Capítulo 7. Por qué grados se puede ascender hacia la sublimidad de la caridad y cuál sea la estabilidad en ella
Del temor a la esperanza
7.1. «Si alguien tiende a la perfección y, a partir de aquel primer grado de temor -que dijimos ser propiamente servil y sobre el que se afirma: “Cuando hayan hecho todas las cosas digan: ‘Somos siervos inútiles’ (Lc 17,10)”-, subirá, ascendiendo un grado, a uno más alto: el de la esperanza, y ya no será comparado al esclavo, sino al trabajador asalariado, porque esperará el salario de su retribución; y cuasi seguro sobre la absolución de los pecados y del temor de la pena, y consciente de sus buenas acciones, se lo verá esperar el premio por sus buenas obras. Sin embargo, todavía no estará en grado de llegar a aquel amor que es propio de un hijo y que lo haría confiar en la liberalidad de la indulgencia paterna, sin dudar que todas las cosas del padre son también suyas.
“El hijo pródigo”
7.2. A este grado no se atreve a aspirar ni siquiera aquel [hijo] pródigo, que junto a la propiedad perdió también el nombre de hijo, cuando dice: “Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo” (Lc 15,19). Y después que se le negó saciarse con las algarrobas de los cerdos (cf. Lc 15,16-17), es decir, con los sórdidos alimentos de los vicios, puesto que entró en sí mismo[1], compungido por un temor saludable, ya empezó a tener horror por la inmundicia de los puercos y temió los suplicios de un hambre espantoso. Estando todavía en la condición de un esclavo, pensando en el salario, deseó el estado de mercenario y dijo: “Todos los asalariados de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí muero de hambre. Volveré entonces a mi padre y le diré: ‘Padre, pequé contra el cielo y contra ti; no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus asalariados’ (Lc 15,17-19)”.
Retornar a la dignidad de hijos en Cristo
7.3. Pero el padre corriendo a su encuentro (cf. Lc 15,20) acogió esta humilde voz de penitencia con un amor más grande que aquel con el que habían sido expresadas, y, no contento con concederle esa mínima cosa, superó sin dilación uno y otro grado, restituyéndolo en la prístina dignidad de los hijos. También nosotros debemos apresurarnos, para así alcanzar el tercer grado de hijos, es decir, de aquellos que consideran propias todas las cosas que son del padre, por medio de la gracia indisoluble de la caridad. Esforcémonos para merecer recibir la imagen y semejanza (cf. Gn 1,26) de aquel Padre celestial; y, a imitación de aquel verdadero Hijo, que podamos proclamar: “Todo lo que el Padre posee, es mío” (Jn 16,15).
El llamado a la santidad
7.4. Y esto lo dice también sobre nosotros el santo Apóstol: “Todo es de ustedes, Pablo, Apolo, Cefas y el mundo, la vida y la muerte, el presente y el futuro, todas las cosas son de ustedes” (1 Co 3,22). A esta semejanza los invitan también los preceptos del Salvador: “Sean perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Mt 5,48). En aquellos grados, en efecto, hay algo que, en ocasiones, interrumpe el afecto por el bien, cuando se debilita el vigor del alma por la tibieza, la alegría o el placer, o cuando se aparta el temor de la Gehena o el deseo de las realidades futuras por [la urgencia] de las presentes.
La caridad echa fuera el temor
7.5. Sin embargo, hay en estas realidades un cierto grado de progreso, que penetra en nosotros, de modo que, mientras empezamos a evitar los vicios por el temor de los castigos o por la esperanza de los premios, podemos pasar hacia el grado de la caridad, pues “no hay temor, dice [el Apóstol], en la caridad, sino que la perfecta caridad echa fuera el temor, porque el temor mira[2] el castigo y quien teme no es perfecto en la caridad. Nosotros, por tanto, amemos puesto que Dios nos amó primero” (1 Jn 4,18-19).
Un camino ascendente
7.6. Por consiguiente, no podremos llegar a aquella verdadera perfección a no ser que, así como Él nos amó solo para salvarnos, nosotros también lo amemos por su tan gran amor. Por lo tanto, debemos esforzarnos, con el ardor perfecto de la mente, para que de este temor ascendamos a la esperanza, de la esperanza al amor de Dios y al amor de las virtudes en sí, de modo que, al transitar, retengamos inamoviblemente en nuestro afecto ese bien mismo, en cuanto sea posible para la naturaleza humana.
Capítulo 8. La excelencia de quien por el afecto de la caridad evita los vicios
El afecto de la divina caridad
8.1. Hay una gran diferencia entre aquel que extingue las llamas de sus vicios por el miedo de la Gehena o por la esperanza de una retribución futura, y aquel que, impulsado por el afecto de la caridad divina, aborrece la malicia y la impureza[3], poseyendo el bien de la pureza solo por amor y deseo de castidad, ya sin mirar la recompensa de la promesa futura, sino que, deleitado en la conciencia del bien presente, actúa en todo no por contemplación de las penas, sino por la delectación de las virtudes.
Amor al bien
8.2. No puede servirse de este estado ni como ocasión para pecar en ausencia de testigos ni para contaminarse con los deleites ocultos de los pensamientos, pues si retiene en lo profundo el afecto de la virtud misma, todo lo que le es contrario no solo no puede entrar en el corazón, sino que también es detestado con sumo horror. Por otra parte, una cosa es sentirse deleitado con un bien presente y tener odio al contagio de los vicios de la carne, otra diferente es refrenar las concupiscencias ilícitas en vista de la recompensa futura; y otra diferente temer un daño presente y sentir miedo por un castigo futuro. En definitiva, es algo mucho más grande no querer apartarse del bien [por amor] del bien mismo, que no consentir a los males por miedo al mal.
Cómo conseguir la estabilidad en la vida presente
8.3. En el primer caso, el bien es voluntario; en cambio, en aquello es como si fuera forzado y arrancado de uno contra su voluntad, ya sea por miedo al castigo o por el deseo de recompensas. Pues aquel que se abstiene de los halagos de los vicios bajo el pretexto del miedo, una vez que se elimina este obstáculo, regresará de nuevo a aquello que ama y por ello no obtendrá la estabilidad constante del bien, sino que ni siquiera encontrará descanso alguna vez de los ataques, porque no poseerá una paz firme y duradera de la castidad.
El daño a la castidad
8.4. Donde es feroz la lucha, es imposible no correr el riesgo de ser herido. Es necesario que alguien que se encuentra en un conflicto, aunque sea un guerrero que lucha valientemente, frecuentemente inflija heridas letales a sus adversarios, no obstante, a veces se será herido por el acero enemigo. Quien, sin embargo, haya superado el ataque de los vicios, goza ya de la seguridad de la paz y ha pasado al afecto de la virtud misma, retendrá siempre el estado de aquel bien que ahora tiene, porque no cree que haya nada más dañino que el daño infligido a la castidad íntima.
Un don precioso
8.5. Porque, en verdad, nada considera más caro y precioso que la pureza presente, a la que le pesa gravemente la perniciosa transgresión de las virtudes o el contagio virulento del vicio mismo. A esta, digo, ni la reverencia ante la presencia humana añadirá algo a la virtud ni la soledad la disminuirá, sino que siempre llevándola consigo, a todas partes y en todo momento, será un árbitro no solo de sus acciones, sino también de sus pensamientos, consciente de que no puede ser rodeada, engañada ni evadida.