Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia IV, capítulos 1-5)

Conferencia cuarta: con abba Daniel. Sobre el deseo de la carne y del espíritu

Capítulos:

1. Sobre la vida de abba Daniel.

2. Pregunta: ¿de dónde se origina el repentino cambio de la mente desde la inefable alegría al tristísimo abatimiento del ánimo?

3. Respuesta a la pregunta formulada.

4. Cuál sea la doble causa de la dispensación y de la prueba de Dios.

5. Que nuestro esfuerzo y empeño en nada prevalecen sin la ayuda de Dios.

6. Que es útil para nosotros ser algunas veces abandonados por el Señor.

7. Sobre la utilidad de la lucha que el Apóstol pone en el combate entre la carne y el espíritu.

8. Pregunta: ¿por qué en este capítulo del Apóstol, después de haber opuesto los deseos de la carne a los del espíritu, se agrega como tercera realidad la voluntad?

9. Respuesta sobre la correcta comprensión del que pregunta.

10. Que el vocablo carne[1] no tiene un único sentido.

11. Lo que en este lugar el Apóstol llama carne y qué sea el deseo de la carne.

12. Qué sea nuestra voluntad, que está colocada entre el deseo de la carne y del espíritu.

13. Sobre la utilidad de la morosidad que se origina de la lucha entre la carne y el espíritu.

14. Sobre la incorregible maldad de los espíritus malvados.

15. En qué nos beneficia la concupiscencia de la carne contra el espíritu.

16. Sobre los incentivos de la carne, con los que, si no fuéramos humillados, caeríamos más gravemente.

17. La indiferencia de los eunucos.

18. Pregunta: ¿cuál es la diferencia entre carnal y animal?

19: Respuesta: sobre el triple estado de las almas.

20. Sobre quienes renuncian malamente.

21. Sobre quienes después de haber renunciado a grandes cosas por las pequeñas se preocupan.

 

Capítulo 1. Sobre la vida de abba Daniel

La relación entre Daniel y Pafnucio

1.1. Entre todos esos varones de la filosofía cristiana también vimos a abba Daniel[2], ciertamente igual entre todo género de virtudes a aquellos que habitaban en el desierto de Escete, pero peculiarmente adornado con la gracia de la humildad. Quien, por el mérito de su pureza y mansedumbre, fue elegido por Pafnucio, el presbítero de aquella soledad, para el oficio de diácono, aunque fuera más joven de edad que muchos otros. Y tanto se alegraba el beato Pafnucio con sus virtudes, que se apresuró también a igualarlo a sí mismo con la ordenación sacerdotal, considerándolo semejante a él por mérito de vida y gracia, porque no toleraba que pudiera permanecer en un ministerio inferior por mucho tiempo; y optando por proveer todavía en vida a su dignísimo sucesor, lo promovió al honor del presbiterado.

 

Abba Daniel muere antes que el beato Pafnucio

1.2. Pero Daniel sin renunciar en nada a su humilde anterior modo de vida, en presencia de Pafnucio no se concedió nunca algo que fuera propio de aquel estado superior al que había sido elevado, sino que siempre que aquel ofrecía las hostias espirituales, se comportaba como si todavía estuviera en el precedente ministerio diaconal. Sin embargo, eminente como era en santidad el beato Pafnucio, y que gozara en muchas ocasiones de la gracia de prever el futuro, esta vez la esperanza de la sustitución y su elección se vieron frustradas. Pues poco tiempo después él mismo presentó a Dios aquel hombre que preparado para que fuera su sucesor.

 

Capítulo 2. Pregunta: ¿de dónde se origina el repentino cambio de la mente desde la inefable alegría al tristísimo abatimiento del ánimo?

La pregunta, en esta ocasión no atribuida a Germán, y que parece proceder de Casiano mismo, es extensa. Propone considerar dos situaciones disímiles del espíritu humano. Más exactamente, presenta la realidad de opuestas experiencias de vida espiritual: la de fecundidad y la de aridez. La primera se traduce en la oración continua; la segunda, en una combinación de angustia y volatilidad total de los pensamientos.

Abba Ammonas (+ hacia 396), en una de sus Cartas aborda este mismo tema y dice:

«El Espíritu sopla donde quiere (Jn 3,8). Sopla sobre las almas puras y rectas, y si ellas le obedecen, les da, al comienzo, el temor y el fervor. Cuando ha sembrado esto en ellas, les hace odiar todas las cosas de este mundo, ya sea el oro, la plata, los adornos; ya sea padre, madre, esposa o hijo. Y le hace dulce al hombre la obra de Dios, más que la miel y que el panal de miel (Sal 18 [19],10), ya sea que se trate del trabajo del ayuno, de las vigilias, de la soledad o de la limosna. Todo lo que es de Dios le parece dulce, y Él le enseña todo (Jn 14,26).

Cuando Él le ha enseñado todo, entonces le concede al hombre ser tentado. A partir de ese momento, todo lo que antes era dulce para él, se le hace pesado. Por eso muchos, cuando son tentados, permanecen en el abatimiento y se hacen carnales. Son aquellos de los que dice el Apóstol: Ustedes comenzaron por el espíritu y ahora terminan por la carne; sufrieron todo aquello en vano (Ga 3,3-4).

Si el hombre resiste a Satanás en la primera tentación, y lo vence, Dios le otorga un fervor estable, tranquilo y sin turbación. Porque el primer fervor es agitado e inestable, mientras que el segundo fervor es mejor. Éste engendra la visión de las cosas espirituales y le hace recorrer un largo camino con una paciencia imperturbable. Al igual que un barco con un buen viento es impulsado fuertemente por sus dos remos y recorre una gran distancia, de modo que los marineros están alegres y descansan, así el segundo fervor concede el reposo ampliamente.

Ahora, pues, hijos míos amadísimos, adquieran el segundo fervor para estar firmes en todo. Porque el fervor divino extirpa todas las pasiones (que provienen) de las seducciones, destruye la vetustez del hombre viejo y hace que el hombre llegue a ser templo de Dios, como está escrito: Yo habitaré y caminaré en ellos (2 Co 6,16).

Si quieren que el fervor que se ha alejado vuelva a ustedes, he aquí lo que el hombre debe hacer: que haga un pacto con Dios y que diga ante él: “Perdóname lo que hice por negligencia, ya no seré más desobediente”. Y que el hombre no camine más a su antojo, para satisfacer su voluntad propia corporal o espiritualmente, sino que sus pensamientos estén vigilantes delante de Dios noche y día, y que llore a toda hora frente a Dios afligiéndose, reprendiéndose y diciendo: “¿Cómo has sido (tan) negligente hasta el presente y estéril todos los días?” Que se acuerde de todos los suplicios y del reino eterno, reprendiéndose y diciendo: “¡Dios te ha gratificado con todo ese honor y tú eres negligente! ¡Te ha sometido el mundo entero y tú eres negligente!” Cuando alguien se acusa así noche y día y a toda hora, el fervor de Dios vuelve a ese hombre, y el segundo fervor es mejor que el primero.

El bienaventurado David cuando ve llegar el abatimiento dice: “Me acordé de los años eternos, medité y recordé los días de eternidad, medité sobre todas tus obras, medité sobre las obras de tus manos. Levanté mis manos hacia ti. Mi alma tiene sed de ti como tierra reseca” (Sal 76 [77],6; 142 [143],5-6). E Isaías también dice: “Cuando hayas gemido de nuevo, entonces serás salvado y volverás a ser como eras” (Is 30,15)»[3].

 

2. Ahora bien, a este beato Daniel nosotros le preguntamos por qué, algunas veces, sentados en la celda, con mucha alegría en el corazón, cuando estamos llenos de un inefable gozo y de la exuberancia de sacratísimos sentimientos, que no se pueden expresar con palabras y que ningún pensamiento puede concebir, entonces la oración brota pura y simple; y la mente, llena de frutos espirituales, ora y experimenta que sus oraciones fervorosas y apacibles llegan a Dios incluso durante el sueño. Por el contrario, sin una causa aparente, repentinamente nos sentimos angustiados y oprimidos con una suerte de irracional tristeza. Sentimos que nuestros sentidos se tornan áridos, experimentamos también verdadero horror por la celda; desprecio por la lectura; la oración misma la hacemos de manera inconstante y caprichosa, como si estuviéramos ebrios. Aun gimiendo, no podemos reconducir nuestra mente a su dirección anterior. Cuánto más esfuerzo realizamos por devolverla a la contemplación de Dios, más vehemente y peligrosamente se desliza y se escapa hacia discursos lúbricos. Y así la mente se ve privada de todo fruto espiritual. Y ni el deseo del cielo ni el temor de la Gehena pueden sacudirla de este sueño letal. Y así respondió.

 

Capítulo 3. Respuesta a la pregunta formulada

 

De dónde procede la esterilidad de nuestro espíritu

3a. [Daniel]: «Tres son las razones que nos han transmitido nuestros mayores sobre esta esterilidad de la mente[4], sobre la que ustedes hablaron en precedencia. En efecto, ella procede de nuestra negligencia, del ataque del diablo o de la dispensación y prueba [de parte] del Señor.

 

Negligencia

3b. Se trata de nuestra negligencia cuando por una falta debida a nuestra anterior tibieza, mostramos que somos descuidados y flojos, y que, por pereza, cultivamos la tierra de nuestro corazón con malos pensamientos, dejando germinar espinas y abrojos. Cuando estos brotan en nosotros, consecuentemente nos hacemos estériles para todo fruto espiritual y vacíos para la contemplación.

 

Ataque del diablo

3c. Viene por causa del ataque del diablo cada vez que el adversario penetra nuestra mente con sus artimañas sutiles, incluso cuando estamos realizando actividades buenas, e incluso de manera inconsciente y sin quererlo somos empujados lejos de las óptimas intenciones.

 

Capítulo 4. Cuál sea la doble causa de la dispensación y de la prueba de Dios

 

El abandono del Señor nos ayuda a comprender nuestra humana fragilidad

4.1. Pero para la dispensación y la prueba de Dios hay una doble causa. La primera, cuando por un breve tiempo somos abandonados por el Señor, y vemos con humildad la fragilidad de nuestro espíritu sin gloriarnos por nuestra anterior pureza de corazón, que nos había siso dada con su visita. Así nos demuestra que, cuando nos deja, no podemos recuperar esa condición de alegría y pureza con nuestros gemidos y nuestro esfuerzo, para que comprendamos que incluso nuestro precedente gozo de corazón nos había sido conferido, no por nuestro esfuerzo, sino por su condescendencia; y que una alegría nueva debe ser pedida otra vez de su gracia e iluminación.

 

Atentos a la inhabitación del Santo Espíritu en nosotros

4.2. La segunda causa para esta prueba es comprobar la perseverancia y constancia de nuestra mente y nuestro deseo, y que se manifieste con qué intención del corazón y ardor de la oración debemos buscar la visita del Espíritu Santo cuando nos ha dejado. Y, al mismo tiempo, darnos cuenta cuánto esfuerzo demanda buscar la alegría espiritual y el gozo de la pureza, una vez que se han perdido; de modo que seamos solícitos, una vez conquistados, esforzándonos en custodiarlos y preservarlos con más cuidado. Pues, en cierta forma, lo que se cree que se puede reparar fácilmente se suele conservar con mayor descuido.

 

Capítulo 5. Que nuestro esfuerzo y empeño en nada prevalecen sin la ayuda de Dios

Casiano vuelve a insistir en la importancia fundamental de la gracia divina en el seguimiento de Cristo. Una vida monástica que se prescinda de la ayuda divina está irremediablemente condenada al fracaso. Este tema, por lo demás, ya lo había abordado ampliamente en la Conferencia precedente, y quedará como un mojón fundamental en sus futuros desarrollos.

 

La gracia y la misericordia de Dios obran maravillas en nuestra pobre existencia

5. Queda probado claramente, entonces, que es la gracia y la misericordia de Dios las que siempre realizan cosas buenas en nosotros. Y faltando estas de nada vale el celo del que se esfuerza sin su ayuda; una vez más, ningún esfuerzo de quien se fatiga, sin su ayuda, podrá llevarnos de nuevo al estado precedente, de modo que se cumple en nosotros continuamente esto: “No del que quiere ni del que corre, sino de Dios que es misericordioso” (Rm 9,16). Esta gracia, sin embargo, a veces no rechaza visitar al negligente y al laxo con una santa inspiración, de la cual ustedes hablaron, con abundancia de pensamientos espirituales. Inspira a los indignos, despierta a los que duermen, ilumina a los que están poseídos por la ceguera de la ignorancia. Con clemencia nos corrige y castiga, infundiéndose en nuestros corazones. De modo que, provocados por esta compunción, seamos así instigados a despertar del sueño de la inercia. Asimismo, a menudo somos repentinamente llenados, en estas frecuentes visitas, con perfumes que están por encima de la suavidad de los compuestos humanos; así, la mente, relajada por esta deliciosa sensación, en cierto modo es como secuestrada fuera del espíritu y se olvida que habita en la carne».


[1] Cf. Ga 5,17.

[2] Los Apotegmas nos presentan a un cierto abba Daniel que habría sido discípulo de Alejandro y de Zoilo, sus compatriotas de Farán, y junto con ellos discípulo de abba Arsenio, a quien sirvió devotamente hasta su muerte. Tuvo que dejar Escete cuando fue devastada (año 434) por los bárbaros. Aunque habla poco de sí mismo, tuvo el mérito de transmitir sus recuerdos sobre Arsenio y otros ancianos. Murió probablemente en 439. Pero resulta imposible demostrar que sea la misma persona que nos presenta Casiano en esta conferencia (cf. Conversazioni, p. 208, nota 2).

[3] Carta X,1-6; trad. en Cuadernos Monásticos 113 (1995), pp. 257-259.

[4] Trad. literal del término mens, que también puede traducirse por espíritu, inteligencia, ánimo. Alternamos estos términos en nuestra versión.