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«Cuando tomamos la resolución de dar a conocer la divinidad -a la que los mismos seres celestiales no pueden adorar como se merece-, o de penetrar en los secretos de esta divinidad inmensa y del gobierno del universo, es como si nos embarcásemos en una diminuta balsa para hacer una larga travesía, o como si nos pertrechásemos de unas minúsculas alas con la intención de alcanzar el firmamento y sus astros...

Hay un solo Dios, sin principio, sin causa, que no puede ser limitado ni por cualquier otro anterior a Él, ni por cualquier ser que venga después. Rodeado de eternidad, infinito, Padre excelente de un Hijo único, bueno, grande, a quien engendra sin que nada carnal tenga lugar, ya que Él es espíritu. Dios único y otro, aunque no otro en su divinidad; tal es el Verbo de Dios. Él es la huella del Padre, el solo Hijo de aquel que no tiene principio, el único del único, su igual. Mientras el Padre permanece siendo Padre íntegro, Él, el Hijo, es el autor y Señor del mundo, la fuerza y el pensamiento del Padre...

El tiempo existía antes que yo, pero no es anterior al Verbo, cuyo Padre está fuera del tiempo. Desde el momento en que existía el Padre sin principio, que no deja nada por encima de la divinidad, existía también el Hijo, que tiene por principio un Padre fuera del tiempo, como la luz del sol proviene del disco de este astro tan bello. No olvidemos, sin embargo, que todas las imágenes están por debajo de la grandeza de Dios... Como Dios y como Padre, el Padre es grande. Y si su grandeza consiste en no tener su adorable divinidad de ningún otro, no es menos glorioso para el Hijo venerable de un Padre tan grande, el tener un origen tal...

Estremezcámonos ante la grandeza del Espíritu que es igualmente Dios, y por quien yo he conocido a Dios. Él es manifiestamente Dios y hace nacer a Dios aquí abajo. Es todopoderoso, distribuye los diversos dones, inspira los cánticos del coro de los bienaventurados; da la vida a los seres celestiales y terrestres, se sienta en las alturas, viene del Padre; es la fuerza divina, actúa por iniciativa propia, no es Hijo -porque el Padre excelente no tiene sino un solo Hijo lleno de bondad-, pero no queda fuera de la divinidad invisible, disfrutando de igual gloria»[1].

 


[1] San Gregorio de Nacianzo, Poemas dogmáticos, sect. I, I-II; PG 37,397-409; trad. en: Lecturas cristianas para nuestro tiempo, Madrid, Ed. Apostolado de la Prensa, 1972, J 1. Gregorio nació hacia el año 330. Tras cursar brillantemente sus estudios en Cesárea de Capadocia, en Cesárea de Palestina, Alejandría y Atenas, recibió el bautismo hacia el 358 y decidió consagrarse a la “filosofía monástica”, pero sin decidirse, contra lo que había prometido, a dejar su familia para unirse a Basilio, con excepción de breves períodos, en los que se dedicó con su amigo al estudio de la obra de Orígenes. Por navidades del 361 fue ordenado sacerdote por su padre; en el 372, san Basilio, como parte de su plan de política religiosa, lo obligó a aceptar la sede episcopal de Sásima, una estación postal a la que Gregorio se negó luego a trasladarse. El 374, tras la muerte del padre, gobierna por poco tiempo la diócesis de Nacianzo, pero se retira en seguida a Seleucia de Isauria. Cuando a la muerte del emperador Valente (378) los nicenos cobran nuevas esperanzas de prevalecer, la sede de Constantinopla estaba en manos de los arrianos (desde el 351); para reagrupar la pequeña comunidad ortodoxa según la línea trazada por Basilio (que ya había fallecido) se recurre a Gregorio, que implanta su sede en casa de un pariente (capilla de la Anástasis). Las dotes humanas y religiosas de Gregorio y los 22 memorables discursos que pronuncia durante estos años le granjean una espléndida notoriedad, no exenta sin embargo de críticas de una y otra parte. En 381, se convocó un concilio en Constantinopla (el concilio que luego será catalogado como segundo ecuménico). Tras la muerte repentina de Melecio, Gregorio, elegido como presidente del concilio, mostró su desacuerdo con la fórmula de fe que se proponía. Gregorio propugnaba una declaración inequívoca de la divinidad y de la consubstancialidad del Espíritu santo. Hubiera querido, por otra parte, satisfacer los deseos de los occidentales que lo querían sucesor de Melecio, pero no logró sino disgustar a unos y otros. Gregorio no tardó en comunicar con gran amargura su dimisión al emperador y, al cabo de dos años pasados en Nacianzo, hizo elegir como obispo de esta sede a su primo Eulalio (383) y se retiró a su propiedad de Arianzo. Murió en el año 390.