«Que nadie se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a que debemos la vida y el ser; llevemos más bien por todas partes, como una corona, la cruz de Cristo. Todo, en efecto, se consuma entre nosotros por la cruz. Cuando hemos de regenerarnos, allí está presente la cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida; cuando se nos consagra ministros del altar; cuando quiera se cumple otro misterio alguno, allí está siempre este símbolo de victoria. De ahí el fervor con que lo inscribimos y dibujamos sobre nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y sobre el corazón. Porque éste es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad del Señor para con nosotros: Porque como oveja fue llevado al matadero (Is 53,7; Hch 8,32). Cuando te signes, por tanto, considera todo el misterio de la cruz y apaga en ti la ira y todas las demás pasiones. Cuando te signes, llena tu frente de grande confianza, haz libre tu alma. Saben muy bien qué es lo que nos procura la libertad. De ahí que Pablo, para llevarnos a ello, quiero decir, a la libertad que a nosotros conviene, nos llevó por el recuerdo de la cruz y de la sangre del Señor: Por precio -dice- fueron comprados. No se hagan esclavos de los hombres” (cf. 1 Co 7,23)»[1].
[1] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, 54,4; trad. en: Obras de san Juan Crisóstomo. II Homilías sobre el Evangelio de san Mateo (46-90), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1956, p. 148 (BAC 146). Juan Crisóstomo -nació hacia 344-354-, afamado rétor y fino exegeta, primero asceta y monje; luego, diácono y presbítero en Antioquía; después obispo de Constantinopla (año 398). Aquí su seriedad de reformador y también su falta de tacto le llevaron a serios conflictos con obispos y con la corte imperial. Depuesto y desterrado, sus tribulaciones y muerte (14.09.407) en el exilio fueron una dolorosa prueba martirial para él y para el sector de la comunidad eclesial que se le mantuvo fiel. Su afamada elocuencia le valió el título de “Crisóstomo”, es decir: “Boca de Oro”, que le fue dado en el siglo VI.