«El Señor habla a Pedro de esta manera: Yo te digo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16,18-19). Y después de resucitado le dijo otra vez: Apacienta mis ovejas (Jn 21,47). Edifica su Iglesia sobre uno solo, y le encomienda que apaciente sus ovejas. Y, aunque después de su resurrección confiera el mismo poder a todos los apóstoles con estas palabras: Como me envió el Padre, también yo los envío; reciban el Espíritu Santo; al que perdonen los pecados, se le perdonarán, y al que se los retengan, se le retendrán (Jn 20,21-23), sin embargo, para manifestar la unidad estableció una cátedra y decidió con su autoridad que el origen de la unidad proviniese de uno solo. Cierto que los demás apóstoles eran lo que era Pedro, estaban dotados como Pedro de la misma dignidad y poder, pero el principio nace de la unidad y se otorga el primado a Pedro, para manifestar que es una la Iglesia y la cátedra de Jesucristo. También todos son pastores y a la vez uno solo es el rebaño, que debe ser apacentado por todos los apóstoles de común acuerdo, para mostrar que es única la Iglesia de Cristo. Esta unidad de la Iglesia está prefigurada en la persona de Cristo por el Espíritu Santo en el Cantar de los Cantares cuando dice: Una sola es mi paloma, mi hermosa es única de su madre, la elegida de ella (Ct 6,8). Quien no guarda esta unidad de la Iglesia, ¿va a creer que guarda la fe? Quien resiste obstinadamente a la Iglesia, quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está cimentada la Iglesia, ¿puede confiar que está en la Iglesia? Puesto que el santo apóstol Pablo enseña esto mismo y declara el misterio de la unidad con estas palabras: Un solo cuerpo y un solo espíritu, una sola esperanza a la que ustedes han sido llamados, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios (Ef 4,4-6)»[1].
[1] San Cipriano de Cartago, Tratado sobre la unidad de la Iglesia católica, 4; trad. en: Obras de San Cipriano, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1964, pp. 146-147 (BAC 241). Permanece hipotética la reconstrucción de la vida de Cipriano en los años anteriores al episcopado. Se convirtió hacia el 246. Bastante pronto recibió la ordenación sacerdotal, habiendo renunciado previamente a su patrimonio personal. En el año 249 fue elegido obispo de Cartago. Casi inmediatamente debió enfrentar todas las vicisitudes que planteó a su comunidad la persecución de Decio (250-251). En el año 252 otra gran preocupación: una peste que asoló a su rebaño. Cipriano se entregó para aliviar el sufrimiento del pueblo de Dios que le había sido confiado. A partir del año 255, se vio envuelto en una polémica con Esteban, obispo de Roma, por causa del bautismo de los herejes. La persecución de Valeriano (257-258) impidió que se arribase a una situación crítica en la relación entre el papa Esteban y Cipriano. Ambos obispos murieron mártires en ella: Cipriano fue martirizado el 14 de septiembre del año 258.