Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia VI, capítulos 13-17)

Capítulo 13. Pregunta: ¿si puede nuestra mente mantenerse continuamente en un único e igual estado?

Germán: “¿Puede nuestra mente conservar de forma constante un estado y permanecer siempre en la misma condición?”.

 

Capítulo 14. Respuesta a la proposición del interrogante

Para contestar a la pregunta que se le ha formulado, abba Teodoro recurre al ejemplo del remero que debe luchar con vigor para remontar la corriente. Es decir, la vida del monje es un esfuerzo constante, no se puede descansar en el seguimiento de Cristo, pues, de lo contrario, corremos el peligro se der arrastrados por las aguas hacia el precipicio.

Esta primera afirmación será retomada, de modo inclusivo, en el último párrafo de la exposición de Teodoro, en cual que señala el grave peligro que entraña la negligencia, la pereza o la indolencia en la vida espiritual.

En este capítulo, además, es significativo el claro enunciado sobre la inmutabilidad de Dios, solo en Él no hay cambio.

Y una vez más resultan relevantes los testimonia bíblicos que presenta Casiano para apoyar sus enseñanzas.

 

Dos opciones

14.1. Teodoro: «Según el Apóstol es necesario para “quien se renueva en el espíritu de su mente” (Ef 4,23) hacer progresos cada día “extendiéndose hacia las realidades que están por delante” (Flp 3,13); o, al contrario, si es negligente, terminará por retroceder y caerá en una peor condición. Por esto la mente no podrá de forma alguna permanecer en una e idéntica cualidad. Como si alguien se esforzara para hacer avanzar una barca remando contra las aguas de un río impetuoso; éste necesariamente intentará ir río arriba, contra la corriente, mediante la fuerza de sus brazos, o bien, dejando inermes las manos será arrastrado al precipicio por el agua.

 

Ningún ser humano es perfecto

14.2. En consecuencia, este será el indicio evidente de nuestro detrimento: si comprendemos no haber conseguido nada más, y no dudamos que tornamos hacia atrás completamente en el día en que advertimos no haber progresado hacia las realidades superiores. Porque, como ya he dicho, la mente del hombre no puede permanecer constantemente en el mismo estado; ni siquiera un santo, mientras vive en esta carne, podrá ser tan virtuoso como para permanecer inmóvil. Pues es necesario que incluso a ellos siempre algo les sea añadido o algo les sea quitado, ya que no puede estar en ninguna persona aquella perfección que no esté sujeta a la pasión del cambio, según se lee en el libro del bienaventurado Job: “¿Qué es el hombre para que se considere inmaculado y justo el nacido de mujer? He aquí que entre sus santos ninguno es inmutable, y los cielos no son puros en su presencia” (Jb 15,14-15. LXX).

 

Solo Dios es perfecto

14.3. Nosotros que solo Dios es inmutable y a Él solo se dirige la oración del profeta de esta forma: “Tú eres siempre el mismo” (Sal 101 [102],28); y Él dice de sí mismo: “Yo soy Dios, y no cambio” (Ml 3,6), es decir, que solo Él es naturalmente siempre bueno, siempre completo y siempre perfecto, a quien nada en algún tiempo puede agregársele ni quitársele. Y, por lo tanto, siempre debemos impulsarnos al esfuerzo de la virtud con incesante cuidado y preocupación, y ocuparnos constantemente de los ejercicios [que le son propios], no sea que, cuando cese el progreso, inmediatamente siga la disminución. Porque, como hemos dicho, no es favorable para la mente permanecer en un único e idéntico estado, es decir, que ni adquiera el aumento de las virtudes ni detenga su detrimento. Pues no haberlo obtenido es como disminuir, porque, al dejar de tener el deseo de progresar, no se salvará del peligro de retroceder.

 

Capítulo 15. Qué daño hay en el abandono la celda

En el camino del seguimiento de Cristo en la vida monástica, la permanencia en la celda, o la estabilidad en el monasterio, juegan un papel determinante.

Resuenan en este capítulo, cual un eco significativo, las palabras de un monje copto, Pablo de Tamma, de poco anterior a Juan Casiano, que afirma:

«¡Oh, celda! No se puede medir tu honor, tienda verdadera y buena[1], en la cual el hombre de Dios se sienta. La tienda verdadera y perfecta[2] es un sabio que está en su celda, “donde está el vaso de oro, el maná en él, y la vara de Aarón que floreció con las tablas de la Alianza”[3].

Un sabio que está en su celda, Dios es quien conoce su perfección, y el Señor es quien dijo: “Bienaventurados lo que lloran, porque ellos serán consolados”[4]. Un sabio que está en su celda[5] es la ciudad de las gracias, es el lugar de las virtudes, y el espíritu es perfecto en él.

Desea la gracia de la celda todos los días de tu vida pues ella es quien permanecerá contigo. No hay medida para el honor de la celda, y sus misterios son incontables»[6].

 

15. Por tanto, es necesario permanecer siempre en la celda. Porque quien haya deambulado fuera y regrese a ella como un novicio que está comenzando a habitar en la celda, vacilará y se perturbará. Pues esa concentración de su espíritu que el morador había adquirido en la celda, si se hubiera relajado, no podrá volver a recuperarla sin trabajo y dolor; y cuando haya regresado no pensará en el progreso perdido, y que habría podido aumentar si no hubiera dejado la celda, sino que se alegrará pensando que ha recuperado la condición de la cual había caído. En efecto, como el tiempo perdido y ya pasado no se puede recuperar, igualmente aquellas cosas que se han perdido no pueden conseguir que las ganancias sean restituidas. Puesto que, aunque después mucho se cultive la concentración del espíritu, la ganancia será el progreso de cada día y de cada momento y no la recuperación del provecho perdido.

 

Capítulo 16. Sobre la variabilidad también de las virtudes superiores y celestiales

En este capítulo Casiano insiste sobre un tema que retoma de tanto en tanto: la condición creada de los ángeles[7].

También subraya la inestabilidad de nuestra condición humana, que nos obliga a no confiar en nuestros éxitos terrenos.

 

Los ángeles son creados

16.1. Pero que también están sujetos a cambio los poderes celestiales, como hemos dicho, lo afirman quienes son parte de ese número, y que cayeron a causa del pecado de su voluntad corrupta. Porque no deben deben considerarse de naturaleza inmutable ni siquiera los que han permanecido en la felicidad para la que fueron creados, y no se pervirtieron, de modo semejante, en el sentido contrario. Porque una cosa es ser de naturaleza inmutable, y otra cosa es no cambiar gracias al celo por la virtud y la perseverancia en el bien merced a la inmutable gracia de Dios.

 

Estamos en la lucha

16.2. Porque lo que se adquiere o se mantiene con diligencia también se puede perder por negligencia. Y por eso se dice: “No beatifiques a un hombre antes de su partida” (Si 11,28). Pues es evidente que aquel que todavía está en la lucha y, por así decirlo, en la arena, aunque suele vencer y obtener con frecuencia las palmas de la victoria, sin embargo, no puede estar a salvo del miedo y la sospecha de un resultado incierto.

 

En Dios no hay cambio

16.3. Y por eso se llama inmutable y bueno solo a Dios, quien, poseyendo la bondad no por un laborioso esfuerzo, sino por naturaleza, no puede ser sino bueno. Por esto, ninguna virtud puede ser poseída inamoviblemente por un ser humano, sino que para que pueda conservarse para siempre es necesario que la virtud adquirida sea siempre custodiada con cuidado y diligencia.

 

Capítulo 17. Que nadie cae por una ruina súbita

A pesar de que los testimonios que se aducen en el presente capìtulo están tomados, todos ellos, de los libros sapienciales del Antiguo Testamento, el texto de base que resuena es el del final del Sermón de la montaña: la casa contruida sobre roca o arena (cf. Mt 7,21-29). Se señala así que una construcción espiritual indolente o descuidada esá destinada a la ruina.

 

Un derrumbe que no es sorpresivo

17.1. No debemos creer que una caída sea la causa de una ruina imprevista. Pero, ya sea que, engañado al inicio por una mala educación, ya sea por un largo descuido de la mente, perdiendo poco a poco la virtud de su ánimo, con un gradual aumento de los vicios, cayó en una condición miserable. “Antes de la miseria, en efecto, precede la injuria, y antes de la ruina el mal pensamiento” (Pr 16,18). Del mismo modo que una casa jamás cae en la ruina de improviso, a no ser a causa de la antigua debilidad de sus cimientos, o por una prolongada desidia de quienes la habitan: primero, goteras muy pequeñas se manifiestan en la cobertura de los techos; después, estos, por causa de una vetusta negligencia, se abren y caen, luego de una borrascosa tempestad de lluvia que cae sobre ella como un río. Pues “por la pereza se ha debilitado la trabazon [del techo] y por causa de las manos indolentes, agua caerá sobre la casa” (Qo 10,18).

 

Consecuencias espirituales de la negligencia en la práctica de las virtudes

17.2. Esto es lo que, con otras palabras, dice Salomón que sucede espiritualmente en el alma: “En un día de invierno el goteo del agua expulsa al hombre de su casa” (Pr 27,15). Elegantemente compara la negligencia de la mente con la incuria por el techo, a través del cual, como minúsculas gotas, penetran las pasiones. Si éstas, aunque pequeñas y leves, son descuidadas, corrompen la trabazón de las virtudes; y entonces, después, se derrama sobre la techumbre una fortísima lluvia de vicios. Así, en un día de invierno, es decir, en el tiempo de la tentación, la mente es expulsada de la casa de las virtudes por un repentino asalto del diablo, en la que, cuando mantenía una diligente vigilancia, descansaba como en su propia posesión».

 

Conclusión de la conferencia de abba Teodoro

17.3. Así, habiendo conocido estas cosas, percibimos el infinito placer del alimento espiritual, de modo que, por medio de esta conferencia, se llenó con una mayor alegría nuestra alma, que antes de habernos afligido por la tristeza de la muerte de los santos. Pues no solo fuimos instruidos sobre aquello que dudábamos, sino que, además, pudimos conocer, al presentar nuestra pregunta, realidades de las que ni siquiera habíamos preguntado, dada la pobreza de nuestra inteligencia.


[1] Referencia indirecta a Hb 9,11.

[2] Cf. Hb 9,11.

[3] Hb 9 4.

[4] Mt 5,4.

[5] Al igual que en el parágrafo anterior, “un sabio que está en su celda” es remplazado por “un sabio es quien está en su celda”.

[6] Pablo de Tamma (fines del siglo IV-principios del siglo V), Sobre la celda 67-68. 75-76. 88-89; trad. en Cuadernos Monásticos n. 215 (2020), pp. 517-519.

[7] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, ns. 228 ss.