Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia IV, capítulos 8-12)

Capítulo 8. Pregunta: ¿Por qué en este capítulo del Apóstol, después de haber opuesto los deseos de la carne a los del espíritu, se agrega como tercera realidad la voluntad?

Germán: “Aunque empezamos a comprender este razonamiento, sin embargo, puesto que no podemos aferrar completamente las palabras del Apóstol, deseamos que nos expliques esto con mayor claridad. Pues parece que aquí nos han sido señaladas tres realidades: primero el conflicto de la carne contra el espíritu; segundo, el deseo del espíritu opuesto a la carne; y tercero, nuestra voluntad, que está situado como en el medio y sobre la que se dice: “De modo que no hacen lo que quieren” (Ga 5,17). A este respecto, como ya dije, hemos comprendido algunos aspectos de las cuestiones que se han expuesto para nuestro entendimiento, pero queremos que esto nos sea explicado de una forma más clara, ya que esta conferencia nos ofrece la oportunidad”.

 

Capítulo 9. Respuesta sobre la correcta comprensión del que pregunta

Necesidad e importancia de saber preguntar

9.1. Abba Daniel: «Corresponde al intelecto discernir las divisiones y las líneas de las cuestiones, y comprender que su más alta función es entender que no sabemos. Por eso se dice: “La sabiduría será acreditada al ignorante que hace preguntas” (Pr 17,28)[1], porque quien interroga no conoce la fuerza de su pregunta, pero, puesto que pregunta con prudencia y busca entender lo que no comprendía, esta misma actitud le es acreditada como sabiduría, ya que teniendo prudencia conocerá lo que no sabía.

 

Cómo proseguir la argumentación

9.2. Conforme a nuestra división, por tanto, tres realidades parece que son designadas en este pasaje por el Apóstol: el deseo de la carne contra el espíritu y del espíritu contra la carne; y este conflicto parece tener su causa y motivación en el hecho de que nosotros, dice [el texto], no podemos hacer lo que queremos (cf. Ga 5,17). Aquí aparece una cuarta realidad que ustedes no han visto en modo alguno, es decir, que hacemos lo que no queremos hacer (cf. Rm 7,18-21). En consecuencia, ante todo, necesitamos reconocer la fuerza de ambos deseos: el de la carne y el del espíritu; y así podremos examinar en qué consiste nuestro libre albedrío[2], que se encuentra me medio de ambos deseos; y finalmente, de una forma semejante discernir lo que no pertenece a nuestra voluntad.

 

Capítulo 10. Que el vocablo carne no tiene un único sentido

«La interpretación de la epístola a los Gálatas es sorprendente. Para Pablo, la carne y el espíritu se oponen como el pecado y la justicia, el mal moral y el bien. Según abba Daniel, se trata de pulsiones opuestas, pero igualmente defectuosas, cuyo equilibrio es necesario para alcanzar el bien. La terminología paulina se aplica en Casiano a una antropología y a una ética diferentes, donde la noción filosófica del justo medio, aliada a la composición del compuesto humano, sustituye la perspectiva bíblica del triunfo del Espíritu sobre la carne, es decir, del ser regenerado por la gracia divina sobre el hombre esclavizado por el pecado. El espíritu, en el lenguaje de Casiano, ya no es una fuerza divina, absolutamente buena, que libera y santifica al hombre, sino el componente superior de la naturaleza humana, que tiende a expandir lo que de mejor hay en el ser humano, pero que puede desviarse hacia un exceso y el orgullo…

Daniel muestra qué beneficio puede sacar el hombre de su enfermedad congénita, sirviéndose del espíritu para contener la carne, y de la carne para conservar el espíritu en la humildad»[3].

 

Diversos sentidos de la palabra “carne” en los textos bíblicos

10.1. Advertimos que el vocablo carne se utiliza de diversas formas en la Sagrada Escritura. Algunas veces significa el ser humano completo, como compuesto de cuerpo y alma, así en este texto: “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). Y: “Toda carne verá la salvación de nuestro Dios” (Lc 3,6; cf. Is 40,5). Otras veces significa seres humanos pecadores y carnales, así: “Mi espíritu no permanecerá en estos hombres, porque son carne” (Gn 6,3).

10.2. De modo ocasional [carne] se refiere [en la Sagrada Escritura] a pecados mismos, como en este caso: “Ustedes no están en la carne, sino en el espíritu” (Rm 8,9); y de nuevo: “La carne y sangre no poseerán el reino de Dios” (1 Co 15,50), y lo que sigue: “De ninguna manera la corrupción poseerá lo que es incorruptible” (1 Co 15,50). Algunas veces se refiere a la consanguinidad y afinidad, como es este caso: “He aquí que nosotros somos tu hueso y tu carne” (2 S 5,1); y el Apóstol dice: “Si de alguna forma puedo hacer celosa mi carne y salvar a alguno de ellos”.

 

De regreso al texto de la Carta a los Gálatas

10.3. Tenemos que preguntar cuál de estos cuatro significados debemos entender que es necesario aplicar aquí a la carne. Es claro que nada tiene que ver con los ejemplos: “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14), o: “Toda carne verá la salvación de Dios” (Lc 3,6). Pero tampoco con este otro de los significados: “Mi espíritu no permanecerá en estos hombres, porque son carne” (Gn 6,3), pues “carne” como un simple término para hombre pecador no es lo que se comprende en la frase: “El deseo de la carne es contrario al del espíritu, y el del espíritu contrario al de la carne” (Ga 5,17). No se habla de dos realidades sustanciales, sino de condiciones prácticas, que conviven en un solo e idéntico ser humano, y que luchan o al mismo tiempo, o una después de la otra, según las vicisitudes y los cambios impuestos por el tiempo.

 

Capítulo 11. Lo que en este lugar el Apóstol llama carne y qué sea el deseo de la carne

Significado del vocablo “carne”

11.1. Por consiguiente, debemos entender la palabra “carne” como referida no al hombre -es decir, a la sustancia de un ser humano-, sino a la voluntad de la carne, y a sus pésimos deseos; al igual que “espíritu” no designa algo sustancial, sino los buenos y espirituales deseos del alma. El mismo beato Apóstol expresa este significado poco antes cuando comienza afirmando: “Pero yo digo: caminen según el espíritu, y no realizarán los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Y se oponen entre sí para que ustedes no hagan lo que quisieran” (Ga 5,16-17).

 

¿Hacia dónde nos impulsan los deseos?

11.2. En consecuencia, ambos -esto es, los deseos de la carne y los del espíritu-, existen en un solo e idéntico ser humano, y se libra una batalla interior en nosotros cada día. En tanto que el deseo de la carne, que rápidamente conduce hacia los vicios, se regodea en aquellas delicias que pertenecen al reposo presente; el deseo del espíritu, en cambio, se opone a esto y desea estar por completo absorto en las labores espirituales, de modo que incluso llega a excluir las necesidades de la carne, anhelando permanecer constantemente en esas ocupaciones [espirituales], sin prestar atención alguna a su propia fragilidad. La carne se deleita con lujurias y placeres; mientras que el espíritu no encuentra satisfacción ni siquiera en los deseos naturales.

 

En oposición

11.3. La carne desea hartarse de sueño y llenarse con alimentos, mientras que el espíritu se sacia con las vigilias y los ayunos, de modo que ni siquiera desea el sueño y la comida necesarios para la vida. La carne desea la abundancia de toda clase de satisfacciones; en tanto que el espíritu está contento hasta con un exiguo trozo de pan cada día. La carne apetece resplandecer con los baños y estar cotidianamente rodeada por batallones de aduladores; en tanto que el espíritu se regocija en el desaliño de la suciedad, en la vastedad inaccesible del desierto y se horroriza ante la presencia de las multitudes de mortales. La carne acaricia los honores y alabanzas de los seres humanos; en cambio, el espíritu se gloría en las afrentas y las persecuciones que le acaecen.

 

Capítulo 12. Qué sea nuestra voluntad, que está colocada entre el deseo de la carne y del espíritu

Se nos presenta en este capítulo un tema de gran importancia en la tradición monástica primitiva, tal vez algo olvidado en nuestros días: el “camino real”, o “la vía de medio”. Aunque ya hallamos un primer desarrollo en la Conferencia segunda (capítulo 2, § 4), ahora se nos ofrece una visión más amplia que se puede enriquecer con dos referencias.

La primera nos conduce a la Colección alfabética de los Apotegmas, donde leemos: «Dijo abba Benjamín: “Vayan por la vía regia; recorran los mojones y no sean mezquinos (o: descuidados)”»[4].

La segunda, es la interpretación que de esta sentencia nos ofrece Doroteo de Gaza, ampliando la visión sobre el tema en cuestión:

«Las virtudes son un punto medio; es el camino real del que habla un santo Anciano: “Sigan el camino real, y cuenten las millas”. Las virtudes son el medio entre el exceso y la falta. Está escrito: No te desvíes ni a derecha ni a izquierda (Pr 4,27), sino sigue el camino real (cf. Nm 20,17). San Basilio dice: “Es recto de corazón aquel cuyo pensamiento no se inclina ni al exceso ni a la falta, sino que se dirige hacia ese medio que es la virtud”[5]. Lo que quiero decir es esto: el mal en sí mismo no es nada, porque no tiene ser ni sustancia, Dios no lo permita. Es el alma la que lo produce al separarse de la virtud y ser llenada por las pasiones. Y, precisamente por ese mal ella es atormentada, no encontrando su reposo natural. Es, por ejemplo, como la madera: no tiene ningún gusano, pero si se pudre un poco, de esa podredumbre nace el gusano que la roe. El hierro también produce la herrumbre, y él mismo es corroído por la herrumbre; o también el vestido que hace nacer las polillas, por las cuales luego es devorado. Del mismo modo el alma misma produce el mal que antes no tenía ni ser ni sustancia, y es devorada a su vez por ese mismo mal. Es lo que ha dicho tan bien san Gregorio: “El fuego producido por la madera consume la madera, como el mal a los perversos”[6]. Y esto es también visible en los enfermos. Si vivimos de manera desordenada sin cuidar la salud, se produce un exceso o carencia de humores, y de allí se sigue un desequilibrio. De ese modo, la enfermedad antes no estaba en ninguna parte, incluso no existía. Y al recobrar nuevamente el cuerpo su salud, la enfermedad no se encuentra en ninguna parte. De forma similar el mal es la enfermedad del alma privada de su salud natural, es decir de la virtud. Por eso decimos que la virtud es un punto medio. Por ejemplo, el coraje es el medio entre la cobardía y la audacia; la humildad, entre el orgullo y el servilismo; el respeto, entre la vergüenza y la insolencia; y así respectivamente todas las otras virtudes. El hombre que se encuentra revestido de todas esas virtudes es precioso a los ojos de Dios; y aunque parezca que come, bebe y duerme como el resto de los hombres, sus virtudes lo hacen precioso. Al contrario, si carece de vigilancia y no cuida de sí, fácilmente se aparta del camino, sea a la derecha sea a la izquierda, es decir hacia el exceso o la falta, y provoca esa enfermedad que es el mal.

Ese es el camino real que han seguido todos los santos. Las “millas” son las diferentes etapas que debemos medir para darnos cuenta de dónde estamos, a qué distancia hemos llegado, en qué estado nos encontramos. Me explico: todos somos como viajeros que tienen por meta la ciudad santa. Partiendo de una misma ciudad, unos han recorrido cinco millas, y después se detuvieron; otros han recorrido diez; algunos han llegado hasta la mitad del camino; otros no han dado un paso: al salir de la ciudad se quedaron a las puertas, en su atmósfera nauseabunda. Puede suceder que otros recorran dos millas, pero después se pierden y vuelven sobre sus pasos, o habiendo hecho dos millas vuelven cinco para atrás. Otros han llegado hasta la misma ciudad, pero se quedaron fuera y no penetraron en su interior.

Eso es lo que nosotros somos. Seguramente hay entre nosotros quienes, habiendo dejado el mundo para entrar en el monasterio, tenían por meta la adquisición de las virtudes. De ellos unos han progresado un poco, pero después se detuvieron; otros han avanzado algo más; otros llegaron hasta la mitad del camino, pero se quedaron allí. También están los que no han hecho nada: dieron la impresión de abandonar el mundo, pero de hecho se quedaron en las cosas del mundo, en sus pasiones y en su podredumbre. Algunos llegaron a realizar algo bueno, pero después lo destruyeron, o incluso destruyeron mucho más de lo que habían hecho. Otros llegaron a adquirir virtudes, pero se enorgullecieron y despreciaron al prójimo: son los que permanecieron fuera de la ciudad sin entrar. Estos tampoco llegaron a la meta, pues aunque hayan llegado a las puertas de la ciudad, permanecieron fuera, por lo cual tampoco cumplieron su cometido. Que cada uno de nosotros tome conciencia de dónde se encuentra. Al salir de la ciudad ¿se ha quedado afuera, cerca de la puerta, a la vista de la ciudad? ¿Ha avanzado poco o mucho? ¿Ha recorrido la mitad del camino? ¿No habrá avanzado, y después retrocedido dos millas? ¿O habrá retrocedido cinco millas después de haber avanzado dos? ¿Ha llegado hasta la ciudad? ¿Ha entrado en Jerusalén? ¿O ha llegado a la ciudad sin poder penetrar? Que cada uno descubra en qué estado y dónde se encuentra»[7].

 

¿En el medio?

12.1. Entre estos dos deseos, el libre albedrío del alma[8] ocupa, por así decir, una difícil posición media: no se deleita por los flagelos de los vicios, ni consiente los dolores de la virtud. Busca moderar las pasiones de la carne, sin nunca querer soportar los sufrimientos necesarios, sin los que los deseos del espíritu no se pueden alcanzar. Desea obtener la castidad corporal sin la continencia de la carne; conseguir la pureza de corazón sin el esfuerzo de las vigilias; abundar en virtudes espirituales mientras goza del reposo de la carne; poseer la gracia de la paciencia sin los obstáculos de ninguna contrariedad; practicar la humildad de Cristo sin desechar los honores del mundo; alcanzar la simplicidad religiosa junto con la ambición secular; servir a Cristo con las alabanzas y aclamaciones de los hombres; ser estrictamente veraz sin ofender en lo más mínimo a nadie. Por fin, prefiere ir tras los bienes futuros, pero de forma tal que no pierda los presentes.

 

Una deleznable tibieza

12.2. Esta voluntad nunca nos conducirá a la verdadera perfección, sino que nos colocará en un pésimo estado de tibieza y nos hará formar parte de aquellos que son reprendidos con la increpación del Señor en el Apocalipsis: “Conozco tus obras, porque no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente. Pero ahora eres tibio, y comenzaré a vomitarte de mi boca” (Ap 3,15-16), a no ser que estas insurrecciones contrarias de ambas partes no terminen por destruir una tan tibia condición. Pues cuando estamos sometidos a esta voluntad de nuestros deseos y queremos bajar por un poco nuestra guardia, todos los aguijones de nuestra carne aparecerán de inmediato, nos herirán con sus vicios y pasiones, y no nos permitirán permanecer en el estado de pureza en el que nos deleitábamos; y nos arrastrarán hacia ese horrendo camino de los placeres que nos espanta y que está lleno de zarzas.

 

Un sano equilibrio

12.3. Por otra parte, si hemos sido inflamados por un fervor espiritual y queremos extinguir las obras de la carne, sin tener en cuenta la debilidad humana, tentados por un corazón altivo, de realizar por nosotros mismos la práctica de alguna virtud hasta un grado exagerado, nos interpela la fragilidad de la carne y nos pone una pausa en nuestro culpable exceso espiritual. Y así, mientras dura esta lucha, en la que ambos deseos combaten el uno contra el otro, el libre albedrío del alma, que no quiere ni someterse por completo a los deseos de la carne, ni gastar su energía en la consecución de la virtud, en cierto modo es moderado con un justo equilibrio. Mientras esta lucha entre los dos [deseos] siga adelante, se excluye aquella perniciosa voluntad del alma de poner un peso de equilibrio en la balanza de nuestro cuerpo. El combate señalará los límites precisos para el espíritu y la carne, no consintiendo, a la derecha, el predominio ni de una mente inflamada por el ardor espiritual; ni, a la izquierda, que prevalezca la carne con los aguijones de los vicios.

 

La “vía real”

12.4. Mientras este conflicto se mueve en nosotros cada día para nuestro beneficio, somos salutíferamente conducidos hacia la cuarta condición, que nosotros no queremos, en orden a adquirir la pureza de corazón, no de una manera ociosa y fácil, sino con un constante esfuerzo y con la contrición del espíritu; a mantener la castidad de la carne con rigurosos ayunos, con hambre, sed y vigilancia; para imprimir una dirección al corazón por medio de la lectura, las vigilias, la oración incesante y la austeridad del desierto; para procurar la paciencia a través del entrenamiento de la tribulación, cuando servimos a nuestro Creador en medio de las blasfemias y numerosos oprobios; e ir tras la verdad, enfrentando, si es necesario, este mundo de odio y enemistad. Y así, con semejante lucha que se da en nuestro cuerpo y mientras nosotros mismos estamos lejos de una plácida ignavia, empujados al esfuerzo y al celo por la virtud, que no queremos, será mantenido el óptimo equilibrio medio.

 

“El justo equilibrio”

12.5. De este modo, por un lado, el fervor del espíritu atempera la moderada determinación de nuestro libre arbitrio; y por la otra, con un tenue calor penetra la gelidez de nuestra carne. Entonces, ni el deseo del espíritu consiente que la mente sea arrastrada por la concupiscencia de los vicios más desenfrenados; ni, por el contrario, la fragilidad de la carne permite que el espíritu sea impulsado a desear la virtud de una forma irracional. Pues en el primer caso abundarían los incentivos de toda clase de vicios; mientras que, en el segundo, emergiendo la altivez del peor mal, nos golpearía con la flecha más peligrosa: la soberbia. En cambio, el justo equilibrio, que resultará de la lucha entre ambos deseos, abrirá la sana y moderada vía entre estas dos virtudes, enseñándole al soldado de Cristo a caminar siempre sobre la vía regia.

 

El trabajo conjunto de los deseos

12.6. Sucederá así que, cuando la mente, a causa de la tibieza de la voluntad indolente, de la que ya hablamos, se vuelque con mucha facilidad hacia los deseos de la carne, será refrenada por los deseos del espíritu, que no condescienden con los vicios terrenos. Y, por otra parte, si por un fervor sin moderación, por un exceso del corazón, nuestro espíritu fuera arrebatado hacia cosas que son imposibles e inconsideradas, retornará a su equilibrio propio merced a la debilidad de la carne. Entonces, trascendiendo la muy tibia condición de nuestra voluntad, procederá con la debida moderación y un fatigoso esfuerzo, a transitar de nuevo por el camino de la perfección.

 

La torre de Babel

12.7. Leemos en el libro del Génesis que algo semejante fue mandado por el Señor respecto de la construcción de aquella torre famosa, cuando repentinamente se produjo la confusión de las lenguas y se refrenaron las sacrílegas y nefastas audacias de los hombres (cf. Gn 11,1 ss.). Pues allí habría permanecido [el acuerdo] contra Dios, al igual que contra aquellos que habían comenzado a atentar contra la divina majestad, si no fuera que la dispensación de Dios nos los hubiera enfrentado entre sí por medio de la diversidad de lenguas, y si la disonancia de las voces no les hubiera impelido a avanzar hacia un estado mejor. Así, a quienes un pernicioso consenso los había conducido a su propia ruina, se los llamaba de nuevo a la salvación por medio de una buena y útil discordia; para que comenzaran a percibir, a través de la división, la humana debilidad, que antes ignoraban, exaltados por una conspiración dañina.


[1] El texto de la LXX dice: “Al necio que pide sabiduría, sabiduría le será contada” (trad. en La Biblia griega Septuaginta. Natalio Fernández Marcos - María Victoria Spottorno Díaz-Caro [Coordinadores], Salamanca, Eds. Sígueme, 2013, p. 319 (Biblioteca de Estudios Bíblicos, 127).

[2] Lit.: qué sea nuestra voluntad (quae voluntas sit nostra).

[3] Vogüé, p. 208. Ya que el hombre es espíritu y carne, su caída no es irremediable, como aquella de los ángeles o del ángel (ibid., nota 231).

[4] Benjamín 5; PG 65,145 A; trad. en Los apotegmas de las Madres y los Padres del desierto. Colección alfabética griega, Munro, Surco Digital, 2021, p. 

[5] Basilio de Cesarea, Homilías sobre los Salmos VII,7; PG 29,244 D.

[6] Gregorio de Nacianzo, Oratio 23,1; texto y traducción en: Gregorio de Nacianzo. Discursos XVI-XXVI, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 2019, pp. 290-291 (Col. Textos patrísticos).

[7] Doroteo de Gaza, Conferencia 10,106-107; ed. SCh 92, pp. 340-347; trad. en: Doroteo de Gaza. Obras. Conferencias, cartas, sentencias, Munro, Ed. Surco Digital, 2022, pp. 99-100.

[8] Lit.: la voluntad del alma (animae voluntas).