La celebración de la Pascua y el tiempo pascual que hemos vivido nos invitan a reemprender con entusiasmo nuestra búsqueda de Dios, a retomar ese camino que se hace, paradojalmente, corriendo y permaneciendo.
En este punto, la Tradición es unánime: en un momento dado del recorrido espiritual, cada uno es acorralado, colocado ante una puerta estrecha cuyo paso se anuncia como muy arduo, ante la cual uno está tentado de dudar largo tiempo, a veces casi toda una vida. Sin embargo, nadie puede ahorrarse el franquearla. Porque se trata de un paso en el sentido más fuerte del vocablo, en el sentido que ha tomado en la aventura de Jesús: se trata de una Pascua. La propia Pascua de Él renovándose en la vida del creyente.
Ciertamente la envidia nos afecta a todos en algún momento, a pesar de nuestras mejores intenciones y de cuantos intentos hagamos por superarla. Mientras que algunas personas padecen su acoso como algo ocasional y pasajero, a otras “las consume la envidia”, y sufren una enormidad a causa del tormento psíquico que supone ver la vida y conciencia propias sometidas al dominio de la envidia.
Perseverando en la paciencia de la hora con un corazón abierto, traspasado por la voluntad del Padre, consumido por una obediencia que vence toda resistencia, siguiendo el camino abierto por la pasión de Cristo, por su dolor, su desnudez, su humillación, vamos haciendo que arraigue en el mundo una estabilidad que vence la fragmentariedad del corazón humano y abre, no sólo para nosotros, sino también para la humanidad, el verdadero camino hacia lo eterno, hacia el eterno movimiento de amor de lo que nunca muda –como dice Dante: la perenne estabilidad trinitaria en el eterno movimiento del amor.
La profundización específica de la relación entre deseo y concupiscencia se ofrece como particular pista de acceso a la teología mística de Bernardo que aún hoy logra hablar al hombre y comunicar la experiencia meditada de Dios.
Pacomio enseñaba que así como hay curaciones físicas visibles, también las hay espirituales. “Porque si un hombre es ciego en su espíritu, decía él, y no ve la luz de Dios a causa de su idolatría, pero después es conducido a la fe en el Señor y recibe la visión para reconocer al único Dios verdadero (Jn 17,3), ¿no es ésta su curación y salvación? Y si una persona tiene la lengua embrollada por mentir, porque no dice la verdad, pero es instruido por hombres de Dios para proclamar la verdad, ¿acaso no ha sido espiritualmente curado? Si otro tiene sus manos mutiladas por causa de su debilidad en el cumplimiento de los mandamientos de Dios, pero gracias a la misericordia de Dios deja de ser indolente y hace alguna obra buena, ¿no es ésta también una curación? Finalmente, si alguien es lujurioso u orgulloso, pero se arrepiente en el temor de Dios merced a la ayuda de un servidor de Dios, ¿no es esto también un milagro?”.