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ASPECTOS DE LA TEOLOGÍA DE LA REVELACIÓN EN EL LEGATUS DIVINAE PIETATIS (III)

Santa Gertrudis y el Sagrado Corazón de Jesús, vitral del Monasterio de Santa Gertrudis Cottonwood, Idaho, EEUU.

Ana Laura FORASTIERI, OCSO[1]

 

II.2. Noción de progreso en la Revelación

En los siglos XII y XIII[2] la determinación concreta de los libros del canon permanecía todavía abierta[3]. La frontera entre la Sagrada Escritura y los Padres aún no se había trazado netamente. El texto sagrado aún no era visto como un libro con unidad propia; los Padres estaban entremezclados indisolublemente con la Escritura y en muchos casos, colocados al mismo nivel. Como consecuencia, se tenía una concepción abierta de la Revelación y no se la consideraba concluida definitivamente con la muerte del último apóstol. Dentro de este contexto de ideas, el siglo XIII marca un paso adelante, con el aporte del pensamiento de san Buenaventura, quien desarrolla la noción de progreso en la revelación.

San Buenaventura (1217-1274), contemporáneo de Gertrudis, fue Ministro General de los Frailes Menores en un momento de tensión interna de la Orden, a la vez que de extraordinaria expansión. La pronta canonización de Francisco había encendido un entusiasmo ardiente por los ideales de pobreza y retorno a la simplicidad del Evangelio, que los frailes diseminaban en todos los estratos de la sociedad con su predicación itinerante. A causa de este entusiasmo y de una cierta crítica a las estructuras eclesiales contemporáneas, surgió una corriente de frailes que se autodenominó de los «franciscanos espirituales». Éstos, influidos por las ideas del abad cisterciense Joaquín de Fiore († 1202)[4], comenzaron a predicar que con san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la historia y que había aparecido el «Evangelio eterno» del que habla el Apocalipsis, que sustituía al Nuevo Testamento. Afirmaban que la Iglesia había agotado ya su papel histórico y que su lugar lo ocupaba la comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu, los «Franciscanos espirituales». 

Las ideas de Joaquín de Fiore flotaban en el ambiente. Joaquín había suscitado la esperanza en un nuevo monaquismo que daría inicio a un tiempo nuevo, la tercera etapa de la historia, la era del Espíritu Santo. Así, es comprensible que este grupo de franciscanos creyese reconocer en san Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en la Orden de los Frailes menores, a la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaría tras de sí a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, ya no ligada a las viejas estructuras. Sin embargo, este pensamiento creaba el riesgo de un grave malentendido del mensaje de san Francisco y comportaba una visión errónea del cristianismo en su conjunto.

Para responder a este grupo y volver a dar unidad a la Orden, san Buenaventura quiso presentar el auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza. Escribió una biografía que se convirtió en la historia oficial del santo de Asís, bien fundada, donde presenta a Francisco como un «alter Christus», un hombre que buscó apasionadamente a Cristo y se conformó enteramente a Él. También reelaboró las intuiciones del abad de Fiore dentro de la doctrina católica. Para ello desarrolló una concepción específicamente dinámica de la revelación, según la cual la Sagrada Escritura está en un proceso gradual de desarrollo en la historia, aún no concluido. «Buenaventura considera que la Escritura está llena de fuerzas germinales ocultas, que solo se desarrollan con el curso de la historia, y así permiten incesantemente nuevas perspectivas que no eran posibles en el período precedente»[5]. La Escritura ha crecido de manera histórica. Pero no es solo el producto de una historia pasada, sino que al mismo tiempo es predicción del futuro, porque su pleno sentido aún no se ha manifestado; su compresión completa, la revelación última, está aún por venir.

La comprensión de la Escritura es capaz de crecer; de ahí que se dan grados en la revelatio. «Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt»: las obras de Cristo no se acaban, sino que progresan, dice el santo en la Epistula de tribus quaestionibus[6]. La revelación se ha cumplido hasta el momento presente, solo de forma limitada. Así, san Buenaventura formula explícitamente la idea del progreso en la revelación, y ésta es una novedad con respecto a sus contemporáneos, aunque las bases de este pensamiento ya estaban en la obra de san Gregorio Magno[7].

Por otro lado, hasta aquel momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran el culmen absoluto de la teología y que las generaciones siguientes solo podían ser sus discípulas. También san Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de san Francisco le da la certeza de que la riqueza de la palabra de Dios es inagotable y que también en las nuevas generaciones pueden aparecer nuevas luces. Buenaventura admite entonces el advenimiento de una época en la que la capacidad de una auténtica elevación mística se le regalará a todos[8], constituyendo un tiempo histórico de la «Ecclesia contemplativa»[9]; esta época puede ser definida como un «tiempo de revelación», que no consistirá en una nueva revelación, sino en la nueva comprensión de la antigua y permanente Escritura. De este modo el santo mantiene, a diferencia de Joaquín, el carácter definitivo y permanente del Nuevo Testamento. Buenaventura presenta a Francisco como una representación anticipada del nuevo estado de la revelación, porque supone la superación del pensamiento discursivo de la exégesis de su tiempo, en favor de una simple aprehensión interior y familiaridad con la Palabra de Dios: «Junto a los santos clásicos de la teología, los Padres de la Iglesia, se coloca aquí al “Pueblo santo de Dios”, la Iglesia del presente, como nuevo criterio interpretativo igualmente legítimo […]. Después que la santidad de Francisco y Domingo fuera garantizada por sanción de la Iglesia, ellos mismos serían incorporados como testigos de la tradición»[10].

Dentro de este fervor, estas expectativas y contexto de ideas, podemos comprender el surgimiento de una obra como el Legatus, en una comunidad de alto nivel espiritual como Helfta, una comunidad que vibra y encarna los ideales religiosos de su tiempo, habiéndolos podido mamar de su contacto con franciscanos y cistercienses. Podemos comprender así, que el Legatus esté concebido como una revelación progresiva y permanente, abierta y destinada a crecer, en torno a una figura carismática y mistagógica. Podemos comprender que la comunidad de Helfta haya visto en Gertrudis a esa figura carismática, avalada con el don de los estigmas de Cristo y con la experiencia frecuente de la unión esponsal con Él. Podemos entender que la comunidad haya interpretado la misión de Gertrudis como la de mediadora de una nueva experiencia del misterio, una nueva revelación, no destinada a agotarse en su experiencia personal, sino a alcanzar por su intermedio a una comunidad carismática. Podemos comprender que la comunidad de Helfta se haya visto a sí misma como el «nuevo monaquismo» de Joaquín o la «Ecclesia contemplativa» de Buenaventura, esa comunidad carismática que debe participar de la misma experiencia de revelación y aportar al desarrollo de la nueva comprensión pneumática de la Palabra de Dios. De ahí que la participación de otras hermanas en la forma y contenido de las revelaciones consignadas en el Legatus, no sea vista en el libro como un deterioro de la revelación originariamente destinada a Gertrudis, sino como su progreso y como cumplimiento de su finalidad.

 

II.3. Liturgia y Revelación

Cristo se hace realmente presente Ecclesia operantis, por la acción de la Iglesia, principalmente en la liturgia[11]. En la realidad litúrgica siempre es la Iglesia como tal la que obra y los creyentes participan de la liturgia como miembros de la Iglesia, Pueblo de Dios. La eficacia divina de la acción litúrgica supera el poder de los individuos que la celebran. Por eso, en la economía de la gracia instituida por Cristo, el creyente no puede nacer por sí mismo a la fe, ni crecer, ni alcanzar su fin, fuera de la comunidad eclesial litúrgica.

La liturgia hace presente y operante el misterio de Cristo, la historia de la salvación. Ella no inventa el misterio. sino que lo lee y proclama de la Sagrada Escritura. La expresión litúrgica es enteramente bíblica. Pero la liturgia lee la Escritura a partir del criterio supremo de la unidad del misterio de Cristo, la unidad de ambos Testamentos y de toda la historia sagrada, unidad progresiva bajo el primado del Nuevo Testamento sobre el Antiguo y de las realidades escatológicas sobre la economía actual.

Este criterio puede resumirse con la fórmula agustiniana: «In veteri testamento, novum latet et in novo, vetus patet»[12]: En el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento está latente; y en el Nuevo, el Antiguo está patente. Este principio fundamenta el modo como la Iglesia interpreta la Sagrada Escritura. En la liturgia, los textos bíblicos, especialmente si se trata de los del Antiguo Testamento, son presentados bajo cuatro luces, que los iluminan a distintos niveles de profundidad:

1) a la luz del significado que el texto podía tener para los contemporáneos o destinatarios inmediatos: sentido literal;

2) a la luz del Nuevo Testamento, o sea como prefiguración de Cristo en su vida histórica: sentido cristológico;

3) a la luz de la vida de Cristo presente en la Iglesia: ésto incluye tanto las realidades que tienen a la Iglesia como sujeto directo, como también la actualización del misterio en la vida mística de los fieles: sentido tropológico; y

4) a la luz de su consumación definitiva al final de los tiempos: sentido escatológico.

En la liturgia, la Iglesia realiza la aplicación de los textos bíblicos a estas cuatro dimensiones: cuando la celebración asume un texto del Antiguo Testamento, además de considerar su sentido histórico, lo vincula con los hechos históricos de la vida de Cristo; lo aplica también a las realidades del misterio de Cristo que se verifican en la vida mística de los fieles en el tiempo de la Iglesia, y finalmente lo relaciona con las realidades futuras de la escatología. La liturgia no volatiliza el sentido histórico del texto, sino que lo presupone, y descubre su cumplimiento pleno en la vida de Cristo, en la vida mística de los fieles y en la vida eterna. Entre el sentido histórico y los sentidos ulteriores no hay interrupción sino continuidad superadora.

De este modo, la celebración re-presenta, escenifica, actualiza e interpreta los textos bíblicos. La liturgia es norma de interpretación, no solo en el sentido cristológico, sino también en el sentido moral, místico y escatológico, que se derivan para los fieles cuando se apropian y asimilan interiormente el misterio celebrado. Es decir que, en el contexto litúrgico, el Espíritu Santo obra iluminando la comprensión de los textos sagrados e iluminando la propia vida de los fieles con la Palabra de Dios. Por lo tanto, la liturgia es el lugar propio y eminente de la experiencia de la revelación, en cuanto descubrimiento personal de los sentidos espirituales de la Palabra proclamada. Y aunque dicha experiencia es personal, sin embargo, no es algo privado que acontezca al individuo aislado en una relación exclusiva con Dios, sino que es una experiencia esencialmente comunitaria, eclesial y litúrgica, ya que depende intrínsecamente de la celebración comunitaria. La objetividad de la fe queda así garantizada. 

De ahí que una misma celebración pueda producir en los fieles, experiencias con diversos matices, pero complementarias y concordantes entre sí, ya que la actualización del misterio ha acontecido en forma pública, para todos los participantes en la liturgia. La misma celebración ofrece los criterios de interpretación de las experiencias personales. De allí también, que sea natural que las experiencias espirituales personales puedan y deban ser discernidas, compartidas y completadas con las luces recibidas por otros miembros de la comunidad litúrgica. De hecho, el compartir se considera extensión de la asamblea litúrgica y lugar de manifestación del Espíritu Santo, el cual sigue actuando en la reflexión común de los fieles. Más aún si ésto acontece dentro de la comunidad monástica donde las monjas comparten la vida y la oración, en la unidad de observancias y de magisterio abacial.

Por lo tanto, todas las experiencias de revelación narradas en el Legatus deben comprenderse a partir del trasfondo litúrgico, en el que toda la comunidad participaba. La complementación o interpretación de los relatos de dichas experiencias por parte de otras hermanas se entiende como una continuación natural de la asamblea litúrgica, donde la luz divina sobre el misterio celebrado ha sido dada en común y cada miembro de la comunidad ha sido habilitado para comprender el misterio celebrado, en forma personal pero concordante, eclesial.

 

II.4. Autoría y redacción del Legatus

El Legatus concluye de esta manera, bajo la pluma de la Redactrix: «Este libro ha sido escrito para alabanza y gloria de Dios, que ama la salvación de todos los hombres […]. Por ésto puede comprenderse el abundante fruto para las almas que el autor y dador de todos los bienes espera obtener del mismo» (L V 36,1; MTD II, 425).

Unos capítulos antes, el Señor había dirigido estas palabras a Gertrudis: «Con el mismo amor que por mi gratuita bondad que te inspiré todo lo que se ha escrito en este libro, con ese mismo amor lo confié a la memoria de la persona que te las escuchó; ella las organizó, las ordenó y las escribió todas de su mano según mi mejor beneplácito» (L V 33,1; MTD II, 421)[13].

Según los textos citados, la Redactrix atribuye a Dios la autoría del libro; a Gertrudis, la inspiración divina como elegida de Dios; y a sí misma se denomina compilactrix, describiendo su tarea propia como «componens, ordinans, conscribens»: componer, ordenar y escribir. Esta distribución se mantiene a lo largo de toda la obra, tanto en la edición final del Legatus, como en la versión primitiva que nos llega por el manuscrito de Leipzig, en cuyo Prefacio[14] al Memorial, leemos:

Este libro se titula “Memorial de la Abundancia de la Divina Dulzura”, porque este nombre le ha sido asignado por el mismo Autor que da el ser a toda criatura […]. El libro se ha dividido en tres partes, de las cuales la primera parte la escribió de su mano la misma que mereció recibir estas cosas del Dispensador de todas las gracias (L827, fol. 25v)[15].

¿Qué puede significar la atribución de autoría a Dios? Ante todo, significa que el Legatus se sitúa en continuidad con la Biblia, es decir como una obra divinamente inspirada. La autoría de Dios en la Biblia es compartida con los autores humanos divinamente inspirados. Del mismo modo, la autoría de Dios en el Legatus es compartida con aquella que recibió la inspiración divina: Gertrudis. El contenido del libro proviene de dicha inspiración. La Redactrix no se atribuye a sí misma la inspiración divina sino la tarea material de la escritura, función que le ha implicado un alto grado de composición y las tareas de edición de la obra.

Ésto puede resultar incongruente con nuestra noción moderna de autoría, que pone el acento en la originalidad de las ideas y su modo de expresión. El concepto moderno deriva del Romanticismo y es esencialmente individualista, muy ligado a la idea de propiedad privada y propiedad intelectual. Pero la concepción medieval de la autoría se rige por otros criterios. Para comprender el modo en que los escritores medievales entendían la autoría literaria, hay que considerar la función social del libro y la distinción entre scriptor y auctor. La ecuación entre estos tres términos pone más el acento en el libro, que en el autor como figura individual[16].

 

II.4.1. El libro

El libro en la Edad Media forma parte de una comunidad de lenguaje que funciona como garante colectivo de su significado y autenticidad. El medioevo monástico formaba una gran comunidad de creencias, donde la libre circulación de las ideas estaba al servicio de la unidad. El saber letrado era patrimonio de los monjes y el clero. La literatura monástica tenía agentes y destinatarios socialmente definidos: los monjes y las comunidades monásticas. Los libros tenían la finalidad de fomentar la vida monástica y de preservar y transmitir un patrimonio espiritual común heredado del pasado, que se consideraba precioso y se identificaba con nombres propios de los Padres de la Iglesia (las auctoritates), cuyos textos se transmitieron de generación en generación durante aproximadamente un milenio.

El énfasis en el aspecto colectivo de la tradición y su función cohesionadora y unificadora, determinaba dos consecuencias con respecto a la producción literaria: por un lado, no se priorizaba la inventiva personal, menos aún en los contenidos. La originalidad se entendía como fidelidad a los orígenes. La inventiva personal podía consistir en un modo nuevo de expresar las cosas antiguas, y ésto aún dentro de géneros y topos determinados y funcionales. Por otro lado, se admitía una mayor libertad a la hora de manipular los textos, de adaptarlos a fines específicos, descontextualizarlos, dado que se entendía que la verdad que ellos transmitían era anterior e inmanente a su textualidad. Los libros se consideraban parte de un gran discurso universal y globalizador cuyo autor primero es Dios. Las contradicciones aparentes entre los textos de los diversos autores se resolvían como manifestaciones complementarias e incompletas de una «verdad revelada». Como resultado de esta concepción, se generalizaron los lugares comunes (koinoi topoi) y proliferaron los florilegios, resúmenes y catálogos de sentencias (excerpta et pandecta), escritos todos supeditados a su reutilización según las necesidades. También son comunes los centones o refundiciones de varios autores, donde la labor del escritor se aproxima más a la del editor o compilador, que selecciona y eventualmente adapta su material conforme a un criterio de compilación o edición.

En el Legatus, el carácter autónomo del libro, es decir la preponderancia de la obra final por sobre sus partes y sus agentes productores, está expresado al principio y al final de la obra: En el Prólogo General, el libro está personificado como un hijo de padres conocidos, que se convierte en el heraldo de un señor, recibiendo para ello atribuciones y poderes específicos:

“Como la hermosura de un precioso niño atrae frecuentemente las miradas de los padres con redoblada ternura, he determinado formar este libro con ambas partes para que de ambas brote esta expresión, a saber: ‘Mensajero del memorial del desbordamiento de la gracia divina’, porque el mensaje de mi divina bondad trae el recuerdo de mis elegidos” (L I Pr 5; MTD I, 60).

Muy sorprendida ella le dice: “Los que se llaman mensajeros tienen mayor autoridad ¿qué autoridad te dignas conceder a este librito cuando le otorgas tal nombre?” Le responde el Señor: “Concedo por el poder de mi divinidad, que quien lo leyere con recta intención y tratare de dar buen ejemplo con él para mi gloria, alcanzará el perdón de los pecados veniales, conseguirá la gracia del consuelo espiritual y se dispondrá para gracias mayores” (L I Pr 4; MTD I, 59-60).

Y al final de la obra el libro es investido de un carácter sacramental, como portador de Cristo, a semejanza de la Eucaristía; de modo que los que se acercan al libro con recta disposición, reciben a Cristo mismo:

“He grabado éste mi libro en lo más profundo de mi pecho divino para que cada una de las letras escritas en él sean dulcemente penetradas por la dulzura de mi divinidad […]. Con el mismo efecto que en esta misa he transustanciado el pan y el vino para la salvación de todos, he santificado también con mi bendición divina todo lo escrito en este libro, para que todos los que, como he dicho antes, lo deseen leer con humilde devoción encuentren en él la verdadera salvación” (L V 33, 1-2; MTD II, 420).

“Yo penetraré y una vez penetrado haré fecundas con la dulzura de mi amor divino todas las palabras de este libro que ahora se me ha ofrecido, escrito verdaderamente bajo el impulso de mi Espíritu” (L V 34, 1; MTD II, 422).

 

II.4.2. Scriptor

En cuanto a los agentes productores del texto, se daba una diferenciación entre scriptor y auctor que hoy nos es extraña. Esta distinción obedecía a una disociación más fundamental entre la composición literaria y la escritura: la actividad intelectual de creación literaria se consideraba claramente diversa de la escritura material y más bien incompatible con ésta. Sobre el modo de componer en el medioevo, hay que remitirse a un texto de san Buenaventura, «de modi faciendi librum»:

Hay cuatro modos de hacer libros: Aquel que escribe las cosas de otro sin añadir o cambiar nada, éste merece ser llamado escritor (scriptor). Aquel que escribe las cosas de otro, añadiendo, pero no de lo suyo, éste se llama recopilador (compilator). Aquel que escribe de lo propio y de lo ajeno, pero de lo ajeno como principal y agrega de lo suyo para clarificar o explicar, éste se llama comentador (commentator), no autor. Aquel que escribe de lo suyo y de lo ajeno pero de lo suyo como principal y de lo ajeno para confirmarlo, éste tal debe ser llamado autor (auctor)[17].

El scriptor medieval era el productor material del libro. Éste rara vez detentaba el estatus de auctor, pero podía desempeñar un amplio rango de funciones, desde scriptor propiamente dicho (copista-editor), compilator (transmisor) o commentator (prolongador) de una textualidad colectivamente compartida. El rasgo común a todas estas funciones es el anonimato, la casi total ausencia de rasgos individuales que permitan identificarlo, más allá de ciertas convenciones genéricas. El scriptor desaparece en función del libro. Permanece oculto tras una cadena de recursos lingüísticos comunes, pertenecientes a una tradición discursiva, e interpretados a partir de ella.

Los scriptori practicaban una intertextualidad extrema, componiendo en base a la compilación, extracción y paráfrasis de textos de autores conocidos -considerados por tanto de patrimonio público- o simplemente anteriores, cuyos autores carecían de la dignidad de auctores[18]. Esta praxis de producción textual estaba avalada por una tradición literaria omnipresente. Umberto Eco apunta que: «El Medievo copiaba sin indicar las fuentes porque era el modo tradicional y más adecuado de hacer las cosas»[19].

Por otra parte, cada copia se hacía a mano. Cada ejemplar anterior a la invención de la imprenta era una suerte de ejemplar único, un hápax. Los copistas podían introducir variantes, censurar, abreviar y adaptar al gusto del cliente final, ya que no se le prestaba atención a la integridad de la obra artística. Así, el destinatario de la copia recibía el fruto de un encargo personalizado, lo cual contribuía a diluir la relación con el autor original.

Este uso generalizado y extenso de materiales ajenos se hacía las más de las veces sin indicarlo expresamente en el texto o sin especificar su origen. Pensemos por ejemplo en la cita, alusión o refundición de textos bíblicos o litúrgicos en la pluma de Bernardo o de la misma Gertrudis. Estas interpolaciones de otros textos, alusiones o paráfrasis escapan tal vez al lector moderno, pero no escapaban a los lectores contemporáneos, familiarizados con un canon reducido de autores y textos. Cabe notar sin embargo a este respecto, el interés explícito que también manifiesta el Legatus por citar las fuentes escriturísticas y patrísticas de su doctrina, a fin de contar con un aval explícito del libro de parte de las auctoritates, los Padres de la Iglesia. Ésto se mantiene tanto en la versión final como en la versión primitiva del manuscrito de Leipzig, que trae una pieza inédita, el Ducam Eam, consistente en una recopilación de citas patrísticas para abonar la doctrina vertida en las revelaciones narradas a continuación.

 

II.4.3. Auctor

El concepto de autoría vigente en la Edad Media fue el heredado de la Antigüedad clásica con una significación muy distinta al concepto moderno. En un primer sentido autor se relaciona con la atribución de autoridad (auctoritas): el nombre del autor parecía fundirse con la obra y daba una garantía de verdad a su contenido. Los nombres de los clásicos griegos y latinos, así como los de los Padres de la Iglesia, servían como marcas de autenticidad y autoridad, por lo que no tardaron en surgirles textos apócrifos, continuadores, adaptadores e imitadores de estilo, que simultáneamente traicionaban y preservaban sus modelos clásicos.

En otro sentido, el concepto de autor hacía referencia a la realización de una obra, una acción (auctor, actor)[20]. De ahí que en la antigüedad y la Edad Media fuera legítimo atribuir la autoría al personaje principal de un libro, sin que éste hubiera participado en nada en su redacción. Ésto sucede frecuentemente en la Biblia, pero también en los clásicos griegos. El libro de Esther, el libro del profeta Isaías, participan en diversa medida de este concepto. En este sentido también se atribuye a Matilde de Hackeborn la autoría del Liber Specialis Gratiae, por ser la protagonista de su contenido, no su redactora.

Por extraña que sea a nuestra mentalidad actual, esta noción de autor estaba vigente en la Edad Media. Un texto de san Bernardo en los Sermones sobre el Cantar de los Cantares lo ilustra bien: después de decir con frecuencia que el Espíritu Santo es quien ha hecho escribir el Cántico (SC 16,1), ha determinado las palabras (SC 23,5) y las ha formado por su inspiración (SC 42,11), san Bernardo afirma que Cristo es el auctor del Cántico y el Espíritu Santo su narrator (SC 56,1). El texto aparece en el contexto de su comentario a Ct 2,9. Dice así:

Según el sentido espiritual (de Ct 2,9) se entiende también que [el Verbo] se ha acercado, pero de otra manera, que es en realidad la que convenía ser adoptada [agi] por el Esposo y ser expresada [dici] por el Espíritu Santo. Pues una interpretación verdaderamente espiritual no debe incluir cosa alguna que sea indecorosa para el autor [auctor] y el narrador [narrator] (SC 56,1)[21].

«[Quod] a caelesti Sponso agi oportuit et a Spiritu sancto dici»: Lo que convenía que el Esposo hiciera y que el Espíritu Santo expresara. Es decir: lo que el Esposo obra, el Espíritu Santo lo dice. En consecuencia, el texto concluye que el Esposo es auctor y el Espíritu Santo narrator. El contexto muestra que la palabra auctor significa aquí actor, protagonista, lo que corresponde con el uso del término en los autores medievales. Auctor se refiere a las obras, pero no a las obras literarias o artísticas, sino que aquí se refiere a las acciones divinas: Cristo es el protagonista del Cántico; Cristo es también autor de milagros, autor de nuestra salvación. El Espíritu Santo ha hecho consignar por escrito las grandes obras divinas, es por lo tanto, su narrator.

Otra característica de la autoría medieval es la tendencia al anonimato, o sea la ausencia de título y autor expreso. De ahí por ejemplo que en el Legatus Gertrudis está nombrada por una fórmula elíptica uniforme, generalmente ista electa. No se la menciona por su nombre más que en Legatus IV,17 y en este caso, no en el cuerpo del capítulo sino en el título[22].

Dado que la actividad literaria estaba generalmente concentrada en la clase religiosa, se consideraba una falta de modestia la búsqueda de la fama, gloria literaria o reputación. Solo la obediencia al superior, el requerimiento de un amigo o una razón divina, tenía el peso suficiente para hacer vencer las resistencias para escribir. Abundan los lugares comunes donde el autor se queja de no tener capacidad literaria, de componer contra su voluntad, aduciendo la voluntad de Dios, o, en el caso de Gertrudis, la inspiración irresistible, la orden de los superiores, la alabanza divina y el bien de muchas almas.

El rechazo a la individualización de las obras parece ser una particularidad intencionada, paralela a otras muestras de colectivización de la escritura. En cambio, abundan las composiciones «cum auctoritate», es decir autorizadas por un personaje de renombre que no es el autor, pero garantiza el contenido. Esta es la función de la Approbatio Doctorum en el Legatus: un texto independiente añadido al comienzo del libro, en el cual teólogos de conocida autoridad aprueban y recomiendan el contenido del libro. La aparición de una figura de autor más próxima a la moderna suele datarse en la Baja Edad Media, cuando van apareciendo los primeros textos acompañados con nombre de autor conocido.

 

II.4.4. Creación literaria y producción del libro

La práctica literaria común en el alto medioevo suponía que el autor se sirviera de colaboradores[23]. Los pocos que tenían las competencias para componer pertenecían a la elite religiosa y era natural que pudieran contar con secretarios y copistas, mediadores de la escritura, cuya contribución al producto final, no solo desde el punto de vista gráfico formal sino también textual, podía ser notable. Para el autor, escribir manualmente hubiera sido considerado un dispendio de tiempo y energía y suponía competencias muy diversas de las de la creación literaria. La escritura de pergaminos era considerada trabajo manual. Así vemos que en el capítulo 10 del Libro II, Gertrudis opone el hecho de escribir bajo inspiración divina, a la contemplación[24]:

Una vez escrita la parte que correspondía a cada día, aunque pusiera el esfuerzo de todos mis sentidos, me era imposible añadir una sola palabra de aquellas que al día siguiente afluían a mí con tanta abundancia y sin la más mínima dificultad. De este modo ordenabas y moderabas mi fogosidad como enseña la Escritura: “No hay que entregarse de tal manera a la acción que descuide aplicarse a la contemplación” (cf. Lc 10,41). De este modo te mostrabas en todo momento celoso de mi salvación, para que pudiera dedicar tiempo a gozar de los tiernos abrazos de Raquel sin verme privada de la dichosa fecundidad de Lía (L II 10.3; MTD I, 164-165).

La posibilidad de escritura en tablas de cera[25] complica aún más el cuadro. Esta práctica estaba muy difundida porque constituía la base del aprendizaje de la escritura y era menos lenta y fatigosa que la escritura sobre pergamino. De Gertrudis misma se nos dice que comenzó a escribir el Memorial el jueves santo de 1289, en una tablilla de cera:

El día santo de la Cena del Señor, mientras esperaba con la comunidad que se llevara el Cuerpo del Señor a una enferma, fue arrebatada por un violento movimiento del Espíritu Santo, tomó una tablilla que tenía a su lado y desbordante de gratitud escribió de su mano lo que sentía en su corazón (L II Pr; MTD I, 133).

Los autores podían escribir apuntes o primeras redacciones en tablas de cera y luego dictar a sus secretarios, o bien confiar las tablas a los secretarios para que transcribieran el contenido y eventualmente lo desarrollasen; también el secretario podía servirse de tablas de cera para tomar apuntes bajo el dictado del autor. En estas tablas solo podía escribirse de modo taquigráfico sin posibilidad de registrar palabra por palabra.

Es probable que la Redactrix usara la tablilla en algún estadio de la redacción del Legatus, o bien que sus colaboradoras lo hicieran en la fase final de la composición de la obra, al recibir las confesiones de Gertrudis que constituyen los libros IV y V del Legatus. Por lo que se refiere a la base del actual Libro III, en cambio, en el Prefacio del Manuscrito de Leipzig, la Redactrix explica que ella había comenzado a escribir algo «en una pieza de papel» (cedula) y luego sus superiores le encargaron que lo terminara. Aduce que lo escribió sola y lo mantuvo oculto, sin contar con la colaboración de otras hermanas en la escritura[26].

También en el medioevo se da una distinción entre dictare y scribire. Dicto indica la actividad de composición literaria y permanece referido al autor; el dictator es siempre el autor y solo excepcionalmente es el escritor[27]. El acento está puesto en el contenido o en el hecho mismo de la comunicación, más que en la redacción final. En el Legatus no se usa la palabra dictare para indicar la comunicación oral de Gertrudis, más bien se usa dicere[28] y dicta, como conjunto de dichos o sentencias.

La confluencia de estos múltiples factores propició en la Edad Media un tipo de autoría difusa o compartida entre los diferentes agentes de la transmisión textual: autores, copistas, recopiladores, comentaristas, antólogos, traductores, adaptadores. Ésto nos permite comprender el marco de producción del Legatus y la legítima distinción que éste mantiene entre la autora inspirada y la Redactrix o compilatrix.

 

III. CONCLUSIÓN

Al comenzar este estudio nos planteamos un doble propósito: encontrar en la teología de la revelación una clave que nos permita comprender el Legatus como una obra colaborativa y encontrar elementos que aporten a la problemática actual en torno a la inspiración divina de la Palabra de Dios.

Con respecto a la primera cuestión, es decir, al carácter compuesto de la obra, podemos decir que, tanto en la edición final del Legatus como en la versión del manuscrito de Leipzig, el término auctor se refiere a Dios como autor de las grandes obras divinas: la creación, la salvación y la revelación. Dios es el autor de las revelaciones de las que trata el libro, puesto que por su iniciativa divina fueron reveladas a Gertrudis. Por extensión, auctor se aplica a Gertrudis porque ella es la receptora y transmisora originaria del mensaje divino, que en un estadio posterior fue consignado por escrito. El concepto de autor que maneja el libro es teológico, no meramente literario. Ella es también autora en el sentido de actora principal del libro, protagonista. Este último sentido se aplica más aún a las revelaciones de Matilde. Matilde puede ser considerada la autora del Liber en cuanto protagonista y origen de lo narrado y en cuanto que la narrativa tiene un fondo histórico real en su vida.

La revelación es una acción de Dios que implica a seres humanos concretos, que la reciben y traducen en palabras. A través de la persona que actúa como medium o receptora de la revelación, el mensaje divino alcanza a la comunidad cristiana a la que está destinado. La comunidad creyente lo hace propio, mediante un proceso de asimilación y elaboración que culmina con su puesta por escrito. Pero la revelación como tal va más allá del texto que la testimonia y no queda limitada a las palabras escritas. En esta convicción se funda la concepción abierta del Legatus como una revelación permanente, siempre viva y operante. En este proceso, la Redactrix no se considera a sí misma como autora, puesto que no es la receptora directa de las revelaciones divinas, sino en todo caso, ella es la receptora de lo que Gertrudis comunica acerca de las revelaciones divinas. La Redactrix recoge, elabora, ordena y pone por escrito, los dichos (dicta) de Gertrudis y otros fragmentos originales de la santa, usando para ello toda su capacidad humana. En esta tarea se define a sí misma como compilatrix.

Es claro que la Redactrix no se atribuye a sí misma la doctrina que vuelca por escrito, sino que la remite a Dios como a su fuente, y al magisterio de Gertrudis sobre la comprensión de la experiencia espiritual. Esta afirmación repetida y constante habilita para tener por cierto que la doctrina pertenece a Gertrudis, si bien en la mayor parte del texto está reelaborada y expresada en el estilo propio de la redactora; a veces, sin embargo, ésta ha incluido resúmenes[29] o textos breves[30], originales de Gertrudis, sin mayores modificaciones, pero sin indicar expresamente en el texto el cambio de la voz de la narradora.

Por cierto, desde el punto de vista de la actual disciplina literaria, el rol de la Redactrix en la elaboración de la obra va más allá de lo que hoy en día se entiende por compilación y por lo tanto ella debe ser considerada como la autora de las partes que le competen, tanto en la versión final del Legatus como en la versión primitiva del manuscrito de Leipzig. Pero esta conclusión, valida únicamente en el estricto nivel literario, no puede constituir un criterio absoluto de juicio, sin ser contrastada con una visión proveniente de la específica disciplina a la que pertenece la obra y su género literario. El Legatus es un libro de revelaciones; por lo tanto, la última palabra sobre la obra debe provenir de la Teología de la Revelación. Es decir, las conclusiones de la disciplina literaria deben ser integradas en una visión teológica más amplia que explique el proceso de la revelación y su puesta por escrito. Contribuir a ello ha sido el objetivo de este estudio. Solo así esta obra maestra de la literatura de Helfta arrojará su pleno significado.

Con respecto a la segunda cuestión, es decir, el aporte del Legatus a la problemática actual en torno a la revelación divina podemos decir que: La revelación no es solo un conjunto de contenidos revelados, ni se reduce al texto de la Sagrada Escritura. La revelación es una acción viva y permanente de Dios, una acción relacional que pide o requiere al hombre como lugar de su presencia.

Hay una dimensión objetiva y una dimensión subjetiva en la revelación: el Verbo revelador y el sujeto de la fe, que es la Iglesia. La revelación no comunica solo algo de Dios sino a Dios mismo, en su palabra divina. En sentido objetivo propio la revelación es el Verbo encarnado. Recibir la revelación equivale a entrar en la realidad de Cristo por la fe, como surge claramente del Legatus. Y por lo tanto esta auto-comunicación tiene que ser acogida en la forma adecuada: por la gracia del Espíritu Santo.

Hay también una subjetividad en la revelación, sin la cual ésta tampoco podría existir de manera objetiva. Esta subjetividad es el oyente humano que recibe la revelación en la fe de la Iglesia y responde a ella. No se trata del sujeto individual aislado, sino en el contexto de la Iglesia. La fe eclesial es la que tiene exclusivamente la capacidad de comprender la Escritura y solo una Escritura entendida y teológicamente interpretada en congruencia con la fe ya fijada, constituye revelación. La revelación conoce además una dinámica histórica, su comprensión crece dentro de la tradición viva de la Iglesia, por la asistencia del Espíritu Santo. Personas místicas como san Francisco y santa Gertrudis tuvieron una comprensión más plena de la Palabra de Dios, por haber sido llamados a cumplir una misión mistagógica, para que sus contemporáneos y las generaciones futuras puedan desarrollar una comprensión reveladora más directa de la Escritura.

En este sentido, en la revelación entra también el sujeto receptor, sin la cual ella no puede realizarse históricamente; es decir, para que la revelación pueda operarse en cada lector de la Escritura, se requiere de éste, más allá de un mero conocimiento objetivo, una «actitud mística», en su sentido más profundo: se requiere la fe de la Iglesia, por medio de la cual el creyente se introduce en la compresión viva y vital de la Escritura, para hacer en la Iglesia y por medio de la Iglesia, la experiencia de la revelación.

 

Para descargar:

 

Ana L. Forastieri, OCSO: Aspectos de la Teología de la Revelación en el Legatus Divinae Pietatis

 

- Estudio completo:

https://drive.google.com/file/d/1TxHTtS46ngmLrwlPKVssUIxONqoSAkYS/view?usp=sharing

 

- Versión de exposición en el Congreso:

https://drive.google.com/file/d/1j5I7XjIkP1lh17pU4HVEbUGQ-drtCsWu/view?usp=sharing

 

- Presentación de power point:

https://drive.google.com/file/d/1thbWvhWlS32ILGMxvhD6Avgl728mIkKs/view?usp=sharing

 


[1] Ana Laura Forastieri es monja trapense del Monasterio de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina. Desde 2012, ha estado colaborado en la difusión de la postulación de santa Gertrudis al Doctorado de la Iglesia en América Latina y, desde 2016 a 2018, en Estados Unidos. En el cumplimiento de esta tarea ha desarrollado investigaciones, publicado artículos y dado conferencias sobre la obra de santa Gertrudis en instituciones académicas, sobre todo de Latinoamérica. Ha gestionado los apoyos de los episcopados latinoamericanos a la causa de santa Gertrudis. Desde 2013 lleva adelante la página de santa Gertrudis en el sitio web de la Conferencia de Comunidades Monásticas del Cono Sur: http://surco.org.santagertrudis, de publicación semanal. Actualmente está trabajando en la traducción al español del manuscrito 827 de la Biblioteca Universitaria de Leipzig.

[2] Continuamos publicando íntegramente las actas del Congreso: «SANTA GERTRUDE LA GRANDE, “DE GRAMMATICA FACTA THEOLOGA”. Atti del Convegno organizzato da Istituto Monastico della Facoltà di Teologia Pontificio Ateneo Sant’Anselmo, Roma, 13-15 aprile 2018. A cura di Bernard Sawicki, O.S.B., Ruberval Monteiro, O.S.B., ROMA 2019», Studia Anselmiana 178, Pontificio Ateneo S. Anselmo, Roma 2019. Agradecemos el permiso de Studia Anselmiana. Cfr. el programa del Congreso en: http://surco.org/content/congreso-santa-gertrudis-grande-grammatica-facta-theologa

[3] Para lo que sigue me baso en: J. Ratzinger, La Teología de la Historia en San Buenaventura, 132-137; y S.S. Benedicto XVI, «Catequesis en las Audiencias Generales del 3, 10 y 17 de marzo de 2010 sobre San Buenaventura, Doctor de la Iglesia»,

http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2010/documents/hf_ben-xvi_aud_20100303.html;

http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2010/documents/hf_ben-xvi_aud_20100310.html y http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2010/documents/hf_ben-xvi_aud_20100317.html [accesos: 20-10-2018].

[4] Joaquín de Fiore sostenía que la historia avanza en un ritmo trinitario: «Consideraba el Antiguo Testamento como la era del Padre, seguida por el tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Habría que esperar la tercera era, la del Espíritu Santo. Toda la historia era así interpretada como una historia de progreso: de la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los hijos de Dios, en el período del Espíritu Santo, que habría sido también, finalmente, el período de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones […]. San Buenaventura rechaza la idea joaquinista del ritmo trinitario de la historia, pero acoge la idea de progreso: Dios es uno para toda la historia y no se divide en tres divinidades. En consecuencia, la historia es una, aunque es un camino y –según san Buenaventura– un camino de progreso. Jesucristo es la última palabra de Dios –en él Dios lo ha dicho todo, donándose a sí mismo. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: “Os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26), “Tomará de lo mío y os lo comunicará” (Jn 16,15). Por tanto no hay otro Evangelio más alto, no hay otra Iglesia que esperar. Por eso también la Orden de san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico»; S. S. Benedicto XVI, «Catequesis en las Audiencia Generales del 10 de marzo de 2010 sobre Buenaventura, Doctor de la Iglesia», http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2010/documents/hf_ben-xvi_aud_20100310.html, [acceso: 20-10-2018].

[5] J. Ratzinger, La Teología de la Historia en San Buenaventura, 141.

[6] San Buenaventura, Epistula de tribus quaestionibus ad magistrum innominatum, en Opera omnia, ed. F. Delorme (Bibliotheca Franciscana Scholastica mediiaevi) Quarachi 1934, vol. VIII, 133.

[7] Cf. A. L. Forastieri, «Experiencia espiritual y progreso de la Revelación en dos Grandes: Gregorio Magno y Gertrudis de Helfta», 164-176.

[8] J. Ratzinger, La Teología de la Historia en San Buenaventura, 121.

[9] Sobre el significado de esta expresión en san Buenaventura cf. J. Ratzinger, La Teología de la Historia en San Buenaventura, 123.

[10] Ibid., La Teología de la Historia en San Buenaventura, 140.

[11] Para lo que sigue me baso en: C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia. Ensayo de liturgia teológica general, BAC, Madrid 1959, en especial el capítulo VI: «En qué modo la liturgia usa la Escritura», 415-448.

[12] San Agustin, Quaestiones in Heptateuchum Liber II in Exodus, Questio 73 (20, 19): «in Vetere Novum lateat, et in Novo Vetus pateat», en S. Aurelii Agustini, Opera Omnia editio latina, ed. J. P. Migne (Patrologia Latina 34), Parisiis 1865, coll. 547-824, https://www.augustinus.it/latino/questioni_ettateuco/quest _ettateuco_2.htm, [acceso: 22-10-2018].

[13] «Eodem etiam amore eadem memoriae a te se audientis commendavi, componens et ordinans ac per manus ejus secundum optimum beneplacitum meum conscribens universa» (SC 331, 266).

[14] En el manuscrito Leipzig, el texto del «Memorial de la Abundancia de la Divina Dulzura» escrito por Gertrudis de su puño y letra (que corresponde al Libro II de la versión conocida del Legatus), está precedido por un Prefacio escrito por la Redactrix, donde ella explica la génesis de las distintas partes de la obra, presentes en el manuscrito. Se prefiere denominar «Prefacio» esta pieza introductoria al Memorial, en vez de «Prólogo», ya que no es el primer texto del manuscrito referido a las obras de Helfta. El primer texto es el Florilegium «Ducam Eam», cfr. nota 84.

[15] «Liber iste nominetur Memoriale habundancie suauitatis diuine, quia inpositum est illi hoc nomen ab ipso auctore, qui omni creature dat esse, ut patet in fine prologi. Est enim liber iste divisus in tres partes, quarum primam partem ipsam que hec a largitore omnium graciarum accipere meruit, suis manibus scripsit post octavum annum accepte gracie». (Gertrudis de Helfta–Sor N. Redactrix, «Prefacio» al Memorial de la Abundancia de la Divina Dulzura, L827, fol. 25v, la traducción al castellano es mía). La segunda parte del libro, dice la Redactrix haberla escrito ella misma, con autorización de Gertrudis; y la tercera parte, también dice haberla redactado ella misma, por iniciativa propia, ante la posibilidad de la muerte inminente de la abadesa Gertrudis.

[16] Cf. K. Perromat Augustín, «El plagio en las literaturas hispánicas: Historia, Teoría y Práctica». Université Paris-Sorbonne - Paris IV, 2010. Español. https://tel.archives-ouvertes.fr/tel-00992391/document, [acceso: 22-10-2018]; y Alfonso Martín-Jiménez, «La imitación y el plagio en el Clasicismo y los conceptos contemporáneos de intertextualidad e hipertextualidad», Dialogía. Revista de lingüística, literatura y cultura, 9, 2015, 58-100. https://www.journals.uio.no/index.php/Dialogia/article/view/2600, [acceso: 22-10-2018].

[17] «Quadruplex est modus faciendi librum. Aliquis enim scribit aliena, nihil addendo vel mutando; et iste mere dicitur scriptor. Aliquis scribit aliena addendo, sed non de suo, et iste compilator dicitur. Aliquis scribit et aliena et sua sed aliena tamquam principalia, et sua tamquam annexa ad evidentiam, et iste dicitur commentator non auctor. Aliquis scribit et sua et aliena, sed sua tamquam principalia, aliena tamquam ad confirmationem; et talis debet dici auctor» (San Buenaventura, Commentaria in quatuor libros Sententiarum Magistri Petri Lombardi, I, ed. Collegii S. Bonaventurae, Ad Claras Aquas 1882, 14-15. La traducción al castellano es mía).

[18] Cf. P. Zumthor, E. R. Curtius, O. De Kunstmann, Œcuménisme médiéval (Vandendorpe, 1992), 133-142; E. Eisenstein, The Printing Press as an Agent of Change, Cambridge, New York, New Rochelle, Melbourne, Sydney, Cambridge University Press, 1980, 120-121.

[19] U. Eco, «Prólogo» a R. K. Merton, On the Shoulders of Giants, Post-Italianate Edition. A Shandean Postscript. The University of Chicago Press, Chicago, London 19933, xvii.

[20] J. Lewandowska: «Recensión de del libro: Los papeles del autor/a. Marcos teóricos sobra autoría literaria, eds. Aina Pérez Fontdevila y Meri Torras Francés, Arco/Libros, Madrid 2016, 354 páginas», http://revistes.ub.edu/index.php/452f/article/download/20403/23263, [acceso: 22-10-2018].

[21] San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 352.

[22] «De oblatione Domini pro anima Drudis, et tribus victoriis. Dominica Invocavit» (SCh 255, 184).

[23] Cf. M. Long, «L’autografia d’autore Cambiamenti nella realizzazione en ella concezione del libro dal XII secolo all’invenzione della stampa», https://riviste.unimi.it/index.php/DoctorVirtualis/article/view/2198/2419, [acceso: 22-10-2018].

[24] En el mismo sentido, san Bernardo opone la actividad de dictado, o sea la creación literaria, al silencio contemplativo y la quietud; cf. San Bernardo, «Carta 89», en Obras completas de san Bernardo, VII Cartas, ed. Monjes Cistercienses de España, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1990, 345; e Ibid., «Carta 90», 349.

[25] Las tablillas o pizarras de cera consistían en una tabla de madera previamente ahuecada, de manera de dejar solo un borde escaso, y rellenadas con cera endurecida, generalmente teñida de color negro. Solía unirse varias tablillas con goznes de cuero, a la manera de libro. Se grababa en ellas la escritura con estilete de hierro afilado. El estilete tenía un extremo afilado, para escribir, y el otro extremo aplanado, para alisar la cera y permitir una nueva escritura. Las tablillas se llevaban colgadas al cinturón a fin de contar siempre con un elemento de escritura.

[26] «Cum processu temporis ego [Redactrix], longius de hiis instructa, aliqua conscribere cepissem in cedulam  occulte […], contigit, domino ut spero providente […], ut hec ad noticiam spiritualium prelatorum nostrorum devenirent […]. Unde tamen [ipsa=Gertrudis] ultra modum coacta contra voluntatem suam, propter obedienciam, permisit me scribere sequentem libellum […]. Nam cum dilectissima […] G abbatissa tali infirmitate laboraret, quod diffidebam de productiori adiutorio ipsius […] unde et hunc tercium conscripsi cum maximo labore occultandi» (Sr. N. Redactrix, Prefacio, L827, fol. 26v-27r).

[27] Sobre dicto como verbo técnico de la creación literaria y su distinción con scribo, cf. San Bernardo, «Carta 89», en Obras completas de san Bernardo, VII Cartas, 345. En el mismo sentido se expresa Pedro el Venerable: «saeculo quod ut sic loquar me sibi totum colligavit, nullatenus vel ad dictandum cor, vel ad scribendum manum relaxare volente, id hucusque implere non potui», The letters of Peter the Venerable, ed. Constable, Harvard University Press, Cambridge 1967, I, 48:

[28] La Redactrix introduce el discurso directo de Gertrudis en la gran mayoría de los casos con: «Dicit ista».

[29] Por ejemplo el compendio eucarístico de L III 18 (MTD I, 264-280) y el compendio de enseñanzas de L III 30 (MTD I 301-323).

[30] Por ejemplo la oración de ofrenda del libro en L V 33 (MTD II 423-424), que tiene todos los rasgos de estilo de Gertrudis y parece haber sido interpolada aquí sin cambios por la Redactrix, pero sin indicar la transición de la narradora, por lo que la atribución resulta ambigua. No debe verse en ello ningún intento de apropiación intelectual propio de la mentalidad moderna, sino que ese era el modo habitual de componer.

 

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