Inicio » Node » SANTA GERTRUDIS, FIGURA DEL AMOR MÍSTICO NUPCIAL (2)

Santa Gertrudis la Grande, Escuela de Agnès Glichitch, colección de iconos contemporáneos, icono de alumno.

Ana Laura Forastieri, OCSO[1]

3. Características del amor místico nupcial en los escritos de santa Gertrudis

Señalemos ahora[2], a partir de los escritos de santa Gertrudis, algunas notas que caracterizan la relación de amor esponsal con Cristo.

 

3.1. Iniciativa divina

La iniciativa del amor nupcial corresponde a Cristo y la persona creyente la experimenta como un atractivo, un llamado y una predilección gratuita, que pide de ella una respuesta de libre correspondencia a ese amor.

“Considera quién soy, paloma mía: soy Jesús, tu dulce amigo. Ábreme lo más íntimo de tu corazón, pues vengo de la tierra de los Ángeles, y soy bello […]. Amada paloma mía, si quieres ser mía, es necesario que me quieras con ternura, con prudencia, con fuerza, para que puedas experimentar suavemente todo esto en ti” (E III).

Gertrudis insiste en señala que el Señor está deseoso de derramar con abundancia los tesoros de su gracia en los corazones de sus fieles, en tanto los encuentre disponibles. Por eso, Gertrudis pide al Señor los lectores de sus escritos reciban mayores gracias que ella misma.

“Oh dispensador de dones, dame  inmolar la hostia del júbilo en el altar de mi corazón, de modo que obtenga, a causa de mi ofrenda, para mí y para todos tus elegidos, experimentar frecuentemente la dulce unión y la unitiva dulzura que a mí, antes de aquella hora, me era bastante desconocida” (L II, 2,2).

 

3.2. El fundamento de la relación esponsal con Cristo es el bautismo

En el Ejercicio 1 dedicado a renovar la memoria del bautismo, Gertrudis despliega la perspectiva esponsal de la vida cristiana que se abre con este sacramento:

“¡Oh, Jesús, luz inextinguible! Enciende en mí sin que pueda apagarse, la lámpara ardiente de tu caridad; enséñame a custodiar mi bautismo intachable, para que, cuando sea llamada a tus bodas, merezca ingresar preparada -te suplico- a las delicias de la vida eterna, donde habré de verte, oh luz verdadera, y veré el rostro melifluo de tu divinidad. Amén” (E I).

El bautismo es el sacramento que nos configura inicialmente con Cristo y hace posible en nosotros la vida divina, ya que nos infunde la gracia, principio sobrenatural que nos permite asemejarnos progresivamente a Cristo. Y porque la perspectiva esponsal brota del bautismo, está abierta a todos los bautizados: varones y mujeres, célibes o casados, laicos, sacerdotes o consagrados, sin que se requiera nada más que reconocer el llamado de la gracia y secundarlo. Ciertamente hay diversos caminos para ir a Dios, que el mismo Espíritu alienta. Pero quien siente el atractivo interior por la espiritualidad esponsal, no debe sentirse excluido de ella por no ser una persona consagrada[3].

 

3.3. Relación recíproca

El amor nupcial establece una relación de alianza recíproca entre Cristo y la persona creyente:

“Despiértate oh alma, ¿hasta cuándo dormirás? Oye la palabra que te traigo. Más allá de los cielos, habita un rey que te desea de manera irresistible. Te ama con todo el corazón, te ama sobre toda medida […] Él es quien te ha lavado con su sangre, quien te ha redimido con su muerte. ¿Hasta cuándo esperará que tú le ames? […] Ese dulce amor, esa suave caridad, ese amante fiel, exige de ti un amor recíproco. Si quieres aceptar sin tardanza todo esto está dispuesto a hacerte su esposa; apresúrate a declararle tu elección” (E III).

Quizás este es el rasgo que más sorprende en la mística gertrudiana: la relación esponsal se establece en paridad con Cristo,[4] en un cierto plano de igualdad,[5] y es deseable y deleitable tanto para Gertrudis como para el Señor[6]. Por puro don de su gracia, Cristo eleva la condición natural del ser humano para hacerlo capaz de una comunicación recíproca con El.

“Lo que yo soy por naturaleza, ella lo será por gracia. La abrazaré con los brazos de mi amor, apretándola sobre el corazón de mi divinidad, para que, por medio de mi ardiente amor, se funda como la cera ante el fuego” (E III).

Esta igualdad es analógica, es decir, no se funda en la común naturaleza, sino que se recibe por gracia. La condescendencia divina ha hecho que Jesús, al tener en común con nosotros la humanidad y con Dios la divinidad, haga de puente entre nosotros y Dios. Porque en Cristo Dios se ha hecho hombre, nosotros -no por derecho de naturaleza, sino por pura gracia-, podemos entablar una relación de igual a igual con el Señor, por la cual nos vamos conformando a su santísima humanidad. Esta transformación gradual tiende a la plena participación en la vida divina, que se dará en la vida eterna.

 

3.4. Cristo suple el límite y la debilidad de la creatura

Gertrudis es muy agudamente consciente de su miseria e indignidad para esta relación de igualdad;[7] pero, reconociendo la elección totalmente gratuita de parte de Dios, se abre con confianza sobrenatural a recibir los dones de la gracia que la capacitan, no atribuyéndose mérito alguno a sí misma sino haciendo redundar todo en alabanza a la soberana y munificente misericordia del Señor.

“Nunca se la vio deprimida o abatida por sus defectos, más bien, elevándose por la presencia de la gracia divina, estaba preparadísima a todos los dones de Dios. Si se sentía tenebrosa como tizón apagado, al punto, como si recuperara la respiración con ayuda de la gracia, ponía todo su empeño en elevarse por la intención hacia Dios, y al volver a su interior, al instante recibía en sí la imagen de Dios. Como un hombre que camina en las tinieblas y es iluminado por la luz del sol, así ella se sentía iluminada por el resplandor de la presencia divina, y por haber sido revestida con todo los adornos y aderezos de una reina, ataviada con vestiduras de oro, engalanada con variados adornos, para presentarse ante el Rey inmortal de los siglos, y de este modo prepararse y hacerse digna de la  íntima y unión divina” (L 1,10,1).

Continuará

 


[1] La autora es monja en el Monasterio Trapense de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina y colabora desde el año 2012 en la difusión de la postulación de santa Gertrudis al doctorado de la Iglesia, en América Latina.

[2] Ponencia dada en el VIº Congreso Internacional de Literatura, Estética y Teología, sobre el tema: “El amado en el amante. Figuras, textos y estilos del amor hecho historia”, organizado por la Asociación Latinoamericana de Literatura y Teología (ALALITE) en conjunto con la Facultad de Teología y Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Católica Argentina (UCA), Buenos Aires, 17, 18 y 19 de Mayo de 2016.

[3] Cabe señalar sin embargo, que la espiritualidad esponsal, tal como evolucionó históricamente, quedó asociada a la virginidad consagrada y se reservó como patrimonio casi exclusivo de la vida religiosa. No fue sino hasta el Concilio Vaticano II que se profundizó en el valor del bautismo y del matrimonio y comenzó a comprenderse gradualmente que la espiritualidad esponsal podía ser vivida por todo bautizado, incluso por las personas unidas en matrimonio. Sin embargo, la vida consagrada y la vida matrimonial expresan de distinto modo la relación esponsal con el Señor Jesús. Las personas consagradas han recibido el llamado especial del Señor a dejar todo otro amor esponsal humano, para entregarse enteramente Él, renunciando al matrimonio y a la generación de los hijos. Esta renuncia marca y configura la manera de vivir el amor esponsal en la vida consagrada. La experiencia del matrimonio es distinta, aunque tiende también a la unión con Cristo mismo. En el matrimonio cristiano, los cónyuges se hacen el uno al otro puente y espejo del amor más grande del Señor Jesús por cada uno de ellos. El matrimonio es un reflejo a nivel humano, de la unión de cada bautizado y bautizada con Cristo; solo Cristo puede llevar a plenitud la necesidad de amor infinito del corazón humano. Al mismo tiempo el matrimonio cristiano es reflejo de la unión esponsal del Señor con la Iglesia. Hoy en día necesitamos testigos vivos que, habiendo vivido radicalmente la relación esponsal con Cristo en el matrimonio y en la vida consagrada, nos la testimonien.

[4] «Otra vez se le presentó el Señor al alma, la acariciaba con delicada ternura y le decía: “Vamos, señora y reina, acaríciame ahora como yo te he acariciado tantas veces”. Con estas palabras el Señor omnipotente, amante apasionado del alma fiel, se inclinaba delicadamente más de lo acostumbrado, como para recibir un beso de ella. Entonces el alma sobrecogida ante una proposición de tan inaudito requerimiento del Señor, respondió con humildísima devoción con estas palabras que parecían brotarle de lo más profundo del corazón: “Ay, tu eres el Dios Creador y yo una criatura”. Apenas dichas esas palabras, el alma, inundada con la fuerza de Dios por admirable disposición divina, parecía regocijarse con su Señor» (L IV 14, 6).

[5] «[Gertrudis] escuchó como con el oído del corazón, una voz dulcísima, como la de una citarista que hace sonar una suave armonía al tocar su cítara, con las siguientes palabras: “Ven a mí, tú que eres mía; tú que eres lo mío, entra en mí; hecha una cosa en mí, permanece conmigo”. Del mismo Señor recibió el sentido de tan dulce cántico: “Ven a mí, tú que eres mía, porque te amo como a esposa amantísima y deseo que estés siempre unida conmigo y por eso te llamo. Porque tengo mis delicias en ti, deseo que te introduzcas dentro de mí como un joven desea encontrar en sí mismo la alegría perfecta de su corazón. Porque yo Dios-amor te elegí, deseo que permanezcas conmigo en unión indisoluble, así como  si un hombre dejara de respirar, no podría seguir viviendo”. En medio de todos estos suavísimos deleites, sintió que, de modo admirable e inefable, era introducida en el Corazón del Señor […], y así se encontró felizmente en lo más íntimo de su Esposo y Señor, su Dios. Lo que allí sintió, lo que vio, lo que oyó, gustó y tocó, sólo ella pudo conocerlo y aquel que se dignó admitirla en tan desbordante y sublime unión, Jesús, esposo del alma amante, que es sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos» (L III, 26.3).

[6] “En cierta ocasión, después de considerar la vileza del deleite humano, hastiada de todo [Gertrudis] dijo al Señor: ‘Nada encuentro en la tierra que me deleite, sino tú solo, Señor mío dulcísimo’. El Señor, recomponiéndola, a su vez le respondió: ‘Igualmente nada hay en los cielos ni en la tierra que me deleite sin ti, pues por amor te asocio siempre a todo deleite Por eso tú eres mi delicia cada vez que me deleito en cualquier cosa y en la medida en que cause mi delicia es más provechoso para ti’ (L I, 11,5).

[7] “¿Quién como tú, Señor mío Jesucristo, mi dulce amor, excelso e inmenso, que vuelves tu mirada hacia lo humilde? ¿Quién semejante a ti entre los fuertes, Señor, que eliges lo débil del mundo? ¿Quién cómo tú, que creaste el cielo y la tierra, a quien sirven los tronos y las dominaciones y quieres tener tus delicias con los hijos de los hombres? ¿Cuán grande eres tú, Rey de reyes y Señor de señores, que imperas sobre los astros y pones tu corazón cerca del hombre? ¿Cuál eres tú, en cuya diestra están las riquezas y la gloria? Tú, lleno de delicias ¿y tienes una esposa sobre la tierra? ¡Oh Amor! ¿hasta dónde inclinas tu majestad? ¡Oh Amor! ¿hacia quién conduces la fuente de la sabiduría? Ciertamente hacia el abismo de la miseria. ¡Oh Amor!, para ti solo, para ti solo, es ese vino especial y abundante, por el cual es vencido y embriagado el corazón divino” (E III).