Inicio » Cuadmon » Cuadernos Monásticos Nº 26

Editorial

 

Comenzaban a llegar las contribuciones para este número 26 de Cuadernos Monásticos cuando los diarios de todo el mundo anunciaban la muerte, en Francia, con pocos días de distancia, de dos hombres de noventa y un años: Picasso y Maritain, un pintor y un filósofo; un hombre sin Dios y un hombre de Dios; un español y un francés; un hombre rico y con descendencia, y un hombre voluntariamente pobre y sin descendencia

De uno dijo Salvador de Madariaga:

“A Picasso le va como un guante la definición de sí mismo que un día me dio Ortega: ¡Yo soy un íbero irreductible...! Disciplina no le faltaba. Bastante tuvo para hacer una carrera de gran pintor como Ribera o Zurbarán; pero no le bastó para canalizar aquel su inmenso poder re-creador del mundo que había recibido en la cuna. De donde sus evoluciones caprichosas, sus imitaciones libres, sus inventos fugaces... aquella sucesión de estilos que parece como el mariposeo de un insecto despistado que no sabe en qué flor quedarse. Así se revela un espíritu vagabundo a modo de velero con más vela que brújula, abandonado al viento que sopla.

El curso mismo de su vida, su comunismo a todas luces frívolo, su ‘andalucería’, su guasonería de fondo ¿no dan qué pensar sobre si el hombre Picasso habría recibido en la cuna un pensamiento y una sensibilidad suficientes para ocupar dignamente la fuerza incomparable de su arte de pintor? ¿No vendría a ser el cogollo mismo de su tragedia el haber sido el pintor más grande de la historia que no supo qué pintar?” [1].

Del otro dijo S. S. Pablo VI el domingo 29 de abril a los fieles reunidos para rezar el Angelus:

“Maritain, un gran pensador de nuestros días, un maestro en el arte de pensar, de vivir, de orar. Muere solo y pobre, asociado a los Hermanitos de Foucauld. Su voz y su figura permanecerán en la tradición del pensamiento y de la meditación católica. No olvidemos su aparición, en esta plaza, en la clausura del Concilio, para saludar a los hombres de la cultura en nombre de Cristo Maestro”.

¿Qué unía y que separaba a estos dos hombres tan contemporáneos en el nacer y en el morir?

Una común tensión en buscar más allá de la apariencia, de lo “fenoménico” para el filósofo, y de lo “fotográfico” para el artista. Esa “visión” de lo que está más allá, pero un “más allá” que no es equivalente a “fuera”, sino a “hondo”, la profundidad del ser en la que reposa toda verdad y la profundidad de la limitación existencial que librada a sí misma es un caos de líneas y colores que solo un genio puede expresar y concederle estructura.

Maritain dijo de Picasso:

“Para encontrar una expresión pura, libre hasta de esas interposiciones humanas y de esa literatura que proviene del orgullo de los ojos, y de su ciencia adquirida, vemos que Picasso emplea una voluntad heroica, y que afronta lo desconocido valerosamente. Después de él la pintura habrá avanzado un paso en su propio misterio... A veces me imagino que a fuerza de someter la pintura a sí misma y a sus puras leyes formales, la siente desfallecer bajo su mano, y entonces con rabia se apodera de cualquier cosa y la clava contra el muro, aún así con una infalible sensibilidad...

Picasso encuentra la poesía porque es puramente un pintor: en lo cual está en la línea de los maestros, y nos recuerda una de sus más útiles enseñanzas. Como Cocteau lo ha advertido con razón, sus obras no desprecian la realidad, sino que se parecen, con esa semejanza espiritual -suprarreal, para emplear una palabra muy verdadera en sí misma-, de la que ya he hablado. Dictada por un demonio o por un ángel bueno; en ciertos momentos se vacila en decidirlo. Pero no solamente las cosas se transfiguran al pasar de su ojo a la mano; al mismo tiempo se adivina otro misterio: el alma y la carne del pintor se esfuerzan por substituirse a los objetos que pinta, por expulsar la substancia, entrar y darse bajo las apariencias de esas cosas de nada, figuradas en un cuadro, y que viven allí con otra vida distinta de la suya”[2].

Si esa mirada de hondura les era común, los separaba ese salto que el artista y el filósofo deben dar: el encuentro con Dios, la aceptación de la Encarnación de Dios y de la deificación del hombre. En la una y en la otra la cruz es el camino, los sacramentos el encuentro de la una y de la otra. Dice Maritain:

“La poesía (como la metafísica) es un alimento espiritual; pero de sabor creado, y que no basta. No hay más que un alimento eterno. Desgraciado aquel al que creéis ambicioso y a quien despertáis el apetito por algo menos que las tres divinas Personas y la humanidad de Cristo.

Es un error mortal esperar de la poesía el alimento supersubstancial del hombre”[3].

Por eso estos dos hombres que ocupan casi un siglo, se presentan al pensamiento como dos caminos totalmente diferentes. El pintor cada vez más distante de la contemplación de Dios y de la humildad de ser creatura que debe restaurarlo todo –incluso su arte– en Cristo; y el filósofo cada vez más sumergido en Dios y tan humilde, que su Superior al pasar por Buenos Aires en 1971 dijo que Maritain “pelaba papas con los Hermanitos”, y seguía todos los cursos, solo había pedido se le diera por aprobada la “Introducción a la Filosofía”[4].

Dios es Padre y en su fiesta hay un lugar –así lo esperamos – para pintores rebeldes y para filósofos místicos.

Pero, es posible pensar algo más frente a estos dos nonagenarios que reposan uno y otro a la sombra de poéticos castillos: son una verdadera palabra profética. En los cuadros de Picasso vemos a nuestro hombre de hoy, a nuestra humanidad, por dentro: la desintegración, la división. La existencia que ha perdido identidad y la busca en monstruosas síntesis ricas en creatividad, en cálculo matemático, en fantasía. En el pensamiento de Maritain vemos la única solución para reconducir a la unidad al hombre de hoy, para darle la perdida y buscada identidad: es la verdad.

Decía Raissa Maritain:

“Si debemos renunciar también

a encontrar un sentido cualquiera

a la palabra verdad...

no es posible vivir humanamente”.

El artista pintó a los hombres y las cosas por dentro, en su división, en su absurdo. El metafísico señaló el camino pensado, vivido, contemplado, rezado, amado, caminado, de restaurarlo todo en Cristo, Verdad del Padre, sin la que todo ser o pensamiento es mentira y a la que no se llega más que purificando todo ser y pensamiento en el hábito de la verdad, en la pasión de la verdad.

Esta unidad y esta verdad y esta vida nos son dadas por Cristo, el Verbo de vida a quien vemos y tocamos en los Sacramentos.

La Dirección

 

 


[1] “La Nación”, 13 de mayo de 1973.

[2] JACQUES MARITAIN, Fronteras de la Poesía (Edit. La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1945).

[3] Ib.

[4] Conferencia del Hermanito René en Santa Escolástica.

 

SUMARIO

Editorial

Sacramento de la Confirmación y vida monástica

Artículo

El sacramento de la Penitencia

Artículo

La experiencia sacramental según Nicolás Cabasilas

Artículo

El primer monasterio trapense femenino en la Argentina

Crónica

Breve noticia del monasterio benedictino “Santa María de Guadalupe” (México)

Crónica

Recensiones - Libros recibidos

Libro