Capítulo 11. Sobre la perfección de la oración, a la que se llega por medio de la predicha enseñanza
“El monje que comienza repitiendo el versículo del salmo, luego accede a la pobreza espiritual y, al final, experimenta el conocimiento multiforme de las Escrituras”[1]. Asciende, por así decirlo, de la condición de “erizo espiritual” a la de “ciervo racional” que aplasta las serpientes venenosas y transita por las altas cumbres.
San Jerónimo nos ofrece un texto, aunque referido al tema de la castidad, que tiene cierta relación con la temática erizo - ciervo:
«“La peña es refugio de liebres” (Sal 103 [104],18), en vez de lo cual muchos leen “erizos”, animal pequeño, huidizo y abrumado por las púas de los pecados. Pero Jesús fue precisamente coronado de espinas, y cargó con nuestros pecados, y sufrió por nosotros, para que, de las espinas y tribulaciones de las mujeres, a las que se dijo: “Con angustia y dolor parirás, mujer. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará” (Gn 3,16), nacieran las rosas de la virginidad y los lirios de la castidad. Por eso el esposo mismo se apacienta entre lirios (cf. Ct 2,16) y entre aquellos que no mancharon sus vestiduras (cf. Ap 3,4), pues permanecieron vírgenes y escucharon su mandato: “Estén blancos en todo tiempo tus vestidos” (Qo 9,8). Como autor y príncipe de la virginidad, dice confiadamente: “Yo soy la flor del campo y el lirio de los valles” (Ct 6,2). Así pues, la peña es el escondrijo de las liebres, que en las persecuciones huyen de ciudad en ciudad y no temen lo del profeta: “No tengo a dónde huir” (Sal 141 [142],5). En cambio, “los altos montes son para los ciervos” (Sal 103 [104],18), que comen aquellas culebras que un niño pequeño saca de su agujero, mientras el leopardo y el cabrito se acuestan juntos, y el buey y el león comen paja, no para que el buey aprende la ferocidad, sino para que el león aprenda la mansedumbre»[2].
En una dirección semejante, pero con una mayor amplitud de miras, hallamos este aporte de san Agustín :
“Los montes altísimos para los ciervos (Sal 103 [104],18). Los ciervos, que son los grandes, los espirituales, saltan en su carrera todas las vallas espinosas de zarzas y de malezas. Él -dice- me da pies de ciervo, y me coloca en las alturas (Sal 17 [18],34). Que los altos montes mantengan consigo los más altos preceptos de Dios, que piensen cosas sublimes; que retengan lo que de manera especial sobresale de las Escrituras, que alcancen la justificación en las alturas: pues los montes más altos pertenecen a los ciervos: ¿Y qué decir de las bestias más humildes, como la liebre; como el erizo? La liebre es un animal pequeño y débil, el erizo es también espinoso; el uno es tímido, el otro es un animal cubierto de espinas. ¿Qué significan las espinas, sino los pecadores? El que peca diariamente, aunque no sea con pecados graves, está cubierto de pequeñas espinas. Por el temor es liebre; por su envoltura de pequeños pecados, es un erizo; y no puede conseguir aquellos preceptos sublimes y perfectos. Y el motivo es que aquellos montes más altos pertenecen a los ciervos. Entonces ¿qué? ¿Perecerán estos otros animales pequeños? No. Es cierto que los más altos montes pertenecen a los ciervos. Pero mira lo que se dice de estos otros: La roca es madriguera de erizos y de liebres. Porque Dios se hizo el refugio del pobre (cf. Sal 9,10). Pon esta roca afianzada en la tierra, y entonces es madriguera de erizos y de liebres; ponla en el mar y será la casa de la gaviota. En todas partes es útil la roca. También en los montes ella es útil; pues sin el fundamento de la roca, los montes se precipitarían al abismo. ¿No se decía, hace poco, de los montes: Allí anidarán las aves del cielo, y de en medio de las rocas emitirán sus cantos? (Sal 103 [104],12). Luego, por todas partes la roca es nuestro refugio; ya sea que se eleve en los montes, o que sea azotada por las olas del mar, o que se halle afianzada en tierra firme, no se quebrará. A ella se dirigen los ciervos, a ella la gaviota, a ella la liebre y el erizo. Aunque golpeen sus pechos las liebres, y los erizos confiesen sus pecados, pues, aun cuando se vean cubiertos de leves y cotidianos pecados, con todo, no les faltará la roca que les enseñó a decir: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,12). La roca es el refugio para los erizos y las liebres”[3].
La pobreza que conduce a la alabanza del Señor
11.1. Mantenga la mente continuamente esta fórmula, hasta que, afirmada por el uso incesante y por la meditación constante, renuncie y rechace la abundancia y la riqueza de los pensamientos. Y así, constreñida por la pobreza de este versículo, alcance con extrema facilidad aquella bienaventuranza evangélica que ocupa el primer lugar entre todas las otras bienaventuranzas. Pues dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,3). Y de esta forma quien, con una pobreza de esta clase, [sea] egregiamente pobre, cumplirá estas palabras proféticas: “El pobre y el indigente alabarán el nombre del Señor” (Sal 73 [74],21).
Pobreza que conduce a la iluminación
11.2. Esta pobreza puede ser más grande y más santa que aquella de quien, sabiendo que no posee ninguna protección y ninguna fuerza, busca cada día ayuda en la generosidad de los demás, comprendiendo que su vida y sus pertenencias son sostenidas en todo momento por la asistencia divina, y rectamente profesa que él es el verdadero pobre del Señor, clamando cada día: “Pero yo soy un mendigo y un pobre: ‘Ayúdame, Dios’ (Sal 39 [40],18)”. Ascendiendo de este modo al multiforme conocimiento de Dios, gracias a su iluminación, desde ese momento en adelante comienza a ser saciado por los misterios más sublimes y más sagrados conforme a lo que dice el profeta: “Las montañas son para los ciervos y las rocas un refugio para los erizos” (Sal 103 [104],18).
Erizos espirituales
11.3. Esto se adapta muy adecuadamente al sentido del que hemos hablado, en cuanto quien, perseverando en la simplicidad y en la inocencia, para nada es dañino o molesto. Al contrario, contento solamente con su simplicidad, sencillamente desea defenderse a sí mismo de convertirse en presa de quienes lo insidian; como un erizo espiritual, está protegido por el velo permanente de aquella roca evangélica (cf. Mt 7,24-27), es decir, del recuerdo de la pasión del Señor y, fortalecido por la continua meditación del versículo mencionado antes (cf. Sal 69 [70],2), resiste los ataques del enemigo que lo asalta. Sobre estos erizos espirituales así se habla en los Proverbios: “Los erizos[4], una raza que no es fuerte[5], que hicieron con piedras sus casas” (Pr 30,26).
Orar con los Salmos
11.4. ¿Y qué hay más inválido que un cristiano, más débil que un monje, a quien no solo le faltan los medios para vengar las injurias sufridas, sino que ni siquiera se le permite que una ligera y silenciosa reacción brote dentro de sí? Quien progrese en este estado, no solo posee la simplicidad de la inocencia, sino que también estará munido de la virtud del discernimiento, y se convertirá en exterminador de las serpientes venenosas, habiendo aplastado a Satanás bajo sus pies (cf. Gn 3,15; Ap 12,13-16), llega al modelo del ciervo racional (cf. Sal 41 [42],2; Is 35,6) con la velocidad de la mente, y se alimenta en las montañas proféticas y apostólicas, esto es, de sus muy excelsos y sublimes misterios. Vivificado por el alimento continuo de todas estas realidades y tomando sobre sí también todos los movimientos de ánimo de los Salmos, comenzará a cantar de tal modo estas palabras no como si fueran compuestas por el profeta, sino como si fueran escritas por él, sacándolas fuera con una profunda compunción del corazón como si fuera una oración suya; y estimará que han sido dirigidas a su persona y reconocerá que sus palabras no fueron solo pronunciadas por el profeta o cumplidas en el profeta en el pasado, sino que se cumplen ahora, realizándose cotidianamente en él.
Somos los autores de los salmos
11.5. He aquí entonces que las divinas Escrituras se abren más claramente para nosotros y, de algún modo, nos muestran sus venas y sus médulas, cuando nuestra experiencia no solo percibe, sino que incluso anticipa el conocimiento y el sentido de las palabras, no con nuestra explicación, sino con el descubrimiento de los testimonios. Al recibir en nuestro corazón la misma disposición con la que cada salmo fue cantado o escrito, como si fuéramos los autores, podemos anticipar su comprensión más que seguirla. Es decir, nosotros primero acogemos el poder de lo que se ha dicho, más que su conocimiento, recordando lo que nos ha sucedido o se está cumpliendo en nosotros a causa de los asaltos diarios cuando reflexionamos sobre ellos. Al repetirlos, podemos recordar qué fue lo que provocó en nosotros la negligencia, o lo que nuestra diligencia nos obtuvo, o la providencia divina nos concedió, o la instigación del enemigo nos sustrajo, o la impróvida ignorancia nos ocultó.
“La oración incorruptible”
11.6. Todas estas disposiciones las hallamos expresadas en los Salmos, de manera que podamos entender todo lo que nos sucede más eficazmente, como si lo viéramos en un espejo. Y así, instruidos de esta forma por las disposiciones de nuestros maestros, tocamos no algo oído, sino visto, y desde la disposición interna del corazón generamos algo no encomendado a la memoria, sino algo que está inscrito en la verdadera naturaleza de las cosas. De esta forma penetraremos su significado no por medio del texto escrito, sino guiados por la experiencia. Y así nuestra mente llegará a la oración incorruptible hacia la que, en la discusión previa, en la medida en que el Señor se dignó concedérnoslo, el orden de la conferencia se dirigió. Esta oración no se puede realizar por medio de la visión de alguna imagen, ni siquiera puede distinguirse por un sonido o palabras que la acompañan. En cambio, gracias al esfuerzo ardiente de la mente, se muestra por un exceso del corazón con una insaciable vivacidad del espíritu. La mente, trascendiendo así todos los sentidos y las materias sensibles, se entrega a Dios con gemidos y suspiros inenarrables (cf. Rm 8,26)».
[1] Vogüé, p. 269.
[2] Jerónimo, Epístola 130,8; BAC 731, pp. 786-789. La carta está dirigida a la virgen Demetria, y fue compuesta en el año 414. En su Carta 106,65 (BAC 731, pp. 222-223), dirigida a Sunnia y Fretela (dos godos), en la que trata sobre el Salterio [y los pasajes corrompidos en la edición de los Setenta intérpretes], Jerónimo dice: «“La peña es guarida de los erizos (herinaciis)” (Sal 103 [104],18). En hebreo se dice “sphannim”, y todos lo han traducido más o menos con la palabra tois choirogrulliois, excepto los Setenta, que lo tradujeron: “las liebres”. Pero es de saber que hay un animal, no más grande que el erizo, que tiene algún parecido con el ratón y con el oso; por lo que en Palestina se le llama “arcomus”. Y en estas regiones esa especie abunda mucho. Suelen habitar siempre en los huecos de las rocas y en los agujeros de la tierra». La datación de la epístola es incierta: ¿año 400?
[3] Comentarios a los salmos, 103,III,18; trad. en: https://www.augustinus.it/spagnolo/esposizioni_salmi/index2.htm.
[4] En griego choirogryllios, animal de difícil identificación. Podría tratarse del puercoespín o del damán. Casiano lee en latín: erinaceus, es decir: erizo (cf. Blaise, p. 313).
[5] Lit.: inválida.