Capítulo 15. Que la capacidad intelectual por la que podemos conocer los mandamientos de Dios, y los efectos de la buena voluntad,
son dones del Señor
En este capítulo advertimos ya la combinación o interrelación entre pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. En cierto modo, se prepara el terreno para el tránsito hacia una presentación de textos mayormente tomados del NT. Con todo, el párrafo tercero nos regala una estupenda lectura espiritual de algunos versículos del salmo 145 (146), lectio divina que volveremos a encontrar en los capítulos 21-22, pero con el recurso al salmo 80 (81).
Nuestra inteligencia necesita ser iluminada por la gracia divina
15.1. También el beato David pide obtener del Señor el mismo conocimiento, por medio del cual poder conocer los mandamientos de Dios, que sabía estaban prescritos en el libro de la Ley, diciendo: “Yo soy tu siervo, dame el conocimiento, para que aprenda tus mandamientos” (Sal 118 [119],125). Verdaderamente él poseía una inteligencia que le había sido dada por la naturaleza, y asimismo un conocimiento de los mandamientos de Dios, cuya descripción se encuentra en la Ley, que tenía al alcance de la mano. Y, sin embargo, ruega al Señor poder comprenderlos más plenamente, sabiendo que lo que lo que la naturaleza le había dado no le sería suficiente, a no ser que su inteligencia fuera iluminada cada día por el Señor, para comprender la Ley espiritual espiritualmente y conocer más plenamente el sentido de sus mandamientos. También el mismo vaso de elección (cf. Hch 9,15) abiertamente proclama esto que hemos venido diciendo: “Es Dios, en efecto, quien realiza en ustedes el querer y el obrar, conforme a su voluntad” (Flp 2,13).
Necesitamos la asistencia diaria del Señor
15.2. ¿Qué podría decirse más claramente que esta declaración de que ambas, nuestra buena voluntad y la consumación de la obra, las realiza en nosotros el Señor? Y de nuevo: “Porque a ustedes les fue dado por Cristo no solo creer en Él, sino también sufrir por Él” (Flp 1,29). Aquí también ha declarado que el inicio de nuestra conversión, de nuestra fe y la tolerancia de los sufrimientos nos han sido dados por el Señor. David comprendió esto de modo semejante, y oró para que las mismas cosas le fueran concedidas por la misericordia del Señor diciendo: “Confirma, oh Dios, lo que has obrado en nosotros” (Sal 67 [68],29). Con esto demuestra que los inicios de la salvación y de la gracia conferida por un don de Dios no son suficientes para él, a menos que sean perfeccionados por su compasión y cotidiana asistencia.
En el Señor está nuestra fuerza
15.3. Pues no es el libre albedrío, sino que “el Señor libera a los encadenados” (Sal 145 [146],7); no nuestra fuerza, sino que “el Señor levanta a los caídos” ( (Sal 145 [146],8); no el esfuerzo de nuestra lectura, sino que “el Señor ilumina a los ciegos” (Sal 145 [146],8), que en griego se dice: “Kyrios sophoi typhloys”, es decir: “El Señor hace sabios a los ciegos” (Sal 145 [146],8); no nuestra prudencia, sino que “el Señor protege a los extranjeros” (Sal 145 [146],9); no nuestra fortaleza, sino que “el Señor sostiene (o sustenta) a todos los que caen” (Sal 144 [145],9). Pero decimos esto no para anular nuestro celo, nuestro trabajo y nuestros esfuerzos, vaciándolos como si fueran dispendios inanes y superfluos, sino para que sepamos que, sin el auxilio de Dios, nuestros intentos por alcanzar aquel premio tan grande de la pureza no pueden ayudarnos ni ser eficaces, a no ser que se haga presente la contribución de la ayuda y la misericordia del Señor. Porque “el caballo se prepara para el día del combate, pero en el Señor está la ayuda” (Pr 21,31 LXX), “pues no está en la fortaleza la fuerza del hombre” (1 S 2,9).
El Señor nos hace capaces de ser ministros de la Nueva Alianza
15.4. Por tanto, es conveniente que nosotros cantemos siempre con el beato David: “Mi fuerza, y mi alabanza” no son el libre arbitrio, sino “el Señor que se hizo salvación para mí” (Sal 117 [118],14). Lo que también el doctor de los gentiles, no ignorando que fue hecho idóneo para el ministerio del Nuevo Testamento, no por su mérito o su esfuerzo, sino por misericordia de Dios, proclama: “No que seamos capaces, afirma, de pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad proviene de Dios” (2 Co 3,5). Lo que puede expresarse en un latín menos puro: “Nuestra capacidad viene de Dios”. Se sigue entonces que: “Él también nos hizo idóneos para ser ministros del Nuevo Testamento” (2 Co 3,6).
16. La fe misma es concedida por el Señor
Mediante el recurso a “testimonios” tomados casi todos del NT, salvo un texto, Casiano subraya que los apóstoles mismos nos aseguran que, sin duda, la fe y el crecimiento espiritual son dones de Dios.
La fe de los apóstoles
16.1. Así también los apóstoles experimentaron que todo lo perteneciente a la salvación les fue concedido por el Señor, y pidieron que la fe misma les fuera dada por el Señor diciendo: “Auméntanos la fe” (Lc 17,5). De modo que no presumieran que su plenitud [procedía] del libre arbitrio, sino que creyeran que les sería concedida como un don de Dios. El Autor de la salvación humana nos enseña cómo incluso nuestra fe es inestable, débil y de ninguna forma autosuficiente, si no es sostenida por la ayuda del Señor, cuando le dice a Pedro: “Simón, Simón, he aquí que Satanás ha pedido poder cribarte como el trigo, pero yo he rogado a mi Padre para que tu fe no desfallezca” (Lc 22,31-32).
Pedir al Señor que sostenga nuestra fe
16.2. Algún otro, hallando que esto le estaba ocurriendo a él, y al ver que su fe era llevada hacia las rocas por las olas de la incredulidad, para un desastroso naufragio, pidió ayuda para para su falta de fe al mismo Señor cuando dijo: “Señor, ayuda mi incredulidad” (Mc 9,24). Así, tanto los varones evangélicos como los apostólicos, comprendieron que toda obra buena se realiza con la ayuda del Señor; y que sin duda ni su misma fe podrían conservar ilesa sirviéndose de sus fuerzas y libre albedrío, de modo que pidieron al Señor que les ayudara y les diera este don.
Tenemos que permanecer adheridos al Señor
16.3. Si en Pedro la fe necesitaba la ayuda del Señor para no desfallecer, ¿quién sería tan presuntuoso y ciego como para creer que no tiene necesidad del auxilio cotidiano del Señor para conservarla? Especialmente cuando el Señor mismo expresa esto de forma evidente en el Evangelio diciendo”Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así también ustedes si no permanecen en mí” (Jn 15,4); y de nuevo: “Porque sin mí nada pueden hacer” (Jn 15,5).
No hay fecundidad espiritual posible sin la ayuda del Señor
16.4. Por tanto, qué necio y sacrílego sea atribuir alguna de nuestras buenas acciones a nuestro esfuerzo, y no a la gracia y a la ayuda de Dios, se prueba de forma manifiesta en una sentencia del Señor, que declara que sin su inspiración y cooperación nadie puede ofrecer frutos espirituales. Porque “todo buen regalo y todo don perfecto viene de lo alto, descendiendo del Padre de las luces” (St 1,17). Y también Zacarías: “Pues si hay algo bueno, es suyo, y si hay algo óptimo, es de Él” (Za 9,17 LXX). Y por eso el Apóstol dice constantemente: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Co 4,7).