriores, sino especialmente por aquellas que se esconden en nuestro interior. Con el tratamiento de este tópico pondrá fin a su desarrollo sobre la vocación/llamada y las renuncias que se siguen.

 

8.1. Por eso debemos apresurarnos a abandonar y distribuir, con gran diligencia, las riquezas de los vicios, contraídos por nuestro hombre interior en su forma de vivir precedente. Constantemente adheridos al cuerpo y al alma son realmente nuestros esos vicios; y si no sabemos abandonarlos y cercenarlos, mientras estamos en esta vida, no cesarán de acompañarnos incluso después de nuestra muerte. De la misma forma que las virtudes adquiridas en este siglo, y en especial la caridad, que es la fuente de ellas, revestirán con una belleza espléndida, después de la muerte, a quien las ha amado; así también los vicios ofuscan el alma y la penetran con ciertos colores tétricos, que permanecen después de su paso a la morada perenne.

8.2. Pues la belleza o la deformidad del alma están determinadas por la cualidad de las virtudes o de los vicios, por donde le vienen sus colores, que la hacen o tan hermosa que merece escuchar del profeta: “Y el rey deseará tu belleza” (Sal 44 [45],12), o tan negra, fea y deforme, al extremo de admitir ella misma el hedor de su propia fealdad diciendo: “Se han infectado y corrompido mis cicatrices debido a mi necedad” (Sal 37 [38],6); y el Señor mismo le dice al alma: “¿Por qué no se ha cerrado la cicatriz de la hija de mi pueblo?” (Jr 8,22).

8.3. Y estas son nuestras riquezas, aquellas que cohabitan con el alma, aquellas que ningún rey o enemigo ha sido capaz de separar de ella, renunciando a ellas podemos llegar a la perfección; pero si permanecemos adheridos a ellas, seremos condenados a la muerte eterna.

 

Capítulo 9. Sobre los tres géneros de riquezas

Apoyándose, principalmente, en textos de la Sagrada Escritura, Casiano distingue tres clases de riquezas. Es un primer paso, para luego abordar la conclusión de esta primera sección centrada principalmente sobre las renuncias que siguen al llamamiento que recibimos de diversas formas.

 

9.1. «En las santas Escrituras las riquezas son comprendidas en un triple modo: malas, buenas e indiferentes[1].

9.1a. Las malas son sobre las que se dice: “Las ricos se empobrecieron y pasaron hambre” (Sal 33 [34],11); y: “Pobres de ustedes, los ricos, porque ya han recibido su consuelo” (Lc 6,24). Renunciar a estas riquezas es la suma perfección. Para hacer una distinción, los pobres son aquellos que son alabados por la voz del Señor: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de estos es el reino de los cielos” (Mt 5,3); y en el salmo: “Este pobre ha clamado, y el Señor lo ha escuchado” (Sal 33 [34],7); y de nuevo: “El pobre y el indigente alabarán tu nombre” (Sal 73 [74],21).

9.2. Son buenas las adquiridas por una gran virtud y mérito, y el hombre justo que las posee es alabado por David: “La generación de los rectos será bendita. Gloria y riqueza en su casa, y su justicia permanece por los siglos de los siglos” (Sal 111 [112],2-3); y otra vez: “La redención del alma de un hombre es su propia riqueza” (Pr 13,8 LXX). Sobre estas riquezas se dice en el Apocalipsis a aquel que no teniéndolas es vituperablemente pobre y desnudo: “Estoy, dice, por vomitarte de mi boca. Porque dices: ‘Soy rico, me he enriquecido, y no necesito nada’. Y no sabes que eres mísero, miserable, pobre, ciego y desnudo. Te exhorto a comprarme oro probado en el fuego para que te enriquezcas, y vestimentas blancas para cubrirte, y quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez” (Ap 3,16-18).

9.3. Están también las cosas indiferentes, esto es, que pueden ser buenas o malas. Porque pueden dirigirse hacia ambas partes, según el arbitrio o la disposición del usuario. Sobre estas riquezas dice el beato Apóstol: “Ordena a los ricos de este mundo que no sean altaneros, ni pongan su esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que nos provee abundantemente de todo para que lo disfrutemos; que practiquen el bien, que den con generosidad, que compartan; a fin de atesorar para sí mismos un buen fundamento para el futuro, de modo que adquieran la vida verdadera” (1 Tm 6,17-19). Y también, estas riquezas son las que aquel rico, en el Evangelio, se dice que retenía y no suministraba al indigente, de cuyas migas quería saciarse el pobre Lazaro expuesto delante de su puerta. Pero su intolerancia lo condenó al fuego intolerable de la Gehena y al ardor eterno (cf. Lc 16,19-31).

 

Capítulo 10. Nadie puede ser perfecto solo con el primer grado de las renuncias

“La primera parte de la conferencia de Pafnucio concluye con dos observaciones que preparan lo que sigue”. En primer lugar, señala la incoherencia de quienes “no cumplen de manera completa la primera renuncia y, en consecuencia, usurpan el nombre de ‘monje’… Y cuando, terminando de comentar el llamado de Abraham, subraya que es Dios quien le ‘muestra’ al patriarca la ‘tierra’ a la que debe ir, este acento, colocado sobre la gracia divina, que lleva a su culmen el final, al igual que había llamado al inicio, sirve de comienzo a la segunda parte de la conversación, en la que Pafnucio exaltará la acción de la gracia respecto del libre arbitrio humano”[2].

 

Las riquezas visibles no son nuestras

10.1. Cuando abandonamos las riquezas visibles de este mundo, entonces rechazamos no nuestros propios bienes, sino los de otros, aunque nos gloriemos de haberlos adquirido con nuestro propio esfuerzo o de haberlos heredado de nuestros parientes. Pues, como he dicho, nada es nuestro, excepto lo que posee nuestro corazón y está íntimamente unido a nuestra alma, y que nadie puede quitarnos.

10.1a. Sobre las riquezas visibles habla Cristo, increpando a quienes las retienen como si fueran propias y no quieren compartirlas con los indigentes: “Si no fueron fieles en lo ajeno, ¿quién les dará lo que es ustedes’” (Lc 16,12). Por eso, que estas riquezas son de otros, no solo es una experiencia cotidiana evidente, sino que también nos lo enseña la palabra misma del Señor que hemos citado.

 

Las riquezas invisibles que no se deben desear

10.2. En cambio, sobre las riquezas invisibles y pésimas, Pedro le dice al Señor: “He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿nosotros, entonces, que recibiremos?” (Mt 19,27). Pero el hecho es que no habían dejado nada mas que sus viles y estropeadas redes. Mas este “todo” debe ser interpretado como la renuncia a los vicios, lo que es realmente grande e importante; comprobamos así que los apóstoles no dejaron nada precioso y que el Señor no tenía motivo para beneficiarlos con una tan gloriosa bendición, al extremo de que merecieran oír de parte de Él: “En la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su majestad, también ustedes se sentarán sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28).

 

La gravedad de la incoherencia de vida

10.3. Por consiguiente, si quienes renuncian completamente a los bienes terrenos y visibles son, por motivos evidentes, incapaces de alcanzar el amor de los apóstoles, y no pueden ascender con facilidad al todavía más sublime tercer grado de las renuncias, que es accesible solo a pocos, ¿qué deben, entonces, pensar sobre sí mismos quienes no son capaces de alcanzar el primer grado, el más fácil, y permaneciendo en la antigua sordidez del dinero, fieles a la impiedad de la condición precedente, se consideran dignos de alabanza por el solo hecho de llevar el nombre de monjes?

 

La vía ascendente de las renuncias nos conduce a la más alta contemplación

10.4. En consecuencia, la que hemos denominado primera renuncia, que concierne a los bienes que pertenecen a otros, es insuficiente por sí misma para conferir la perfección a quien renuncia, a no ser que alcance la segunda, que es de hecho la renuncia a lo que nos pertenece. Una vez que la hayamos alcanzado, después de haber expulsado todos nuestros vicios, podremos subir también a las alturas de aquella tercera renuncia. En este estado trascendemos, con el espíritu y con la mente, no solamente lo que sucede en este mundo, y en particular las posesiones humanas, sino que también despreciamos el universo entero, que se cree es magnífico, como sujeto a la vanidad y que totalmente transitorio. En tal sentido, mirando, como dice el Apóstol, “no las cosas visibles, sino las invisibles, pues la que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Co 4,18), mereceremos oír las sublimes palabras dirigidas a Abraham: “Ven a la tierra que te mostraré” (Gn 12,1).

 

Llegar a la cima de las renuncias es un don de Dios

10.5. Con esto queda claramente demostrado que una persona debe observar estas tres renuncias antes mencionadas con todo el ardor de su mente. De otra manera no podrá alcanzar la cuarta realidad, que se concede al perfecto renunciante como remuneración y recompensa: que merecerá entrar en la tierra prometida, donde las espinas y las turbaciones de los vicios no crecen. Esto lo poseerá en su cuerpo por la pureza de corazón, después que todas las pasiones hayan sido expulsadas. Esto no depende de la virtud o el esfuerzo del que se esfuerza; es el Señor mismo que nos promete que lo manifestará cuando dice: “Ven a la tierra que te mostraré” Gn 12,1).

 

El inicio de nuestra salvación es un regalo del Señor

10.6. Es claro, entonces, que el inicio de nuestra salvación depende de la llamada del Señor, que dice: “Sal de tu tierra” (Gn 12,1), y la plenitud de la perfección y de la pureza es otorgada por Él cuando dice: “Ven a la tierra que te mostraré” (Gn 12,1), es decir, no a la que puedes conocer por ti mismo o hallar merced a tu propio esfuerzo, sino a la que yo te mostraré, y que no solo ignoras, sino que incluso no la estás buscando. De lo que se colige manifiestamente que corremos por el camino de la salvación provocados por la inspiración del Señor; así también llegamos a la perfección de la más alta bienaventuranza gracias a su magisterio y conducidos por su iluminación».

 


[1] Retorna Casiano al tema de las cosas indiferentes (cf. Conf. III,7.11), es decir adiaphora (de adiaphoros, en castellano adiáforo), tema que procede de la filosofía estoica. Cf. Conversazioni, pp. 276, nota 18 y 280, nota 21.

[2] Vogüé, p. 202.