“Juan bautiza y se le acerca Jesús, quizá para santificar al que bautiza, en cualquier caso, es evidente que, para santificar a todo el antiguo Adán, sumergiéndolo consigo en el agua del Bautismo. Pero antes que a éstos y por su causa, santifica al río Jordán. Como era espíritu y carne, comienza por el espíritu y el agua. Juan se resiste y Jesús lo convence. Soy yo quien tiene necesidad de ser bautizado por ti, dice la luz al sol, la voz al Verbo, el amigo al esposo, el que está por encima de todos los nacidos de mujer, al Primogénito de toda criatura, el que saltó de alegría en el vientre de su madre al adorado cuando estaba aún en el seno materno, el Precursor que precedería a quien se muestra y habrá de mostrarse. Soy yo quien tiene necesidad de ser bautizado por ti.
¿Qué contesta Jesús? Déjame ahora, esto se ajusta a lo convenido. Conocía bien que, poco después, Él bautizaría al Bautista.
¿Qué significa la correa de la sandalia, esa que no te atreves a desatar tú que bautizas a Jesús, que vienes del desierto y no te alimentas, que eres el nuevo Elías, incluso superior al profeta, pues has visto al profetizado, tú, mediador del Antiguo y el Nuevo Testamento? ¿Qué significan todas estas cosas? Se trata, tal vez, de explicaciones sobre la venida de Cristo y su Encarnación, explicaciones cuya interpretación no es fácil, ni siquiera en lo fundamental y ello no sólo para cuantos son aún carnales e infantiles en Cristo, sino también para los que, como Juan, están ya en el Espíritu.
Sale Jesús del agua. Consigo lleva levantado el mundo y ve cómo se abren los cielos que Adán se había cerrado a sí mismo y a cuantos de él descendieran, como había cerrado también el Paraíso con flameante espada. El Espíritu da testimonio de la naturaleza divina de Jesús: acude a encontrarse con su igual. Y otro tanto la voz del cielo, ya que de allí procedía Aquél de quien se da testimonio” (san Gregorio de Nacianzo).