La verdadera belleza es el amor de Dios,
que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual.
La belleza de la liturgia es parte de este misterio;
es expresión eminente de la gloria de Dios y,
en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra.
(Benedicto XVI, “Sacramentum caritatis”, nº 35).
La Liturgia, reflejo de la belleza de Dios, expresión de su Misterio de amor, tiene su propio lenguaje, cuya riqueza entrevemos en los artículos de este número de Cuadernos Monásticos, que nos acercan a la experiencia de Cristo presente en el signo litúrgico, en la Liturgia hecha vida cotidiana, en la apertura constante a la Liturgia celestial, ese horizonte grande de nuestras vidas. Experiencia a la que no es ajena la oración privada en sus distintas formas, una de las cuales es el rezo del Angelus, que expresa esa necesidad tan humana de rezar al ritmo de las horas, respondiendo al toque de las campanas.
De un modo muy didáctico, el Card. Jorge A. Medina Estévez nos presenta un intento de sistematización de una serie de signos y símbolos cristianos, litúrgicos y religiosos –enraizados en la Sagrada Escritura y en la Tradición–, haciéndonos tomar conciencia de su importancia humana y social, expresiva y comunicativa, así como también de su alto valor pedagógico y transfigurante en la vida de la Iglesia.
El Dr. Héctor J. Padrón nos propone una reflexión –a la luz de la RB y de la Liturgia– sobre el sentido de lo cotidiano en la experiencia del monacato medieval, de la cual da testimonio san Bernardo en su aporte al conocimiento de sí mismo desde una perspectiva dialógica, que incluye la relación con Dios y con la comunidad monástica.
Robert Le Gall, osb, después de brindarnos una visión histórica de los antecedentes y evolución del rezo del Angelus, y de detenerse a mostrar la profunda e interpelante belleza que se encierra en los tres momentos de esta oración mariana, nos hace tomar conciencia de la transformación que puede obrar en nuestras vidas esta sencilla oración, puerta de acceso a los misterios de Cristo que contemplamos en el santo Rosario.
Con M. Immaculata Astre, osb, nos ponemos en presencia de los ángeles, para gozar en la Liturgia –en la Misa, en las fiestas de los ángeles y en todo el ciclo litúrgico– de su compañía reverente y ejemplar, recordando que estamos llamados a participar con ellos en la Liturgia celeste ya desde ahora, rindiendo un culto de adoración, de servicio y de alabanza, y a entonar el bello canto de la caridad con toda nuestra vida.
En la sección “Fuentes”, continuamos publicando las Enarraciones de san Agustín sobre los Salmos Graduales. Presentamos en este número los Salmos 125, 126 y 127. En la Introducción, el P. Fernando Rivas, osb, señala que el Comentario de san Agustín a estos Salmos encierra una clave teológico-espiritual de todo el pensamiento agustiniano: la salmodia como oración de Cristo, como sacramento de su Pascua, capaz de transformar el corazón para que nuestras obras concuerden con nuestro canto, y sean también alabanza a Dios.
Signos y símbolos son expresiones profundamente humanas que radican, en último término, en la naturaleza del hombre a la vez espiritual y material, no como dos realidades simplemente yuxtapuestas sino mutuamente interdependientes. En razón de esta interdependencia una actitud interior tiende a expresarse en forma exterior. En forma inversa, una expresión externa puede favorecer y aún reforzar una realidad interior, e incluso crearla.
En la búsqueda del sentido de lo cotidiano en esta experiencia preliminar pero no por eso menos decisiva de la vida monástica, queremos subrayar la enorme sabiduría de Benito, Padre de los monjes, cuando señala la realidad de la dulzura como constitutiva de la Voz de Dios en su invitación a la vida monástica, así como en el fondo intacto de los pliegues y repliegues de la experiencia progresivamente madura de esta vida en el Monasterio. Sólo la dulzura de Dios puede derrotar la renovada dureza del corazón humano, aún de aquel que dice amar a Dios y a los hombres.
Por la mañana, al mediodía y por la tarde, Dios, en sus tres Personas, llama a la puerta de nuestro corazón, con la complicidad de nuestros Ángeles guardianes, para repetirnos los proyectos de su amor. Quizás lo escuchemos murmurar en nuestras profundidades: “Yo soy tuyo y para ti, me regocijo de ser lo que soy a fin de darme a ti y ser tuyo para siempre”. Declaración sorprendente que san Juan de la Cruz adjudica a Dios en “La llama de amor viva”.
El hecho de que el Cielo esté lleno de música, es evidente. Pero que Cristo, con la armonía musical de las multidudes seráficas, nos invite a unir nuestras pobres voces efímeras y frágiles, ¡esto sí que nos sorprende y nos obliga! Pues Ruysbroec nos lo enseña enseguida: “La primera melodía, es la del amor, amor de Dios, amor del prójimo”. Aquel que se negara a aprender esta melodía no podría ser incluido en este coro de alto nivel. Entonces, queridos lectores, ¡vayan rápidamente a sus partituras y que cada uno, con su pequeño ángel custodio a la derecha, se apresure a aprender el bello solfeo del amor!...
Todos, en efecto, gemimos al morir; el que murió nos consuela para que no temamos morir. Él resucitó primero para que tuviéramos una esperanza. Y así, al resucitar primero Él, nos dio una esperanza. Como estábamos sumidos en la miseria, fuimos consolados por la esperanza, y de aquí se originó un gran gozo. El Señor nos sacó de la cautividad para que, nuevamente libres, volvamos al camino y marchemos hacia la patria. Así pues, ahora que somos libres, no tengamos miedo de los enemigos, que acechan nuestro camino, pues Él nos redimió para que el enemigo no se atreva a hostigarnos, si nos mantenemos en nuestro camino, pues el mismo Cristo se hizo camino.