Capítulo 15. Sobre la gracia de las múltiples vocaciones
El ejemplo de las llamadas de Dios
15.1. «Esto demuestra hasta la evidencia que los juicios de Dios son insondables e incomprensibles los caminos por los cuales atrae a su salvación al género humano. Pero el ejemplo de las vocaciones relatadas en el Evangelio nos proporcionará nuevas pruebas. En efecto, ni Andrés ni Pedro ni los demás apóstoles soñaban con los medios para salvarse, y aquí vemos que Él los elige con una condescendencia total y espontánea de su gracia. Zaqueo, empujado por una percepción íntima de fe, se esfuerza por ver al Señor y compensa su poca talla subiéndose a un sicómoro. El Señor lo acoge y más aún le concede esta bendición y esta gloria: irá a instalarse en su casa.
La ternura de Dios
15.2. Atrae a Pablo que resiste y se revela. A otro, le manda seguirlo tan inseparablemente que le niega la pequeña demora para enterrar a su Padre. Cornelio se dedicaba incesantemente a la oración y a la limosna. En recompensa, el camino de la salvación le es mostrado: un ángel lo visita y le ordena hacer venir a Pedro y escuchar de su boca las palabras por las cuales él y los suyos serían salvados (cf. Hch 10). Así la sabiduría multiforme de Dios prepara la salvación de los hombres con una ternura astuta en cambiar sus medios y verdaderamente insondable. Según la capacidad de cada uno, concede la gracia de su largueza.
Las curaciones que Jesús realiza
15.3. Para las curaciones que obra no quiere apoyarse en el poder de su majestad sino en la fe que encuentra en cada uno de nosotros o que Él mismo ha repartido. Éste cree que para ser limpiado de su lepra, la sola voluntad de Cristo basta, y Cristo lo cura por el solo consentimiento de su voluntad: “Quiero, queda limpio” (Mt 8,3). Otro le suplica que acuda a su casa y resucite a su hija imponiéndole las manos. Él entra en su casa y le concede el objeto de su súplica en la forma esperada (Mt 9,18). Un tercero cree que la salud de su siervo reside esencialmente en el mandato de su palabra: “Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano” (Mt 8,8). Por el mandato de su palabra devuelve a los miembros inertes su anterior vigor: “Anda, que te suceda como has creído” (Mt 8,13).
La forma en que Jesús sana
15.4. Y están aquellos que esperan encontrar el remedio tocando la orla de su manto: a éstos les concede con generosidad el don de la salud: (cf. Mt 9,20). Da a algunos la curación de sus enfermedades respondiendo a su ruego y a otros por un don espontáneo. Exhorta a algunos a la esperanza: “¿Quieres curarte?” (Jn 5,6). Socorre por sí mismo a otros que no lo esperaban. Sondea los deseos de algunos antes de satisfacer su voluntad: “¿Qué quieres que te haga?” (Mt 20, 32) y de otro que ignora el medio para obtener lo que ansía, le señala con bondad: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Jn 11,40).
El poder de sanación que el Señor poseía
15.5. Con toda certeza derramó más que abundantemente su poder de curación, tanto que al respecto el Evangelista bien pudo decir: “Curó a sus enfermos” (Mt 14,14). En otros lugares el tesoro inagotable de sus dádivas no pudo manifestarse: “Jesús -se dice- no pudo obrar allí ningún milagro por su falta de fe” (Mt 6,5-6). Vemos aquí cómo la liberalidad de Dios responde a la capacidad de la fe humana. Dice a éstos: “Hágase en ustedes según su fe” (Mt 9,29) y a aquél: “Anda, que te suceda como has creído” (Mt 8,13); a un tercero: “Que te suceda como deseas” (Mt 15,28), y a otro más: “Tu fe te ha salvado” (Mc 10,52)».
Capítulo 16. Sobre la gracia de Dios, que trasciende los límites de la fe humana
La gracia de Dios supera nuestra falta de fe
16.1. «Pero que no piensen que hemos dicho estas cosas con el ánimo de establecer que todo el asunto de nuestra salvación reside en el poder de nuestra fe, según la sacrílega opinión de algunos, que dejando todo al libre arbitrio, afirman que la gracia de Dios es dispensada a cada uno según su mérito[1]. Nosotros declaramos por lo contrario y de la manera más absoluta que la gracia de Dios llega a ser desbordante y pasa a veces por sobre los estrechos límites de la incredulidad humana.
La curación del hijo del funcionario real
16.2. Es lo que pasó, como recordamos en el Evangelio, con un funcionario real. Persuadido de que sería más fácil sanar a su hijo enfermo que resucitarlo después de muerto, se apresuró a implorar la presencia del Señor: “Señor baja antes que se muera mi hijo” (Jn 4,49). Y Cristo, no obstante haber reprochado su incredulidad: “Si no ven señales y prodigios no creen” (Jn 4,48), no se abstiene, pese a la debilidad de esta fe, de desplegar la gracia de su divinidad. Él no ejerció su gracia divina en conformidad con la débil fe del hombre; expulsó la mortal enfermedad febril no por su presencia corporal, de acuerdo con la creencia del hombre, sino por su poderosa palabra: “Vete, que tu hijo vive” (Jn 4,50).
La curación del paralítico
16.3. Leemos que derramó su gracia con la misma prodigalidad en la curación del paralítico. Este no pedía otra cosa que ser liberado de la debilidad que había abatido a todos los músculos de su pobre cuerpo. El Señor comienza por darle la salud del alma: “Ánimo hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt 9,2). Pero he aquí que como los escribas no querían creer que Él pudiese perdonar los pecados de los hombres, para confundir su incredulidad devuelve, por el poder de su palabra, la fuerza a esos miembros destruidos por la parálisis: “¿Por qué piensan mal en sus corazones? ¿Qué es más fácil, decir: tus pecados te son perdonados, o decir: levántate y anda? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados: Levántate -dice entonces al paralítico- toma tu camilla y vete a tu casa” (Mt 9,4-6)[2].
La curación del enfermo postrado junto a la piscina
16.4. Lo mismo ocurrió con aquel enfermo que, acostado en vano por treinta años cerca del borde de la piscina, esperaba su curación por la agitación de las aguas. Espontáneamente el Señor muestra la magnificencia de su liberalidad. Primero llama la atención del enfermo sobre el medio para recuperar la salud: “¿Quieres curarte?” (Jn 5,6). El enfermo se queja de la falta de ayuda de parte de los hombres: “Señor no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua” (Jn 5, 7). Y el Señor perdona su incredulidad y su ignorancia, le devuelve la salud no por el medio que esperaba sino de la manera que ha elegido su misericordia: “Levántate, toma tu camilla y anda (Jn 5, 8)”[3].
La curación realizada por san Pedro
16.5. ¿Pero qué hay de sorprendente en el relato de tales prodigios del poder del Señor, cuando la divina gracia ha obrado milagros semejantes por intermedio de sus servidores? Pedro y Juan están en el Templo. Un cojo de nacimiento incapaz de dar un paso les pide limosna. Pero ellos en lugar de las viles piezas de moneda que solicita le conceden el uso de sus piernas. Él solo esperaba el alivio de un pobre óbolo, ellos lo enriquecen con el precioso don de la salud que él no esperaba: “No tengo plata ni oro -dice Pedro- pero lo que tengo te doy, en nombre de Jesucristo de Nazaret, ponte a andar” (Hch 3,6)».
[1] Se trata de la fe concebida por nuestras propias fuerzas y son los pelagianos a quienes se está refiriendo.
[2] Casiano dice: “... y vete a tu casa” (in domum tuam), mientras que el texto evangélico dice: “y anda”.
[3] Ciertamente el pensamiento de Casiano se refiere al mismo pasaje de san Juan (5,8), pero en realidad retoma palabra por palabra la cita de san Mateo (9,6).