18. Sobre la oración del Señor[1]
“El comentario del Padrenuestro es un elemento necesario, central, de los tratados sobre la oración cristiana: Tertuliano, Cipriano, Orígenes han obedecido a esta ley. Lo propio de Casiano es relacionar el Padrenuestro con las formas de oración enumeradas por el Apóstol, afirmando su superioridad sobre estas: nada es más elevado que esta oración familiar dirigida a Dios como Padre, bajo la guía de la caridad. El hermoso comentario de abba Isaac exalta la sublimidad de esta oración filial”[2].
La oración más alta
18.1. Y así, a estas diversas súplicas sigue una condición más alta y excelsa, que está formada por la contemplación del único Dios y por el ardor de la caridad, por el cual la mente, habiéndose liberado y lanzándose en el amor hacia Él, habla con una devoción de gran familiaridad con Dios como con el propio padre[3].
“Padre nuestro”
18.2. La fórmula de la oración del Señor nos ha enseñado que debemos aspirar a esta esta condición diligentemente diciendo: “Padre nuestro” (Mt 6,9). Pues cuando confesamos con nuestra voz que el Dios y Señor del universo es Padre nuestro, profesamos, en efecto, haber sido admitidos, desde la esclavitud, a la adopción de hijos. Y, por tanto agregamos: “Que estás en el cielo” (Mt 6,9); es decir, despreciando con total horror la morada de la vida presente en la cual habitamos sobre esta tierra como en un lugar extranjero que tanto nos separa de nuestro Padre, nos apresuramos con gran deseo hacia aquella [morada] donde decimos que reside nuestro Padre, y no permitimos que nada, en modo alguno, pueda hacernos indignos de nuestra profesión y de la nobleza de una adopción tan grande, o que, privados porque indignos de nuestra herencia paterna, nos veamos empujados a caer bajo la ira de su justicia y de su severidad.
“Santificado sea tu nombre”
18.3. Una vez que hemos llegado a la condición y al grado de hijos, nos inflamaremos constantemente con aquella piedad que es propia de los buenos hijos, tanto que no gastaremos más todas nuestras fuerzas para satisfacer las propias voluntades, sino para el bien de la gloria de nuestro Padre diciéndole: “Santificado sea tu nombre” (Mt 6,9), testimoniando así que nuestro deseo y nuestra alegría son la gloria de nuestro padre, desde el momento en que hemos llegado a ser invitados de aquel que ha dicho: “Quien habla sobre sí mismo busca la propia gloria; pero quien busca la gloria de aquel que le ha enviado es veraz, en él no hay injusticia” (Jn 7,18). Y, en consecuencia, el vaso de elección (cf. Hch 9,15), lleno de esta disposición, desea ser anatema por Cristo, si solo una familia mucho más numerosa se ganara para Él y la salvación de todo el pueblo de Israel acrecentara la gloria de su Padre (cf. Rm 9,3).
Nos comprometemos a ayudar a nuestros prójimo
18.4. Por esto él, que sabe que nadie puede morir para preservar la vida, elige morir por Cristo. Y de nuevo dice: “Nos alegramos cuando somos débiles, pero ustedes son fuertes” (2 Co 13,9). ¿Qué hay tan sorprendente si el vaso de elección ha deseado ser anatema por Cristo, para la conversión de sus hermanos y en favor de los paganos, cuando incluso el profeta Miqueas ha deseado ser un mentiroso y privado del Espíritu Santo para que todo el pueblo judaico fuera preservado de las plagas y de la ruinosa cautividad anunciada a él por su profecía? Así, él afirma: “Quiera Dios que yo fuera un hombre que no tiene el Espíritu y más bien hablara mentiras” (cf. Mi 2,11). Sin pasar por alto aquel sentimiento del legislador, quien no rechazó morir junto con sus hermanos diciendo: “Te ruego, Señor, este pueblo ha cometido un gran pecado: o les perdonas esta falta, o si no la perdonas, borráme de tu libro que has escrito” (Ex 32,31-32).
Una oración que nos impulsa a nuestra santificación
18.5. Las palabras “sea santificado tu nombre” (Mt 6,9) pueden también muy bien ser entendidas de este modo: la santificación de Dios es nuestra perfección. Por eso cuando nos dirigimos a Él diciendo: “Sea santificado tu nombre”, estamos diciendo con tales palabras: “Padre, haznos capaces de comprender y concebir cuán grande es santificarte y que tú puedas aparecer de formas evidente como santificado en nuestro estilo de vida espiritual”. Esto se cumple efectivamente en nosotros cuando “los hombres ven nuestras buenas obras y glorifican a nuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
Capítulo 19. Sobre las palabras: “Venga tu reino”
Anhelamos la venida del reino
19. La segunda petición de una mente purísima expresa con impaciencia el deseo que venga pronto el reino de su Padre, o sea aquel en el cual Cristo reina cotidianamente en los santos, lo cual sucederá cuando el dominio del diablo sea expulsado de nuestros corazones a través del aniquilamiento de los fétidos vicios, y Dios comience a señorear en nosotros a través del buen olor de las virtudes. Cuando, vencida la fornicación, superada la ira y expulsada la soberbia, la castidad, la paz y la humildad reinen en nuestra mente. Y obviamente esto significa lo que fue prometido universalmente a todos los perfectos y a todos los hijos de Dios en el tiempo establecido, cuando a ellos les será dicho por Cristo: “Vengan, benditos de mi Padre; posean el reino que les ha sido preparado desde el origen del mundo” (Mt 25,34). Con los ojos, en cierto modo, fijos sobre el reino, desea, espera y dice: “Venga tu reino” (Mt 6,10), sabiendo que, gracias al testimonio de la propia conciencia, apenas aquel reino se muestre, participará en él. Ningún pecador se atreve a pronunciar aquellas palabras o formular un voto semejante, desde el momento que es una persona que sabe será recompensada por los propios méritos en su venida, no con una palma o una corona, sino con un castigo, y no desea ciertamente ver el tribunal del juez.
Capítulo 20. Sobre las palabras: “Que se haga tu voluntad”
Dios quiere nuestra salvación
20.1. La tercera petición es aquella de los hijos: “Que se haga tu voluntad en el cielo como en la tierra” (Mt 6,10)[4]. No pude haber una oración más grande que aquella que desea que las cosas terrenas sean equiparadas a las del cielo. ¿Qué significa, en efecto, decir: “Que se haga tu voluntad en el cielo como en la tierra”, sino que los hombres son semejantes a los ángeles y que, como ellos llenan el cielo de la voluntad de Dios, así también quien está sobre la tierra debe hacer no su propia voluntad sino la de Dios? Nadie en verdad será capaz de decir esto libremente, sino aquel que cree que Dios administra todas las cosas visibles, adversas o prósperas, para nuestro bien; y que Él tiene mayor cuidado y solicitud por la salvación y el bien de los suyos, que aquella que nosotros tenemos por nosotros mismos.
Salvados por el conocimiento del nombre de Dios
20.2. Y así debe ser entendida: la voluntad de Dios es salvación para todos, según la sentencia del bienaventurado Pablo: “Que todos los hombres sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). Sobre esta voluntad habla también el profeta Isaías en la persona de Dios Padre: “Toda mi voluntad se realizará” (Is 46,10). Por tanto, diciendo: “Que se haga tu voluntad en el cielo como en la tierra”, es como si dijéramos, con otras palabras: “Como aquellos que están en el cielo, así todos los que están en la tierra, sean salvados, Padre, por el conocimiento [de tu nombre]”.
[1] Cf. Mt 6,9-13).
[2] Vogüé, p. 253.
[3] Cf. Evagrio Póntico, Tratado sobre la oración, 3: “La oración es el trato íntimo del espíritu con Dios”.
[4] El texto latino citado por Casiano literalmente dice: “Que se haga tu voluntad como en el cielo, también en la tierra”.