Capítulo 4. Sobre la movilidad del alma comparada con una pluma o una plumita
Hallamos en las Instituciones (IV,39,3) una argumentación que tiene alguna semejanza con la aquí presentada:
“La verdadera humildad…, una vez poseída de verdad, ella te conducirá de inmediato, como a un grado superior, a la caridad exenta de temor[1], gracias a la cual comenzarás a hacer sin trabajo y como naturalmente lo que al principio no cumplías sino con miedo del castigo y actuarás no ya por consideración del suplicio o de un temor cualquiera, sino por amor del mismo bien y el deleite de las virtudes”.
Ligereza del alma
4.1. La cualidad del alma se puede comparar de una forma no inapropiada con una pluma o una plumita liviana. Si algún líquido que le cae desde fuera no la daña ni la corrompe, gracias a la ligereza que le es propia, al primer leve golpe del viento es naturalmente impelida hacia lo alto del cielo. Pero si es gravada con la aspersión o la infusión de algún líquido, no solo no será impulsada por su natural ligereza hacia los vuelos aéreos, sino que incluso será precipitada hacia los lugares más bajos de la tierra por causa del peso del líquido que absorbió.
Mantengamos sobria nuestra mente
4.2. Del mismo modo, también nuestra mente, si no se ve sobrecargada por los vicios y las preocupaciones mundanas que la asaltan, y no se corrompe con el líquido de la peligrosa libidinosidad, será elevada desde su pureza a la máxima altura del ligero hálito de la meditación espiritual, dejando tras de decir las cosas ínfimas de la tierra y siendo transportada hacia aquellas celestiales e invisibles. Por esto nosotros somos amonestados justamente por los preceptos del Señor: “Miren que sus corazones no se hagan pesados por la crápula y la ebriedad, y por las preocupaciones seculares” (Lc 21,34).
Cuidar la sutileza de nuestro espíritu
4.3. Por tanto, si queremos que nuestras oraciones no solo penetren los cielos, sino que también lo que está por encima de ellos, preocupémonos para que nuestra mente esté liberada de todo vicio terreno y purificada de todos los excrementos de las pasiones, para ser conducida hacia su natural sutileza. De este modo, su oración, ya no estará sobrecargada por el peso de los vicios, y ascenderá hacia Dios.
Capítulo 5. Las causas por las cuales nuestra mente se sobrecarga
El Señor nos alerta sobre el peligro de los vicios mundanos
5.1. Debemos, sin embargo, conocer por qué el Señor ha señalado las causas por las cuales el alma es sobrecargada. Él, en efecto, no ha mencionado los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, las blasfemias, los robos -cosas todas que nadie ignora que son mortales y deben ser condenadas-, sino que ha recordado la falta de templanza, la embriaguez, las preocupaciones o las solicitudes seculares (cf. Lc 21,34). Estas cosas, ningún hombre del mundo las evitaría verdaderamente ni las juzgaría condenables, exactamente como hacen también algunos, y siento vergüenza al decirlo, que, aun llamándose a sí mismos monjes, están implicados en estas distracciones como si fueran inocuas y útiles.
No volvamos hacia formas de vidas pasadas
5.2. Estas tres cosas, si se toman a la letra, vuelven pesada el alma, la apartan de Dios y la precipitan por tierra; sin embargo, evitarlas es fácil, especialmente para nosotros que estamos tan lejos del mundo y de su forma de vida, y no tenemos ningún motivo para dejarnos envolver por estas preocupaciones visibles, la embriaguez y la falta de templanza. Pero existe también otro exceso no menos dañino y una embriaguez espiritual más difícil de evitar, del mismo modo que hay una preocupación y un celo mundano que nos asaltan con frecuencia también a nosotros, incluso después de haber renunciado completamente a todas nuestras pertenencias, absteniéndonos por completo del vino y de los alimentos refinados y de habernos establecido en lugares desiertos. Sobre estas cosas dice el profeta: “Despierten ustedes que están ebrios, y no de vino” (cf. Jl 1,5).
Vides de mala procedencia
5.3. Y otro [profeta] también dice: “Asómbrense y admírense, fluctúen y vacilen; emborráchense, pero no de vino; tambaléense, pero no por la embriaguez” (Is 29,9). En consecuencia, el vino de esta ebriedad debe ser, como dice el profeta, “el furor de los dragones” (Dt 32,33 LXX). Advierte de qué raíz procede este vino: “La viña de ustedes, dice [la Escritura], viene de las vides de Sodoma y sus sarmientos de Gomorra” (Dt 32,32).
Necesitamos purificarnos de todos los vicios
5.4. ¿Quieres conocer el fruto de esta vid y el germen de los sarmientos? “Su uva es una uva de hiel, sus racimos tienen un sabor muy amargo” (Dt 32,32), porque hasta que no nos hayamos purificado por completo de todos los vicios, permaneciendo sobrios ante la falta de templanza de toda pasión, de la embriaguez del vino y de la ingestión de cualquier alimento, nuestro corazón será incomodado por una ebriedad y una intemperancia todavía más dañina. Puesto que las preocupaciones del mundo pueden algunas veces golpearnos también a nosotros que no estamos envueltos en ninguna de las actividades del mundo, esto se muestra claramente en la regla de los ancianos, quienes afirman que cualquier clase de exceso en relación al alimento cotidiano y a las inevitables necesidades de la carne pertenece a las preocupaciones y al celo propio del mundo.
Nuestras opciones de vida
5.5. He aquí algunos ejemplos: cuando trabajar por un sólido basta para proveer a las necesidades de nuestro cuerpo y nos atormentamos con un mayor esfuerzo y fatiga a nosotros mismos para ganar dos o tres; cuando dos túnicas bastan para cubrirnos, una para el día y otra para la noche, nos preocupamos, sin embargo, por poseer tres o cuatro; cuando una morada de una o dos habitaciones es suficiente, pero empujados por la ambición del mundo y el deleite de grandeza construimos cuatro o cinco, exquisitamente arregladas y más grandes de lo necesario. En todas estas ocasiones, cada vez que nos fue posible, preferimos la pasión del placer mundano.
Capítulo 6. Sobre la visión de un anciano que examina la inquieta actividad de un hermano
El engaño que padecía un monje por instigación del Maligno
6.1. Experiencias muy evidentes nos han enseñado que esto sucede por instigación del demonio. Pues a uno de los ancianos más expertos le sucedió que, al pasar por la celda de un cierto hermano, asediado por la enfermedad del ánimo sobre la que ya hablamos, construía y reparaba cotidianamente cosas superfluas y desvelado por las distracciones mundanas. Habiéndose dado cuenta desde lejos que este hermano estaba trabajando para romper una piedra muy dura con una maza, y que junto a él estaba un etíope[2], que tenía las manos entrecruzadas con las del hermano, instigándolo a este trabajo con tizones ardientes. El anciano se detuvo por largo tiempo, estupefacto ante la visión del muy cruel demonio y del engaño de una ilusión tan grande.
El demonio se burlaba del hermano
6.2. Cuando el hermano, completamente exhausto por la gran fatiga, decidió reposar y poner fin a aquel trabajo, animado por la instigación de aquel espíritu, fue empujado a tomar de nuevo la maza y a no desistir de su propósito, al punto de estar continuamente sostenido por sus incitaciones y no sentir el peso de aquel gran esfuerzo. Al final, el anciano monje, profundamente irritado por la cruel burla del demonio, se acercó a la celda del hermano y, saludándole, le dijo: “¿En qué estás trabajando hermano”? Y él respondió: “Estamos trabajando con esta piedra durísima y hemos logrado con esfuerzo partirla completamente”.
La renuncia auténtica
6.3. A esto respondió el anciano: “Justamente has dicho: ‘Hemos logrado’. Puesto que no estabas solo cuando dabas golpes, sino que se hallaba otro contigo y tú no lo viste; se encontraba a tu lado, pero no para ayudarte, sino para instigarte con violencia”. Por consiguiente, el hecho de que nuestras mentes no sean inmunes al contagio de las ambiciones del mundo se prueba no simplemente por el abstenerse de los negocios que, aunque si lo quisiéramos, no estamos en grado ni de conducir ni de llevar a término, -lo mismo vale para el desprecio de aquellas cosas que deseándolas, nos harían parecer de inmediato importantes sea entre los hombres espirituales sea entre aquellos del mundo-, sino cuando rechazamos, con inflexible firmeza aquellas cosas que están por completo en nuestro poder y que tienen la apariencia de algo bueno.
Las cosas pequeñas
6.4. Y, en verdad, las cosas que parecen mínimas e insignificantes, y que son consideradas con desinterés por las personas de nuestra [misma] profesión [monástica], oprimen la mente no menos que aquellas más grandes que normalmente intoxican la facultad de pensar de los hombres seculares conforme a su estado. Estas cosas no permiten al monje, para el cual incluso una breve separación del bien más alto debe ser considerada una experiencia vecina a la muerte y una completa ruina, poner a un lado la impureza terrena y desear a Dios, hacia quien su atención debe estar continuamente dirigida.
Hacia la oración pura
6.5. Y cuando la mente se haya establecido en esta tranquilidad y se haya liberado de todas las ataduras de las pasiones carnales, y la atención del corazón esté tenazmente adherida a aquel bien único y sumo, entonces se cumplirán las palabras del apóstol: “Oren sin cesar” (1 Ts 5,17); y: “En todo lugar alcen las manos puras sin iras ni peleas” (1 Tm 2,8). Pues se puede decir que, por esta pureza, también el pensamiento de la mente es sacado de lo terreno hacia la semejanza de lo espiritual y angélico, y todo lo que asimile, todo lo que reflexione y todo lo que haga será la más pura y sincera oración.
[1] Cf. 1 Jn 4,18.
[2] La presentación del demonio bajo apariencia de un niño de color, o también en otros textos del monacato primitivo como un joven etíope, o incluso como una mujer etíope, es una forma de subrayar el carácter claramente oscuro, tenebroso de todo lo que tiene referencia con Satanás. Lo propio de nuestro enemigo es actuar en forma oculta, oscura, turbia, para así entenebrecer nuestro espíritu, nuestro discernimiento, y dejarnos seducir por sus apariencias. Cf. para un desarrollo más amplio del tema: D. Brakke, Demons and the Making of the Monk. Spiritual Combat in Early Christianity, Harvard (USA), Harvard University Press, 2006. El Autor estudia en el capítulo séptimo el tema de los demonios etíopes, con el agregado de una amplia bibliografía. Ver también del mismo Autor: Ethiopian Demons. Male Sexuality, the Black-Skinned Other and the Monastic Self, en Journal of the History of Sexuality 10 (2001), pp. 501-535; y G. L. Byron, Symbolic Blackness and Ethnic Difference in Early Christian Literature: Blackened by their Sins: Early Christian Ethno-Political Rhetorics about Egyptians, Ethiopians, Blacks and Blackness, London – New York, Routledge, 2002.