Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia XII, capítulos 9-11)

Capítulo 9. Pregunta: ¿podemos evitar el movimiento del cuerpo también mientras dormimos?

 

9. Germán: “Hemos experimentado, en efecto, en alguna medida, que la perpetua pureza del cuerpo puede ser poseída, para quienes están vigilantes, con a la gracia de Dios; y no negamos que los movimientos de la carne, con el rigor de la austeridad y con la resistencia de nuestro juicio, pueden evitarse. Pero queremos ser instruidos sobre si podemos estar libres de esta inquietud incluso mientras dormimos. No creemos que esto sea posible por dos razones, aunque no podamos expresarlas sin vergüenza, sin embargo, dado que la necesidad del remedio mismo nos obliga, te pedimos que nos hables, excusándonos si por casualidad el tema será expuesto de manera más desinhibida. Primero, por lo tanto, es que, durante el sueño, la actividad de la mente relajada no puede ser afectada de ninguna manera por la irrupción de esa conmoción; en segundo lugar, que la acumulación de orina, cuando la capacidad de la vejiga, en nuestro estado de reposo, se ve continuamente llena por un flujo interno de humedad, excita los miembros entorpecidos, lo que también ocurre igualmente en los niños o en los eunucos bajo la misma ley. Por este motivo ocurre que, si bien el placer libidinoso no hiere el entendimiento de la mente, sin embargo, la vergüenza de los miembros la humilla con la confusión”.

 

Capítulo 10. Respuesta: la conmoción de la carne que sucede durante el sueño no perjudica la castidad

 

No basta el rigor para vivir en castidad

10.1. Queremón: «Ustedes parecen no haber reconocido aún la verdadera virtud de la castidad, dado que creen que solo puede ser sostenida mediante la ayuda del rigor de quienes están vigilantes; y de ahí proviene la idea de que, en los que duermen, si se quita el rigor del ánimo, la integridad no puede ser mantenida. Sin embargo, la castidad no depende del rigor, como ustedes piensan, sino que subsiste por el amor que le es propio y por el deleite de su propia pureza. Porque no se habla de castidad, sino de continencia, cuando a esta todavía resiste algún placer contrario.

 

La estabilidad que concede la virtud arraigada

10.2. Por lo tanto, aquellos que han recibido por la gracia de Dios el amor de la castidad no se ven afectados por la cesación del control cuando duermen, lo cual se verifica inequívocamente incluso para quienes están despiertos. Cualquier cosa que sea refrenada con trabajo, proporciona tregua temporal al que lucha, pero no otorga una tranquilidad de seguridad perpetua tras el esfuerzo; sin embargo, aquello que haya sido derrotada merced a una bien arraigada virtud, aportará estabilidad a la victoria sin ningún indicio de inquietud, contribuyendo a la paz continua.

 

Estamos sometidos a la debilidad de nuestra carne

10.3. Por lo tanto, mientras sentimos que nuestra carne es agitada, debemos entender que aún no hemos alcanzado la cima de la castidad, sino que todavía estamos constituidos bajo la debilidad de la continencia, fatigados en batallas en las que es necesario que siempre haya un resultado incierto. Sin embargo, para apoyar la idea de que la conmoción de la carne es inevitable, debemos señalar que ni siquiera los eunucos pueden estar libres de ello, a pesar de la extirpación de los genitales; se debe entender que no les falta la pasión carnal ni el efecto de la lujuria, sino solamente la virtud de la generación satisfactoria.

 

Esfuerzo y aplicación

10.4. Por donde se manifiesta que quienes desean llegar a aquella castidad que anhelamos no deben dejar de lado la humildad, la contrición del corazón y la disciplina de la continencia, aunque no se debe creer que puedan alcanzar la propia castidad con menor esfuerzo y aplicación.

 

Capítulo 11. Que hay una gran distancia entre moderación y castidad

 

La armonía de la carne y el espíritu

11.1. Por lo tanto, la perfección de la castidad se diferencia de los arduos rudimentos de la continencia por su perpetua tranquilidad. Esta es, en efecto, la verdadera consumación de la castidad: que ya no combate los movimientos de la concupiscencia carnal, sino que, detestándolos completamente con gran horror, mantiene constante e inquebrantable su pureza, la cual no puede ser otra cosa que la santidad. Esto sucederá cuando la carne, cesando de desear contra los deseos del espíritu, haya consentido a sus deseos y a su virtud, y comiencen ambos a unirse entre sí en una paz muy firme, y cohabiten, según la sentencia del salmista[1]: “Habiten los hermanos en uno” (Sal 132 [133],1), poseyendo la beatitud prometida por el Señor, sobre la cual Él dijo: “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre la tierra para pedir algo, esto les será concedido por mi Padre que está en los cielos” (Mt 18,19).

 

De Jacob a Israel

11.2. Cualquiera que, por lo tanto, del grado del Jacob espiritual, es decir, del suplantador, haya trascendido el nivel, desde aquella lucha de continencia y la suplantación de los vicios, bloqueado el nervio del muslo, ascenderá al título de Israel con la perpetua dirección del corazón. Este orden también lo distinguió así el bendito David por la profecía del Espíritu Santo, diciendo primero: “Dios es conocido en Judea” (Sal 75 [76],2), es decir, en el alma, que aún se retiene bajo la confesión de los pecados; porque Judea se interpreta como “confesión”. En cambio, en Israel, es decir, “en aquel que ve a Dios”, o como algunos interpretan: “El que se muestra más recto ante Dios”, no solo es conocido, sino que también “su nombre es grande” (Sal 75 [76],2).

 

El Señor quebró los arcos que nos enviaban las flechas de la lujuria

11.3. Entonces, al elevarnos a lo sublime y deseando mostrar también el mismo lugar en que el Señor se complace, dijo: “Su morada está establecida en la paz” (Sal 75 [76],3 LXX), es decir, no en el conflicto de la lucha y la lucha contra los vicios, sino en la paz de la castidad y la perpetua tranquilidad del corazón. Por tanto, quien merezca obtener este lugar de paz, a través de la extinción de las pasiones carnales, progresando a partir de este grado hacia la Sión espiritual, es decir hacia la atalaya de Dios, será consecuentemente él mismo morada. Pues el Señor no mora en la lucha por la continencia, sino en la atalaya de las virtudes perdurables, donde ya no hieren ni oprimen los poderes de los arcos, que Él rompió en perpetuidad; pues de ellos evidentemente partían contra nosotros los dardos encendidos de las lujurias.

 

Lo sucedido durante el sueño es puramente natural

11.4. Verán, por tanto, que el lugar del Señor no está en la lucha por la continencia, sino en la paz de la castidad; y así también su morada se halla en la atalaya y en la contemplación de las virtudes. Por donde, inmerecidamente, las puertas de Sion son preferidas sobre todos los tabernáculos de Jacob: “Porque el Señor ama las puertas de Sion más que todas las moradas de Jacob” (Sal 86 [87],2). Sin embargo, si afirman que la conmoción de la carne es inevitable, dado que la orina, al llenar la vejiga con su flujo constante, despierta los miembros en reposo, aunque para los verdaderos seguidores de la pureza esta conmoción no prejuzgue nada para el obtenerla, pues se manifiesta raramente y solo durante el sueño. Deben saber, sin embargo, que, así como si ellos han sido conmovidos, pueden ser devueltos a la tranquilidad bajo el gobierno de la castidad, de tal manera que no solo no se sientan ninguna pulsión[2], sino ni siquiera el más mínimo recuerdo de la libido.

 

Una nueva condición de nuestra humanidad

11.5. Por lo tanto, para que la ley del cuerpo se ajuste a la ley de la mente, se debe restringir la ingesta excesiva de agua, para que el volumen diario de líquido, que fluye más lentamente hacia los miembros deshidratados, pueda hacer que ese movimiento corporal -que consideras inevitable- no solo sea extremadamente infrecuente, sino incluso lento y remiso, o por así decirlo como una llama que arde sin calor, similar a la asombrosa visión de Moisés (cf. Ex 3,2), para que nuestro cuerpo, rodeado de fuego inocuo, no sea quemado; o como aquellos tres jóvenes, a quienes el ardiente espíritu del horno de los  caldeos les fue disipado, de modo que ni sus cabellos ni sus ropas fueron tocados por el olor del fuego (cf. Dn 3,91-93 [24-26]). De modo que comenzamos a poseer en este cuerpo aquello que se promete a los santos por medio del profeta: “Cuando camines a través del fuego, no serás quemado, y la llama no te quemará[3]” (Is 43,2).


[1] Lit.: salmógrafo.

[2] Lit.: pruritus: comezón, picazón, prurito.

[3] Lit.: “y la llama no arderá en ti”.