Capítulo 7. Sobre el propósito supremo de Dios y su providencia cotidiana
Dios quiere nuestra salvación
7.1. «Dios no ha creado al hombre para su perdición sino para que viva eternamente: su designio permanece inmutable. Desde el momento en que ve brillar en nosotros la más mínima chispa de buena voluntad o que Él mismo la hace surgir de la dura piedra de nuestro corazón, su bondad la cuida atentamente, la estimula y la fortalece con su inspiración. Pues “Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). “Es voluntad de nuestro Padre que está en los cielos -dice el Señor- que no se pierda ni uno solo de estos pequeños” (Mt 18,14). Y de nuevo: “Dios no quiere que ninguna alma se pierda, difiere el momento de su descanso a fin de que aquel que hubiera sido rechazado no se pierda para siempre” (cf. 2 P 3,9; 2 S 14,14 LXX).
No rechazar la invitación del Señor a la conversión
7.2. Dios es veraz, no miente cuando afirma con juramento: “Por mi vida que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva” (Ez 33,11).
Es su voluntad que no se pierda ninguno de sus pequeños. ¿Puede pensarse entonces, sin caer en enorme sacrilegio, que no quiere la salvación de todos en general, sino sólo la de algunos? Quien sea que se pierda lo hará por su propia voluntad. Cada día les repite: “Conviértanse, conviértanse de su mala conducta”; y: ¿Por qué tienen que morir, casa de Israel? (Ez 33,11). Y otra vez más: “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido” (Mt 23,37), o bien: ¿Por qué este pueblo de Jerusalén sigue apostatando, con apostasía perpetua? Se aferran a la mentira, rehúsan convertirse (Jr 8,5).
La gracia es para todos los seres humanos
7.3. La gracia de Cristo (Christi gratia) está, por consiguiente, siempre a nuestra disposición. Porque “Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4) los llama a todos sin excepción: “Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados y yo les daré descanso” (Mt 11,28). Si no llamara a todos los hombres en general, sino solo a algunos, supondría que no todos están sobrecargados, ya sea por el pecado original o por el pecado actual. Y estas palabras no serían justas: “Porque todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Mt 11,28). Se equivocarían también si pensaran que “la muerte ha alcanzado a todos los hombres” (Rm 5,12).
El Señor nos concede lo que más nos conviene
7.4. Y tan cierto es, que todos aquellos que se pierden lo hacen contra el deseo de Dios. Y para mostrar que no es el autor de la muerte misma dice la Escritura: “Que no fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes” (Sb 1,13). De ahí viene que muy a menudo cuando pedimos cosas perjudiciales en lugar de aquello que nos sería de provecho Él demore en acceder a nuestros ruegos o incluso no responda en absoluto a ellos. Contrariamente, cuando es para nuestro bien, su bondad consiente en imponernos (inferre), a pesar de toda nuestra resistencia, aquello que consideramos desfavorable, tal como lo haría el mejor de los médicos. A veces demora o impide el detestable efecto de nuestras malas inclinaciones y de nuestras tentativas mortales. Nos apresuramos hacia la muerte, Él nos aparta para conducirnos a la vida, nos arranca, sin nosotros saberlo, de las fauces del infierno».
Capítulo 8. Sobre la gracia de Dios y el libre arbitrio
La bondad de Dios
8.1. «La palabra divina expresa de forma maravillosa, por boca del profeta Oseas, el esmero de su Providencia con respecto a nosotros. Lo hace bajo la imagen de una Jerusalén infiel que se encamina, en fatal apresuramiento, al culto de los ídolos. Dice ella: “Me iré detrás de mis amantes, los que me dan mi pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mis bebidas” (Os 2,7). Y la bondad divina le responde, más preocupada por su salvación que por satisfacer sus caprichos: “Por eso, yo cerraré su camino con espinos, la cercaré con seto y no encontrará más sus senderos; perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no los hallará”, entonces dirá: “Voy a volver a mi primer marido, que entonces me iba mejor que ahora” (Os 2, 8-9).
Nuestra respuesta a la bondad divina
8.2. Y luego describe, en la comparación siguiente, la obstinación y el desprecio con los que nuestra alma rebelde lo desdeña, cuando Él nos invita a un regreso saludable: “Padre me llamarán, de mi seguimiento no se volverán. Pues bien, como engaña una mujer a su compañero, así me ha engañado la casa de Israel” (Jr 3,19-20). Luego, habiendo comparado Jerusalén con la esposa adúltera que abandona a su marido, se compara a sí mismo, con toda justicia, en su amor y bondad perseverantes, al hombre perdidamente enamorado.
Siempre nos precede la gracia divina
8.3. La ternura y el afecto de los que nos da prueba sin cesar al género humano, no podrían expresarse más felizmente con otra comparación. ¡Cómo no se deja vencer por nuestras ofensas! No se ve que por ellas abandone el cuidado de nuestra salvación, ni se lo ve volver atrás de su primer designio, obligado en cierta forma a retroceder ante nuestras iniquidades. Tal como el hombre que ama a una mujer con amor ardiente: cuando se siente más agobiado por el desdén y el desprecio, más vehemente es el celo que lo quema. La protección divina no se separa de nosotros. Tan grande es la ternura del Creador por su criatura, que su Providencia no queda satisfecha con acompañarnos, nos precede siempre. El profeta que lo había experimentado, lo atestigua abiertamente: “La misericordia de mi Dios vendrá a mi encuentro” (Sal 58 [59],11).
El Señor obra en nosotros la conversión
8.4. En cuanto Él percibe en nosotros un comienzo de buena voluntad, derrama de inmediato sobre nosotros su luz y su fuerza, nos incita a la salvación, haciendo crecer el germen que sembró Él mismo o que ve surgir desde abajo por nuestro esfuerzo[1]. “Antes que me llamen yo responderé, aún estarán pidiendo y yo les escucharé” (Is 65,24). Y también ha sido dicho: “Al oír tu llamado, tan pronto como a Él le llegue, te responderá” (Is 30,19). Y no solo nos inspirará deseos santos sino que nos preparará las ocasiones de volver a la vida, las circunstancias favorables para cosechar buenos frutos, y mostrará a aquellos que se han extraviado el camino recto de la salvación».
Capítulo 9. Sobre la fuerza de nuestra buena voluntad y de la gracia de Dios
El Señor obra siempre conforme a su amor hacia todos los seres humanos
9.1. «Pero he aquí un punto donde la razón humana se confunde. El Señor da a quien le pide: “Pidan y se les dará, llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abrirá” (Mt 7,7) Y por otra parte es encontrado por almas que no lo buscan, aparece en forma visible en medio de gentes que no lo pedían, sucede todo el tiempo que tiende sus manos hacia un pueblo incrédulo y rebelde. Llama a algunas almas que le resisten y se mantienen lejos suyo, se manifiesta a quienes no preguntan por Él, atrae a otras hacia la salvación a pesar suyo. Hay quienes quieren pecar y les sustrae los medios para realizar su deseo, otros que se precipitan al mal y Él se pone en su bondad como obstáculo en su camino[2].
Un equilibrio en constante tensión
9.2. Y hay más enigmas. Se atribuye al libre arbitrio la realización de toda obra de salvación al decir: “Si aceptan obedecer, lo bueno de la tierra comerán” (Is 1,10), pero a continuación se dice: “No se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia” (Rm 2,6). También: “Es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Flp 2,13) e igualmente leemos: “Eso no viene de ustedes sino que es don de Dios, tampoco viene de nuestras obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2,8-9). Y por una parte: “Aproxímense a Dios y Él se aproximará a ustedes” (St 4,8); mientras que por la otra: “Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6, 44).
“Un corazón de carne”
9.3. Y qué significado tienen las palabras: “Tantea bien el sendero de tus pies y sean firmes todos tus caminos mientras que en nuestras plegarias decimos: ‘Guíame Señor en tu Presencia’ (Sal 5,9)”; y: “Ajusta mis pasos por tus sendas, no vacilen mis pies” (Ez 18,31). Por un lado se nos advierte: “Háganse un corazón nuevo y un espíritu nuevo” (Ez 11,19-20), y se nos hace esta promesa: “Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne para que caminen según mis preceptos y observen mis normas” (Ez 11,19-20).
Nuestro deseo de practicar la virtud debe ser sostenido por el Señor
9.4. Y el Señor nos intima con este mandato: “Limpia de malicia tu corazón, Jerusalén, para que seas salvada” (Jr 4,14). ¿Y qué le pide el profeta al Señor cuando dice: “Crea en mí, oh Dios un corazón puro”; y también: “Lávame y quedaré más blanco que la nieve” (Sal 50 [51],12 y 9)? ¿Qué significa lo que se nos dice: “Ilumínense con la luz del conocimiento” (Os 10,12 LXX)? Y luego: “El Señor es que el saber al hombre enseña (Sal 93 [94],10); y: “El Señor abre los ojos a los ciegos” (Sal 145 [146],8). Y nosotros mismos pedimos con el profeta: “Ilumina mis ojos, no me duerma jamás en la muerte” (Sal 12 [13],4). ¿Qué conclusión sacar sino la de que todos estos textos proclaman a la vez tanto la gracia de Dios como nuestro libre arbitrio? Porque el hombre podrá levantarse a veces por sus propias fuerzas y acceder a su deseo de virtud, pero al mismo tiempo tendrá siempre la necesidad de ser ayudado por el Señor.
No basta con el deseo de la virtud, necesitamos el auxilio de la gracia
9.5. No gozará de buena salud quien la desee. Nuestros deseos no serán suficientes para evitar la enfermedad. Porque ¿de qué sirve desear la gracia de la salud, si Dios, que nos ha concedido el disfrute de la vida, no nos da también la fuerza y el vigor? En compensación digamos que, de los dones naturales que la prodigalidad del Señor nos concede, proviene a veces ese comienzo de buena voluntad, que no podría alcanzar la virtud perfecta si el Señor no la encamina. Y para añadir más luz a esta verdad, tenemos el testimonio del Apóstol: “Aún queriendo hacer el bien, es el mal que se me presenta” (Rm 7,18)».
[1] Se podría, destaca Próspero, entender esta propuesta de un comienzo de buena voluntad cuyo principio ha sido puesto en el hombre por Dios y que no le sería atribuido al hombre más que porque ha recibido de la gracia el poder de producirla (Contra Collatorem 2,3). Pero más adelante lo reprocha sin vueltas.
[2] En la doble serie de textos que siguen existe una aparente oposición. Casiano extraerá dos conclusiones: 1°) Que nuestra libertad subsiste al lado de la gracia y nada es más justo. 2°) Que el hombre puede a veces elevarse por sí mismo al deseo de la virtud y este es el error semi-pelagiano.
