Capítulo 13. El temor que nace de la grandeza del amor
“El afecto solícito”
13.1. «Quienquiera, por tanto, que esté fundado en la perfección de esta caridad, necesariamente ascenderá al grado más excelente que es aquel del sublime temor del amor, el cual no es generado por el terror de las penas ni por el deseo de los premios, sino por la grandeza del amor: el afecto solícito con el cual tanto el hijo venera al padre muy indulgente, como el hermano al hermano, el amigo al amigo, o el cónyuge al cónyuge, hasta el extremo de no temer golpes ni insultos, sino solo dañar, aunque solo sea con una leve ofensa, aquel amor. Y siempre está preocupado con una admirable piedad no solo en todas las acciones, sino también en las palabras, para que no se enfríe en su corazón ni un poco el ardor de esa dilección.
Testimonios bíblicos sobre la grandeza de la caridad
13.2. La magnificencia de este temor fue elegantemente expresada por uno de los profetas, quien dijo: “La sabiduría y el conocimiento son la riqueza de la salvación; el temor del Señor es su tesoro” (Is 33,6). No pudo expresar más claramente la dignidad y el mérito de este temor que al decir que las riquezas de nuestra salvación, las cuales residen en la verdadera sabiduría y conocimiento de Dios, no pueden ser conservadas sin el temor del Señor. Por lo tanto, a este temor no son invitados los pecadores, sino los santos a quienes se dirige la palabra del profeta, como dice el salmista: “Teman al Señor, todos sus santos, porque nada les falta a los que le temen” (Sal 33 [34],10).
Un temor perfecto que se diferencia de otro imperfecto
13.3. Porque quien teme a su Señor con este temor está seguro de que no le falta nada. Pues acerca de este temor al castigo, el apóstol Juan dice claramente: “Quien teme no es perfecto en el amor, porque el temor tiene castigo” (1 Jn 4,18). Por lo tanto, hay una gran distancia entre este temor que no teme nada, que es el tesoro de la sabiduría y del conocimiento (cf. Is 33,6), y aquel imperfecto, que es llamado “el principio de la sabiduría” (Sal 110 [111],10) y que, conteniendo en sí el castigo, es expulsado de los corazones de los perfectos por la plenitud que sobreviene del amor. Porque “en el amor no hay temor, sino que el amor perfecto expulsa el temor” (1 Jn 4,18).
Un doble grado de temor
13.4. Y de verdad, si el principio de la sabiduría consiste en el temor (cf. Sal 110 [111],10), ¿cuál será su perfección sino en el amor de Cristo, que contiene en sí mismo un amor perfecto que ya no considera el temor como principio, sino como tesoro de sabiduría y conocimiento? Y por esta razón, hay un doble grado de temor: uno es el de los principiantes, es decir, de aquellos que aún están bajo el yugo y el terror servil, sobre quienes se dice: “Y el siervo temerá a su señor” (Ml 1,6 LXX): y en el Evangelio: “Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe qué hace su señor” (Jn 15,15).
Caminar hacia la plena libertad del amor
13.5. Y por eso “el siervo, dice, no permanece en la casa para siempre; el hijo permanece para siempre” (Jn 8,35). Se nos invita a que pasemos de ese miedo del castigo a la más plena libertad del amor y la confianza que es propia de los amigos y de los hijos de Dios. Finalmente, el bienaventurado Apóstol, que ya había superado ese grado de temor servil por la fuerza del amor del Señor, despreciando lo inferior, se proclama rico en los bienes mayores que le provee el Señor. “Pues no nos dio Dios un espíritu de temor, sino de poder, amor y dominio propio” (2 Tm 1,7).
Los dones del Espíritu Santo
13.6. Él exhorta también a aquellos que ardían con el perfecto amor celestial de aquel Padre, a quienes la adopción divina ya había hecho hijos de los siervos: “No han recibido, dice, un espíritu de servidumbre para recaer de nuevo en el temor, sino que han recibido el espíritu de adopción, en el cual clamamos: ‘Abba, Padre’ (Rm 8,15)”. Sobre este mismo temor también el profeta, cuando describía aquel espíritu de siete dones, que sin duda descendió sobre aquel hombre de Dios según la disposición de la encarnación, dijo: “Sobre él reposará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de conocimiento y de piedad” (Is 11,2 LXX); y al final añadió, como algo especial, diciendo: “Y lo llenará el espíritu del temor del Señor” (Is 11,3 LXX).
Aferrarse a la caridad
13.7. En primer término, debe observarse con atención que no dice: “Sobre él reposará el espíritu del temor del Señor”, como lo había dicho hablando de otros, sino que dijo: “Lo llenará el espíritu del temor del Señor” (Is 11,3). Porque su riqueza es tan abundante que, aquel a quien una vez que ha poseído con su poder, no solo ocupa parcialmente su mente, sino toda ella. Y no sin motivo. Porque, en efecto, se aferra a aquella caridad que nunca acabará (cf. 1 Co 13,8), que no solo llena, sino que también posee de manera perpetua e inseparable a aquel a quien se ha unido; sin que se vea disminuido por las alegrías temporales o el deleite de los placeres: lo que, a veces, sucede con aquel temor que se expulsa.
13.8. Este es, por tanto, el temor de la perfección, del cual está escrito que estuvo lleno aquel hombre de Dios, quien no solo redimió a la humanidad, sino que también proporcionó la forma venerada de la perfección y ejemplos de virtudes. Porque el verdadero hijo de Dios, “quien no pecó, ni se halló dolo en su boca” (1 P 2,22), no pudo tener el temor servil de los sufrimientos».
Capítulo 14. Pregunta sobre la perfección de la caridad
14. Germán: “Dado que se ha tratado ampliamente el tema de la perfección de la caridad, también deseamos indagar de manera más libre sobre el fin de la castidad. No dudamos de que el sublime pináculo de la caridad, por la cual, como se ha expuesto hasta aquí, se asciende a la imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26), no puede subsistir en absoluto sin la perfección de la castidad. Pero queremos ser instruidos acerca de si es posible obtener perpetuamente, de modo que nunca la titilación de la lujuria infeste la integridad de nuestro corazón, y podamos así peregrinar en la carne, despojándonos de esta pasión carnal, de manera que nunca seamos abrasados por las llamas de los estímulos”.
Capítulo 15. Dilación de la respuesta a la pregunta
15. Queremón: «Aprender o enseñar continuamente aquella disposición que nos une al Señor ciertamente es la suma de la beatitud y un singular mérito. Esto, según la sentencia del salmista, debe consumir todos los días y las noches de nuestra vida (cf. Sal 1,2); y también sostiene nuestra mente insaciable y sedienta de justicia con la continua rumia de este alimento celestial. Pero también se debe prestar atención al bienestar de nuestro cuerpo, de acuerdo con la más benigna providencia de nuestro Salvador, para que no desfallezca en el camino (cf. Mt 15,32): “Porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26,41). Ésta también debe ser cuidada ahora con la recepción de un alimento modesto, para que, después de su reconstitución, la atención de nuestra mente se dirija hacia lo que ustedes quieren que sea indagado con diligencia».